La investigación científica exige talento, tenacidad y un cierto grado de indiferencia hacia las injusticias de la vida y la posteridad.
La entrada del científico norteamericano Jon Wolff en la Wikipedia no supera las cuatro líneas. Ni siquiera merece una foto. Un despliegue escaso para quien, según Nature, dio “el primer paso hacia la consecución de las vacunas de ARN”; las de Pfizer y Moderna que han atajado la peor epidemia en un siglo
Gregory Zuckerman –A shot to save the World- describe a Wolff como una persona apasionada por el conocimiento, siempre con buen humor, dotada de compasión y un punto peculiar. El día que su novia le presentó a sus padres se pasó la visita tumbado en el sofá familiar, enfrascado en la lectura de un grueso manual médico.
Estudiante adelantado e investigador brillante, a finales de los 80 a Wolf ya le precedía la fama. Se había convertido en el último recurso al que acudían padres desesperados por saber qué enfermedad rara afectaba a sus hijos. Wolff les ofrecía al menos una respuesta que otros médicos habían sido incapaces de diagnosticar.
“¿Por qué no podemos curar a estos niños?”, se preguntaba en las largas noches en su laboratorio de la Universidad de Madison-Wisconsin al que regresaba después de pasarse por casa a cenar con la familia.
En la mayoría de los casos, los desórdenes metabólicos se debían a una anormalidad genética. El ADN, el largo libro de instrucciones de la vida que llevamos enrollado en el núcleo de las células, se transcribe por partes y lo hace a través de una suerte de copias temporales: el ARN mensajero.
Esta molécula viaja con su mensaje desde el núcleo al citoplasma de la célula donde se fabrican las distintas proteínas según las instrucciones que trae en cada momento el ARN.
Del ADN al ARN y del ARN a la proteína, así es la cadena que hace funcionar la máquina química que es la vida. Si el libro del ADN viene con defectos de partida, puede que no fabrique o fabrique en exceso una determinada proteína y esto sea la causa de una enfermedad congénita.
¿Y si pudiéramos meter en las células el ADN o el ARN mensajero sin defectos para sustituir a los genes defectuosos y fabricar las proteínas correctas? Wolff no fue el primero en planteárselo.
El ADN y el ARN se pueden sintetizar en el laboratorio. El problema, decían, era que hacerlo con el ADN parecía complicado y el ARN es una molécula demasiado inestable. Además, en cuanto fuera inyectado en un organismo lo desintegrarían las enzimas. A la inmensa mayoría de los científicos, seguir el camino del ARN parecía un callejón sin salida.
Hasta entonces la idea sólo se había investigado en placas de Petri en el laboratorio. Wolff quiso ir más allá y probarlo en ratones. El experimento resultó exitoso. Wolff fue el primer investigador en demostrar que se podía crear una determinada proteína al inyectar ADN o ARN mensajero en un organismo vivo. Tenía 33 años.
“El ARN es realmente interesante”, le comentó a un colega. Pero era consciente de que estaba muy lejos de encontrar una cura. En 1990 publicó con varios colegas un artículo seminal en Science que apuntaba al sueño de convertir la célula en la fábrica de nuestros propios medicamentos. Eso es lo que hacen ahora las vacunas de ARN contra la covid. Llevan a nuestras células las instrucciones para crear una proteína del coronavirus que luego activa y entrena nuestro sistema inmunitario ante una futura invasión del patógeno.
Wolff siguió investigando en distrofia muscular, firmó decenas de artículos científicos, creo una empresa biotecnológica, registró patentes, se convirtió en una referencia en terapia génica, participó en teletones para recaudar fondos, pero nunca llegó a fabricar un medicamento con ARN.
Tampoco llegó a ver cumplido del todo otro de sus sueños, vivir en un tipi, una de aquellas tiendas de los indios de las vastas praderas americanas, aunque sí disfrutó de noches de acampada recorriendo las montañas de Norteamérica, Asia y Europa.
El periódico de Crested Butte, en el valle de Gunnison de Colorado del que Wolff se enamoró, recuerda su pasión por el senderismo y el esquí de fondo: “Las noches de verano después de un día por ahí fuera con los amigos, solía servirse una copa de vino, sentarse en su porche y abrir un libro de física teórica. A través de la ciencia, buscaba, en definitiva, acercarse a las mismas paradojas del corazón y la mente que esbozaron los místicos”.
Son las palabras que escribe el diario local en su obituario. Ninguna referencia a las ya famosas vacunas de ARN. No es nada extraño. Jon Wolff murió en Denver (Colorado) de cáncer de esófago el 17 de abril de 2020, en el momento más brutal de la pandemia del coronavirus.
Tenía 63 años. No llegó a ver cómo sus investigaciones de años atrás culminaron con éxito en las vacunas de ARN que meses después de su muerte iban a sorprender al mundo. La gloria es caprichosa con los héroes de la ciencia.