Los hay nostálgicos de la tiza. Yo soy uno de ellos. No me gustan ni las tablets ni las pizarras digitales. Adolecen del gran pecado de todos los medios digitales: facilidad de acceso a la información, ergo abundancia de esta, ergo no saber a lo que atenernos. Una cosa es información y otra es conocimiento (recomiendo leer a Nuccio Ordine, que ha escrito mucho sobre esto).
Las carencias tecnológicas de aquella vieja enseñanza, la de la tiza, eran en realidad su mayor ventaja: obligaban a estar irremediablemente concentrado en las palabras del maestro, su modulación, su énfasis, su emoción. Si el discurso reunía estas virtudes, el tiempo volaba. Si no, suplicio al canto.
Pero yo no quiero hablar aquí de los buenos maestros, sino de los sobresalientes. Esos eran una auténtica joya. Lo digo hoy con la perspectiva de los muchos años desde que terminé el colegio (qué digo años, décadas ya).
Me explico. Cuando escribo “profesor sobresaliente” me refiero no solo al que imparte bien la asignatura, ni siquiera al que la trasmite con pasión (aunque con ambas cualidades ya podría bastar). Hablo de aquellos maestros capaces de detectar un potencial desconocido en cada uno de sus alumnos.
A mí me pasó con mi profesor de música, el honorable Vicente Alarcia. Gracias a él me fumé medio bachillerato en el salón de actos, preparando canciones para obras de teatro. Aquello que enseñaba era un oasis de belleza entre tanta letra y tanto número. Hablar de música en aquel ambiente era como colorear una tediosa película en blanco y negro.
El profesor Alarcia era bastante apasionado con su trabajo, lo mismo que con los puros (que luego dejó de fumar). Alguien podría decir que era histriónico pero eso sería incorrecto: por fuerza su estilo tenía que resaltar frente a la planicie del resto del claustro (con honrosas excepciones, claro).
Vicente Alarcia dejaba espacio a la creatividad. En un trabajo para su asignatura llegué a comparar Jesucristo Superstar con The Wall. En vez de tirármelo a la cabeza, alabó el esfuerzo. Ahí descubrí el valor de la escritura y de la imaginación, a saber: que si algo está bien dicho, es auténtico y es original tiene valor, se esté de acuerdo o no.
El profesor Alarcia vislumbró que me convertiría en abogado o periodista. Acertó en lo segundo (gracias a Dios). Años después contacté con él y descubrí que, ya jubilado, daba clases de música y cultura a otros jubilados. Nunca dejó de enseñar.
Del resto de profesores y asignaturas poco me acuerdo (aprendí la palabra axonométrico y a pronunciar je peux me mettre près de la fenêtre), pero poco más, es decir: cultura de Trivial, información y no conocimiento. Y con este debate seguimos ahora, con la nueva ley educativa.
El ejemplo de mi viejo profesor me conduce a una intuición seguramente ya formulada por otros: al verdadero conocimiento solo se llega por un interés genuino en algo (que a la vez desemboca en un entusiasmo contagioso). Nunca se conseguirá por lo que vomite la pantalla de una tablet, un móvil o una pizarra digital.