"Oh, mira a toda esa gente solitaria”, cantaba Paul McCartney sobre un ostinato de cuerda en Eleanor Rigby. La protagonista del tema de The Beatles era una anciana solitaria que "recogía del suelo el arroz de las bodas". Fue un éxito musical de una banda juvenil convertido en un alegato contra la soledad de las personas mayores.
Aquello eran los sesenta, pero la situación no ha mejorado: cada vez se ven más Eleanor Rigby por la calle. Muchas van encorvadas, caminando a duras penas con la bolsa de la compra. En Occidente vivimos cada vez más, pero cada vez más solos. Uno se pregunta: ¿para qué vivir tantos años, si es sin compañía? Vivir así es no vivir. ¿Les pasaba lo mismo a nuestros antepasados?
Fay Bound Alberti responde que no. Esta profesora de Historia Moderna en la Universidad de York revela que la soledad tiene un par de siglos de vida. Antes de 1800 el término no figuraba, ni en la vida diaria ni en el arte. Al menos con las connotaciones negativas actuales. No era parte de la condición humana. Robinson Crusoe (1719) no se siente solo, recuerda la historiadora.
Fay Bound Albert lo explica en Una biografía de la soledad (Alianza Editorial). Fue la industrialización lo que generó la soledad no buscada, potencialmente patológica. Con las fábricas (y la filosofía racionalista que las aupó) llegó el cambió: la secularización, el individualismo y el utilitarismo. Los ancianos ya no valen para la cadena de montaje. No son un activo. Sobran. La vejez es la muerte en vida. Darwinismo social.
Se buscan soluciones, como las residencias o los acompañantes. Para la autora, no atacan el fondo del problema: la desconexión social y familiar, “la alienación”, “el declive del alma”. Y esto afecta más a los pobres y a las mujeres. Antes había una colectividad que arropaba a estas personas. Una red de proximidad.
En 1734 el poeta Alexander Pope afirmó que “el amor propio y el amor social son lo mismo”. El hombre necesita un entorno que le quiera. Esa filosofía desapareció medio siglo después. Dios muere, llega la industria, las jornadas agotadoras, el fin vital es producir y lo demás es secundario. Y lo más secundario de todo, los ancianos. Empieza entonces la epidemia de soledad que llega hasta hoy.
¿Cómo combatir la soledad no buscada? Las redes sociales o el consumismo son atajos inútiles, alivios no duraderos. Tampoco van al fondo del problema.
La historiadora baraja posibilidades, que se resumen en una: hay que sacar al solitario de su aislamiento social y familiar. No aparcarle. Ante todo evitar que esté solo. Porque la soledad no buscada es una carencia. Es un “hambre” que hay que saciar, algo “potencialmente mortal”. Una neurosis, según Carl Jung.
Fay Bound Alberti insiste: “La soledad es un estado emocional creado por las circunstancias”. No es inevitable. La vejez no tiene que ser sinónimo de soledad. Hay ancianos felices, dice. ¿Quiénes? Los que están rodeados de seres queridos. Una verdad de Perogrullo, pero que se olvida.
Eleanor Rigby termina con una pregunta: “¿De dónde viene toda esa gente solitaria?” Antes de abuelos fueron padres y antes hijos. ¿Dónde están ahora los suyos? ¿Dónde sus nietos? ¿Dónde sus amigos?