Los directores de largometrajes históricos se enfrentan a una difícil tarea: ¿cómo hacer que los personajes resulten familiares para el público sin reducirlos a la caricatura? ¿Cómo pueden asegurarse de que saber el desenlace –batallas ganadas o perdidas, imperios construidos y luego arruinados– no haga que parezca que la historia se escribe sola?
El director Ridley Scott no es historiador, y su objetivo no es instruirnos sino entretenernos. Pero la cuestión de cuánto de verdad histórica hay en su cinta es interesante.
No es fácil conocer al “verdadero” Napoleón. Hay una versión reconocible de él: el general confiado y querido por sus tropas, el táctico e instintivo militar que podía funcionar casi sin energía durante días enteros, su mirada severa y algo petulante. Pero gran parte de esto es producto de capas de narración histórica, acumuladas por el trabajo de generaciones de artistas, periodistas y memorialistas, y, por supuesto, del propio Napoleón.
Por ejemplo, la espectacular película muda Napoleón (1927), de Abel Gance, narraba la vida y carrera de Napoleón hasta su partida como general militar para la campaña de Italia en 1796. En una escena, una fuerte nevada de invierno interrumpe las clases en el colegio militar al que asiste. Los chicos salen a jugar e inevitablemente empiezan a lanzarse bolas de nieve. La escena muestra a un jovencísimo Napoleón emergiendo como un comandante natural, dirigiendo el combate como si estuviera en el campo de batalla.
Sin embargo, la veracidad de este momento se basa principalmente en un único relato: las memorias de uno de los amigos de la infancia de Napoleón, Louis de Bourrienne, que asistió a la misma escuela. El autor fue más tarde empleado de Napoleón, quien lo despidió por malversación de fondos en 1802.
Muchos años después, en 1829, de Bourrienne escribió unas memorias con la esperanza de sacar provecho del apetito popular por relatos auténticos sobre el general. Lo que creemos saber del “verdadero” Napoleón se filtra a menudo a través de narraciones interesadas y parciales como ésta.
He aquí los hechos y las leyendas que se esconden tras algunas de las principales escenas de la nueva película biográfica sobre Napoleón de Ridley Scott.
Napoleón hizo todo lo posible por crear una imagen de gobernante benigno y hombre del pueblo, a menudo recurriendo al talento de los artistas.
El más notorio fue Jacques-Louis David, a quien encargó una serie de grandes pinturas que representaban su coronación en la catedral de Notre Dame, París, en diciembre de 1804. En la más famosa vemos a Napoleón colocar una corona sobre la cabeza de la nueva emperatriz Josefina mientras un reticente papa Pío VII observa la escena.
En un asombroso acto de arrogancia, Napoleón ya había colocado una corona sobre su propia cabeza, aunque el óleo sólo lo muestra con hojas de laurel para destacar sus triunfos marciales. Lo que la película de Scott retrata es la magnificencia de los cuadros, que mostraban a Napoleón y a su emperatriz bajo una luz halagadora, más que la ceremonia de coronación en sí.
No cabe duda de que Napoleón sintió una profunda pasión por Marie Joséphe Rose de la Pagerie –conocida por él como Josephine–, con quien se casó en 1796, cuando su carrera militar estaba en ascenso. Sin embargo, su representación en la película de Ridley Scott como una joven seductora probablemente se basa más en el cliché sexista que en la indudable seguridad en sí misma que tenía Josefina.
Cuando se conocieron, ella era seis años mayor que Napoleón, viuda y madre de dos niños pequeños, y los sentimientos del joven general eran aparentemente más fuertes que los de ella. Mientras estaba en campaña, le escribía prácticamente todos los días. Su pluma a veces perforaba el pergamino, tal era la fuerza de sus emociones. Sin embargo, algunas de estas cartas quedaron sin abrir.
Su relación fue tan tumultuosa como apasionada, y ambos cónyuges tuvieron varias aventuras. Sin embargo, cuando Napoleón instigó el divorcio en 1809 por falta de heredero, este fue sorprendentemente amistoso. La emperatriz conservó el título imperial hasta su muerte en 1814 y se le permitió seguir viviendo en el Château de Malmaison imperial.
El otoño de 1793 fue especialmente ajetreado para Napoleón, dado su papel cada vez más importante en el sitio de Tolón. Los rebeldes federalistas habían entregado la flota francesa al almirante británico Samuel Hood, y el joven oficial de artillería comandó la operación que consiguió recuperarla.
Por lo tanto, es muy poco probable que se aventurara a ir a París en octubre para estar entre la multitud que presenció la ejecución de la reina María Antonieta.
En una carta a su hermano mayor José, sin embargo, Napoleón sí que afirmó haber presenciado el asalto al Palacio de las Tullerías por una multitud enfurecida de manifestantes republicanos en junio de 1792. Lo encontró repulsivo.
Napoleón comenzó su campaña egipcia en 1798. El legado cultural de la campaña puede verse en la bien surtida sección de egiptología del Museo del Louvre. Pero el lugar también fue escenario de atrocidades.
En un momento dado, varios miles de soldados otomanos fueron fusilados o arrojados al mar por orden de Napoleón, en lugar de ser apresados. No hace falta inventar trampas de hielo ni que Napoleón ordene a sus hombres disparar contra las pirámides, como hace la película biográfica de Ridley Scott, para dejar ver su cruel desprecio por la vida.
Fue el rumor de que Napoleón había ordenado envenenar a sus propias tropas en Jaffa, afectadas por la peste, lo que acabó por empañar su reputación a principios del siglo XIX. El rumor perduró, por brillante que fuera la respuesta del artista Antoine-Jean Gros, a quien Napoleón encargó en 1804 que pintara una historia diferente.
La película de Ridley Scott no recoge el pasado sino que se basa en los relatos e imágenes que han representado a Napoleón desde su muerte, muchos de ellos creados por sus propias manos.
Joan Tumblety (Associate Professor of French History, University of Southampton)