Aún hay muchas personas que piensan que contratar un seguro de vida no es para ellos, sencillamente porque racionalizar que la vida puede darnos un revés inesperado de la noche a la mañana suena demasiado lejano. No deja de ser un argumento construido con puro pensamiento mágico. “Estoy bien de salud, así que no me hace falta”. “A mí no me va a pasar”. “No quiero estar pagando a la aseguradora por no hacer nada”.
Según datos de UNESPA, en España hay casi cuatro millones de hipotecados que han contratado uno de estos seguros para cubrirse las espaldas y saber que los suyos no tendrán problemas cuando, por desgracia o por accidente, sobrevenga un fallecimiento.
Las cifras demuestran que, pese a todo, un porcentaje nada desdeñable de la población valora la tranquilidad financiera de este tipo de pólizas y se prepara para lo peor con cierta antelación.
Desde un punto de vista puramente práctico, hay varias razones que apoyan la decisión de dar este paso y proteger lo propio.
Casi todo el mundo se hace esta pregunta en algún momento de su vida. “¿Qué les pasará a los míos si yo no estoy? ¿Cómo podrán mantenerse?”. Para empezar, proteger el patrimonio y el bienestar de la propia familia con una póliza que cubra el peor de los reveses (nuestra muerte) no solo proporciona seguridad financiera, sino que puede tener un impacto positivo en varios aspectos de nuestra vida familiar.
Cuando contratamos un seguro de vida, elegimos al beneficiario o a los beneficiarios que recibirán el llamado “beneficio por fallecimiento”, básicamente, cierta cantidad de dinero estipulada durante el periodo de cobertura de la póliza.
Este dinero es clave. Servirá para cubrir diferentes partidas y evitar la descapitalización de los que más queremos: hipoteca, préstamos, gastos diarios, educación de los hijos, cuidado de dependientes y gastos funerarios. En algunos casos, una póliza en activo será el salvavidas en un momento extremadamente difícil, si la familia de la persona fallecida depende de una única fuente de ingresos.
Otra de las situaciones más complicadas derivadas de un fallecimiento es la gestión de las deudas, ya sean hipotecas o distintos tipos de préstamos a los que aún les falta tiempo para vencer. Importa poco que la persona deudora ya no esté. Hay que seguir cubriendo el compromiso adquirido en los plazos estipulados si no queremos que los intereses aumenten exponencialmente y el problema se vuelva inmanejable. Probablemente sean los familiares de la persona que ha muerto quienes hereden la deuda y tengan que obtener recursos para devolverla.
El beneficio por fallecimiento del seguro de vida puede utilizarse para liquidar estas deudas pendientes, evitando que los familiares se vean obligados a asumir la responsabilidad financiera recién adquirida.
Hablamos de solucionarles la vida a los que más queremos, o, por lo menos, aliviársela por lado de lo puramente material. ¿Y qué pasa si son ellos los que tienen que ocuparse de nosotros?
En muchos casos, este mismo seguro también serviría para protegernos ante otro tipo de situaciones dramáticas. Algunas pólizas ofrecen beneficios adicionales. En caso de que nos diagnostiquen una enfermedad grave o suframos una discapacidad, podemos recibir un pago anticipado del beneficio por fallecimiento para cubrir los gastos médicos, mantener nuestra calidad de vida y adaptarla a la nueva situación.
“Hay que tener en cuenta que, de media, se necesitan unos cinco años para que una familia se recupere económicamente tras la pérdida de uno de sus miembros, y en este tipo de posibles situaciones todos debemos pensar en proteger a los nuestros”, explica Manuel Veiga, director de Seguros de Protección de Banco Sabadell, en un artículo de El País.
La lógica se impone este punto. La pérdida de un ser querido ya es en sí una experiencia emocionalmente terrible. Pero es que, además, el estrés financiero adicional puede agravar aún más la situación. Tener contratado un seguro de vida reduce este estrés al proporcionar a la familia una red de seguridad financiera que les permite enfocarse en su duelo y recuperación, en lugar de preocuparse por cómo pagar las facturas y cubrir los gastos cotidianos.