¿Debería desligarse la capacidad artística de un individuo, de su propia concepción humana? ¿Un genio deja de serlo, condicionado por su incisiva personalidad? ¿Deberíamos dejar de apreciar ciertas obras por la deshumanización de sus autores? Son muchos, sin duda, los casos en los que películas, guiones, cuadros o
libros han acabado desvirtuados por determinados sectores de la sociedad a modo de castigo -y no solo- ante las inmoralidades de sus creadores. Desde Woody Allen hasta Roman Polanski y pasando por Kevin Spacey.
En este sentido, es curioso escuchar a Bertolucci expresar, abiertamente, su admiración hacia dicho actor,
incluso y precisamente tras los escándalos publicados. Según él, habría que diferenciar entre conducta y capacidad artística.
Un cine tan delicado, sensitivo, armónico y evocativo solo podía ser fruto de un poeta: Bernardo Bertolucci. Con 15 años ya jugaba con una 16mm y, como suele suceder, fruto del fato, terminó siendo ayudante de Pasolini. Y, básicamente, por la mera amistad que tenía con su padre y por vivir en el mismo edificio. Simbólica la conversación que mantuvieron y que Bertolucci suele recordar en entrevistas:
P: Eh, a ti te gustan las películas, ¿verdad?
B: Sí
P: Porque voy a rodar una y quiero que seas mi ayudante de dirección
B: ¿Cómo?
P: Que sí, que voy a hacer una película y se va a llamar “Accatone”
B: Pero Paolo, yo nunca he sido ayudante de un director
P: Ya, bueno, ni yo he hecho nunca una película
Sucede a menudo, que los grandes genios comienzan su devenir artístico sin una escuela previa, tan solo dejando fluir su sentimiento artístico influenciado solo por su férrea intuición. La escuela viene después, decía Bertolucci, porque sin conocimiento hasta el mejor genio acabaría fracasando. Pero se han de tener las agallas suficientes como para, conociendo la técnica, ser capaces de ignorarla, para así, crear de verdad. Protagonista del devenir de los mejores, desde Pasolini a Sergio Leone, fue expreso amante de Godard, y eso que hasta con él tuvo rabietas.
Sus películas son tremendamente intimistas. Los personajes y sus sentimientos, siempre a flor de piel, conducen la narración entre entornos asépticos, grises, vacuos -con notadas excepciones, claro, como El último emperador-. Pero para él, lo verdaderamente importante, es la animal condición humana, reflejada en todas sus vertientes, a través de sus cintas. Tremendamente incisivo en sus metrajes, como exige el mismo arte, esas ansias de provocación innatas quedan reflejadas en sus eternas escenas. Eternas porque
perdurarán como parte de la historia del cine. Ni siquiera habían comenzado los años 80 que ya había hablado del incesto y de la homosexualidad. Pero él hablaba de todo, sin tapujos, sin reparos.
"Al cine lo llamaría simplemente vida. No creo haber tenido vida más allá del cine, y esto, de alguna manera, lo admito, ha sido una limitación".
Estaban sentados en el suelo. Él y Marlon Brando. Entre sus piernas, un par de cappuccini y unas baguettes con mantequilla. Se miraron a los ojos. Y Bertolucci decidió no decirle nada a ella (Maria Schneider). Se habría negado, dijo después en entrevistas, ante la tremenda humillación. Así confesaba lo que muchos todavía no comprenden: la famosa escena de Último tango en París. Él quiso pedirle perdón, dice en entrevistas, pero ella murió, demasiado joven. Para que se hagan una idea, Brando no fue su primera opción: Jean-Paul Belmondo llegó a echarle a patadas de su oficina a gritos de “obsceno y pornográfico”.
Pero imagínense algo así en los tiempos que corren. Inadmisible. Licencias de un director en una época distinta, dicen algunos, pero intensamente reprochables, deplorables, inhumanas, obscenas. Y, aun así, esa película se sigue recordando como una de las grandes obras maestras del cine. Y lo cierto es que, a nivel artístico, lo es, pero estremece pensar hasta qué punto la obsesión por el cine puede alcanzar la locura. Es injustificable. Fuera el momento que fuera. Y fuera quien fuera.
Controvertido, polémico, animal, genio. Es difícil hablar de Bertolucci sin que se forme un tremendo nudo en el estómago. Y a mí, al escribir ahora, me tiemblan las manos. Porque provoca una desquiciante dualidad entre lo admirable de su obra y lo indignante de su táctica. Aquí solo les exponemos algunos esbozos de su realidad para que ustedes, libremente, escojan la que más les prime. Novecento, El Conformista, El último emperador, Soñadores, Tú y yo, La luna, Belleza robada… todas piezas eternas del cine clásico que hoy se despide de uno de sus mayores peldaños.