Cuando uno lleva meses sin salir de su ciudad, si acaso de su barrio, trasladarse hasta un bello pueblo a escasos kilómetros produce la misma sensación que viajar a Bora Bora. Ocurrió el pasado Lunes de Pascua, y el pueblo era Chichón, uno de los más bonitos de España según las diversas y poco fiables clasificaciones que proliferan en la red.
Pronunciar Chichón puede sonar algo provinciano a los oídos refinados, pero la misma carretera de llegada al pueblo, que serpentea entre olivares, nada tiene que envidiar al espléndido San Gimignano o cualquier otro pueblo de la cinematográfica toscana. Incluso echamos de menos no ir subidos a un descapotable para hacer tremolar mi melena, ya escasa, al viento.
Nos conformamos con bajar la ventanilla, sacar la mano afuera y ondearla como en aquel famoso anuncio de coches. Enseguida dejamos atrás los trabajos y los días de la ciudad para trocarlos por los placeres y el día en un castizo pueblo de la vega del Tajuña. Los placeres iban a ser varios, como veremos, mientras el día iba a ser breve, pero por ello dos veces bueno.
Las callejuelas de Chinchón confluyen en su Plaza Mayor, lo cual es un alivio porque uno no anda perdido en el mapa, ni el de papel ni el del móvil, y eso reduce el estrés propio de lo desconocido, dolencia propia de los poco aventureros. Lo que más llama la atención de este primer contacto con el caserío son los impresionantes y vetustos portones de las viviendas, a los que, en la mayoría de los casos, no hace justicia el resto del inmueble.
Aquí y acullá se puede ver algún carro suelto, algún blasón desconchado, alguna mirada curiosa desde un balcón y por fin la Plaza Mayor, que rompe todo el silencio anterior, como cuando el espectador irrumpe en una sala de conciertos. El viajero tarda unos momentos en habituarse al bullicio y al manotazo de sol que propicia el espacio abierto.
Ese contraste entre las silenciosas calles y en pendiente y la atiborrada plaza abierta y en llano es una de las señas características de Chinchón. Uno prefiere lo primero a lo segundo, y por eso huimos prestos al cercano Parador (antiguo Convento de los Agustinos), y a la quietud de sus delicados jardines. Allí café y pausa. Más vida de cura que de monje. Queda decidir dónde comer.
El criterio es el mismo: escaparse de la plaza, antiguo escenario de autos sacramentales y corridas de toros, aunque ello signifique escalar las cuestas aledañas en mitad de un sol demasiado justiciero para principios de primavera. Pero nuestro premio está cerca porque pronto alcanzamos las Cuevas del Vino, situadas en un extremo del pueblo.
En su museo descubrimos las altísimas y oblongas barricas al abrigo de las húmedas e inquietantes cuevas, las fotografías de los ilustres que por allí pasaron (desde Orson Welles hasta Cantinflas) y el olor de la parrilla que pronto disfrutamos sentados en la sombreada terraza. Tras la sobremesa, ocurre algo inverosímil: mi vista se queda fija en la vecina pared encalada y las macetas con geranios colgados de ella.
Es una imagen de postal. Mi silla muda en imán y mi cuerpo en estatua. Imposible levantarme y dejar de mirar aquello. Es como aquel cuadro de Sorolla pero sin los niños desnudos. Luz a raudales. En ese estado hierático permanezco dos horas, como una momia que ve la luz después de milenios a oscuras.
Aquella visión es suficiente para olvidar meses de tedio en la ciudad y recargar pilas para los inciertos tiempos venideros. A la salida, atravesamos de nuevo la plaza, anticipo del bullicio, las prisas y el mal humor de la ciudad. Pero ya da igual. Llevamos luz de sobra en la retina. Y unos geranios y una pared encalada en la recámara.