A principios de julio de 1962, el presidente del Estados Unidos, John F. Kennedy, estaba enfrascado en una lectura que iba a resultar muy oportuna para el destino de la humanidad. Kennedy recomendó el libro casi como lectura obligatoria a sus colaboradores y ordenó que se enviase a las bibliotecas de los cuarteles militares de EE.UU. Tanto le estaba impresionando ese libro escrito por una mujer que le habló de él a su mayor enemigo, con quien iba a mantener dos meses después el pulso nuclear más delicado de la historia.
El líder de la URSS, Nikita Jrushchov, le amenazaba otra vez, en lo más caliente de la Guerra Fría, para forzar la retirada occidental del Berlín dividido. Kennedy le respondió con una carta en la que el dirigente soviético pudo leer lo siguiente: “Estoy leyendo la historia de las guerras del pasado y de cómo empezaron. No puede dejar de impresionarnos con cuánta frecuencia el fracaso de la comunicación, los malos entendidos y la mutua irritación han tenido un papel importante en los hechos que han conducido a decisiones trágicas sobre la guerra”.
El libro que inspiró este pensamiento a Kennedy se titula Los cañones de agosto. Su autora, Barbara Tuchman, no obtuvo nunca el título de licenciada en Historia, pero pocas obras como la suya han ejercido tanta influencia a la hora de templar los ánimos belicistas y frenar una escalada potencialmente nuclear durante la crisis de los misiles de Cuba en 1962.
Los cañones de agosto reconstruyen la cadena de acontecimientos que llevaron ‘como sonámbulos’ a las principales potencias europeas a la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la gran catástrofe que abrió el siglo XX, propició la revolución Rusa y los fascismos de entreguerras, condujo a la Segunda Guerra Mundial y acabó con la preminencia global de Europa.
El libro de Tuchman subraya los errores de juicio y comunicación que precipitaron a los países europeos hacia una catástrofe que sólo unos años atrás se consideraba inconcebible por los vínculos comerciales (e incluso de parentesco entre sus monarquías) que unían a los europeos.
Tuchman relata, casi hora a hora, días como el 1 de agosto, con cruces frenéticos de telegramas ambiguos entre las capitales europeas, cuando Berlín tenía dudas sobre si Londres y París entrarían en la guerra pero las tropas alemanas ya avanzaban hacia Francia porque la doctrina militar alemana así lo había diseñado hacía años: primero vencer a Francia, después enfrentarse a Rusia. “Una vez establecido (el plan de movilización), no se puede alterar”, dijo el general alemán Moltke, que se negó a firmar, llorando de angustia, la orden para frenar el ataque a Francia. Con decisiones así se convirtió en mundial aquella guerra.
El 23 de octubre de 1962, en el torbellino de las crisis, con los misiles soviéticos ya en Cuba, Kennedy se queda a solas con su círculo más cercano después de verse con los jefes militares y vuelve a citar las lecciones del libro de Tuchman. “Parece que (los europeos en 1914) cayeron en la guerra por su estupidez, sus idiosincrasias, malentendidos y complejos personales de inferioridad y grandeza”, dijo el presidente, según las memorias de su hermano Robert.
Para Kennedy debió de ser difícil no dejarse llevar por la ira. En sus encuentros con Jrushchov, el soviético, más mayor y experimentado, lo había intentado humillar. Después, lo había engañado varias veces. Al estadounidense también le escocía aún el fiasco de Bahía de Cochinos. Pero se mantuvo prudente, sopesó cada decisión, aguantó la presión de sus halcones, que optaban por la invasión de Cuba.
En todos esos momentos, tuvo presente el libro de Tuchman. Así lo cuenta el historiador ucraniano Serhii Plokhy en su libro Locura nuclear, un relato conciso y actualizado de la crisis de los misiles publicado recientemente en español. Describe el clímax de la crisis, el 24 de octubre, como el “momento (que) encapsulaba todo lo que Kennedy temía y volvía una y otra vez al libro de Barbara Tuchman al pensar en el peligro que entraña la falta de información y los malentendidos”.
Con apenas dos años, la propia autora estuvo presente en uno de los acontecimientos que relata en un capítulo inolvidable del libro, la persecución de los buques de guerra alemanes Goeben y Breslau por las aguas del Mediterráneo hasta el estrecho de los Dardanelos, otra historia llena de giros que terminó con la implicación del Imperio Otomano en la guerra.
Y si lo vio fue porque su abuelo fue embajador de EE.UU. en Estambul. Barbara Tuchman era hija de una familia de origen judío, adinerada y de prestigio. Vivió una juventud cosmopolita que la llevó incluso a trabajar como corresponsal en Valencia en 1937, durante la Guerra Civil española, y convertir aquella experiencia en su primer libro.
Dicen que Los cañones de agosto no es un libro de historia para historiadores, pero sus habilidades narrativas lo hicieron llegar a una vasta audiencia -obtuvo el premio Pullitzer en 1963- y tuvo un impacto decisivo y provechoso ni más ni menos que en el presidente de Estados Unidos.
Desconocemos si el libro fue una revelación para el presidente estadounidense o si sólo le ayudó a afianzar sus convicciones; pero lo que sabemos sobre su debate interno durante la crisis de Cuba muestra la importancia de las ideas que rondan a quien debe tomar las decisiones.
Kennedy optó por tener presente que en situaciones críticas siempre se maneja información incompleta o incluso falsa. En la historia siempre queda un hueco para la casualidad, como lo es el propio hecho de que el presidente leyera en sus pocos ratos libres esta obra que se acababa de publicar.
De hecho, una casualidad fue vital en un momento de la crisis de Cuba en el que falto muy poco para que un malentendido llevara a un enfrentamiento nuclear. Ocurrió en un tenso encuentro entre un submarino soviético y uno de los buques norteamericanos que vigilaban el bloqueo naval en torno a la isla. Pero esa es otra historia que ya hemos contado en NIUS.