¿Místico o cínico? Las caras de Robert Oppenheimer, el creador de la bomba atómica
Fue una mente brillante y enferma, un místico y un oportunista que pasó de ser un héroe nacional a caer en desgracia
El científico que dirigió el Proyecto Manhattan para crear la bomba atómica vuelve a la actualidad con la película de Christopher Nolan
“Pobre gentecilla, pobre gentecilla”. Cuentan sus ayudantes que en julio de 1945, Robert Oppenheimer andaba taciturno, agobiado por el destino de miles de japoneses a punto de morir por su gran invento: la bomba atómica. Pero a la vez, en sus reuniones con los militares era preciso. Implacable. Que no lancen la bomba a través de las nubes. Ni con niebla ni con lluvia. Que no se fíen del radar. Hay que ver el objetivo. Si es de noche, que sea con luna. Hay que detonarla a la altura exacta. “No la tiren desde muy arriba o el daño será menor”.
Cuando descolgó el teléfono, a las dos de la tarde del 6 de agosto, no preguntó por la “gentecilla” de Hiroshima. “¿Ha ido bien?”, dijo. Salió a celebrarlo en el complejo de Los Alamos, juntando sus manos sobre la cabeza como un boxeador victorioso.
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¿Quién fue en realidad Oppenheimer? Del hombre traído a la actualidad por la película de Christopher Nolan se ha dicho que fue un enigma. Con varios rostros. Quizá todos sinceros. Pero opuestos. Místico y oportunista. Una mente brillante y enferma. De niño leía a Platón en griego y a Julio César en latín. Unos años después intentó matar a su tutor dejando una manzana envenenada en su escritorio. Cuando un amigo le anunció que acababa de pedir matrimonio a una chica, trató de estrangularlo con una cuerda. Hizo estallar la primera bomba atómica de la historia en el desierto de Nuevo México porque amaba aquel lugar. Arrasó el paisaje en el que fue más feliz de niño.
La "ambición desmesurada" de un genio idealista
Él eligió dónde se instalaría el gran complejo militar donde entre 1943 y 1945 tuvo a su cargo a miles de personas, incluidos varios premios Nobel. Para todos ellos fue un líder ejemplar. Atrás quedó su sensibilidad extrema, su tendencia al suicidio. También su simpatía por el comunismo y sus ideales en defensa de la República española. “No quiero que nada interfiera con mi utilidad para la nación”, escribió.
Desde que supo que era uno de los candidatos a dirigir el Proyecto Manhattan, cortejó al general Leslie Groves, el máximo responsable militar. Groves confió en él porque vio que su “ambición desmesurada” convertiría a aquel genio impredecible en leal, incluso servil.
Durante los trabajos en Los Álamos, Oppenheimer mostró gran capacidad de resolución, como cuando hubo que revisar cálculos porque creían que su bomba podía incendiar toda la atmósfera del planeta. Convenció a todos para trabajar en un arma atroz, incluso cuando la Alemania nazi, con cuyos científicos competía en aquella carrera por el arma total, estaba ya vencida.
La crueldad del "destructor de mundos"
Cuando el hongo de fuego de la primera prueba nuclear eclipsó el sol en Nuevo México el 16 de julio de 1945, Oppenheimer sintió un “tremendo alivio”. Caminaba pavoneándose. Años después le daría más solemnidad a aquel momento, asegurando que lo primero que le vino a la mente fue un pasaje del Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.
Igual de reveladoras son las líneas de Marcel Proust que recitaba de memoria sobre “esa indiferencia a los sufrimientos que causamos y que (…) es la forma terrible y permanente de la crueldad”.
Fue después de Hiroshima cuando Oppenheimer se negó a seguir desarrollando armas atómicas. Cuando Harry Truman lo felicitó en la Casa Blanca, el científico le confesó que se sentía con las manos manchadas de sangre. “No quiero ver a ese hijo de puta nunca más”, dijo el presidente.
El padre de la bomba atómica, contra la proliferación nuclear
Para Oppenheimer el armamento atómico no era sólo una cuestión de conciencia. Supo enseguida que cambiaría la seguridad global. “Es un arma de ataque y los factores de sorpresa y terror son tan intrínsecos a ella como los núcleos fisionables”, explicó en el Congreso. Durante una comisión en 1946, un senador le preguntó qué instrumento usaría para detectar una bomba atómica escondida en una ciudad americana. “Un destornillador (para abrir hasta el último contenedor y maletín)”, respondió.
Y a pesar de sus críticas y su alejamiento de la carrera nuclear, sintió como la mayor humillación de su vida cuando la caza de brujas del macartismo le arrebató sus credenciales de seguridad nacional. Aquel fue el castigo del Prometeo americano, como le define la biografía de Kai Bird y Martin J. Sherwin, publicada recientemente en español por Debate, en la que se basa la película de Nolan. En este caso, en vez de dioses griegos, sus jueces fueron políticos ignorantes de la ciencia, antiintelectuales, populistas y xenófobos. El peligro nuclear no es el único espejo de la actualidad en esta historia.