El profesor italiano Nuccio Ordine emprendió hace tiempo una cruzada contra la enfermedad de nuestro tiempo: el utilitarismo rampante, lo exclusivamente provechoso, la especialización bestial, "lo que sirve pero nos hace serviles”.
Primero fue con su superventas La utilidad de lo inútil, después con Clásicos para la vida y ahora, también en Acantilado, con Los hombres no son islas. El título del libro está tomado de un pasaje del poeta inglés John Donne, quien también escribió aquello de “no preguntes por quién doblan las campanas: están doblando por ti”, que luego inspiró a Ernst Hemingway.
Lo que viene a contar Ordine es que en este mundo no estamos solos, que nos debemos los unos a los otros, que no podemos vivir en la mentira virtual de las redes sociales. Es urgente comprender lo que nos hace humanos y no máquinas o bestias, y esa respuesta solo puede estar en materias y virtudes que hoy a muchos les parecen inútiles: el arte, la filosofía, la música, la honestidad, la bondad, e incluso la religión bien enfocada.
Y para demostrar eso, como en sus anteriores obras, Ordine tira de los clásicos, y de esta manera compone una biblioteca ideal para guiarnos ante la incertidumbre reinante. Primero, con Aristóteles, deja sentada su premisa de que el pensamiento no debe perseguir más fines que la sabiduría: “los primeros que filosofaron lo hicieron por afán de conocimiento y no por utilidad alguna”.
Luego acude a Petrarca para decir que, frente a la lectura fácil y amena –propia de nuestros tiempos-, se necesita tiempo y esfuerzo para alcanzar esa sabiduría: “no pretendo que el lector asimile sin ningún esfuerzo lo que no escribí sin ningún esfuerzo”. Pero, con Emily Dickinson, recuerda que el viaje más bello es la lectura (“No hay fragata como un libro”) y que, luego al final de la travesía, “cuando venga la suerte, estaré dispuesto”, como dice el viejo pescador de Ernst Hemingway.
Ordine considera capital recordar lo que nos hace humanos, no ser un esclavo de las cifras y los números. Como le dice el zorro al Principito, hay que “ver con el corazón”. El arte y la belleza, inútiles a priori (“si se suprimiesen las flores, el mundo no moriría materialmente”, Théophile Gautier), se vuelven esenciales para recordar quiénes somos y de dónde venimos (“Al ofrecer a su amada la primera guirnalda, el hombre primitivo se eleva sobre la bestia”, Kazuko Okakura).
Recobramos así los valores más propiamente humanos (“solo la bondad no tiene límites”, Francis Bacon), el diálogo con nuestros semejantes (“el ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu es la conversación”, Michel de Montaigne), y descubrimos que debemos poner “la sabiduría al servicio de la felicidad del género humano” (Giambattista Vico).
Al final, no nos quedará más remedio que tomar partido (“Odio a los indiferentes”, Antonio Gramsci), seremos capaces de juzgar a los hombres “desnudos, sin sus atavíos” (Séneca), y llegado el caso, como enseña Ludovico Ariosto en su Sátiras, haremos (o no) una elección vital: “No me aflige tener que devolvérselos (mis dones) y recobrar mi libertad primera”.