La música produce en el ser humano gran variedad de sentimientos. Algunos se definen como “intensos”, como es el caso de la alegría, el entusiasmo o el alborozo, y surgen cuando se activa el sistema de recompensa del cerebro. Emociones que producen modificaciones fisiológicas similares a una turbación o un escalofrío. La emoción musical intensa que involucra áreas del sistema límbico puede provocar una experiencia placentera y gratificante: el escalofrío musical (Blood y Zatorre, 2001; Salimpoor et al., 2009, 2011).
El fenómeno del placer asociado con los escalofríos se compone de dos fases: una fase de anticipación antes del escalofrío, cuando el placer está creciendo, con una liberación de dopamina específica en el cuerpo estriado dorsal (caudado), y una fase de placer pico, con una liberación dopaminérgica en el ventral striatum (núcleo accumbens) (Salimpoor et al., 2011).
¿Quién no ha sentido de repente cómo se le ponía la piel de gallina mientras escuchaba la Novena Sinfonía de Beethoven? La primera sinfonía que al introducir instrumentos de percusión aportaba, según los expertos, nuevas texturas, timbre y efectos a la composición. Elementos, junto con otros, que incluidos en la composición musical producen en el ser humano vivencias tan profundas que provocan en nosotros reacciones del sistema nervioso autónomo que se presentan como un “estremecimiento”.
Salvador Oriola Requena, profesor asociado del Departamento de Didácticas Aplicadas de la Facultad de Educación de la Universidad de Barcelona (UAB), apunta que “la música es un fenómeno holístico en el que se combinan diferentes parámetros -ritmo, melodía, armonía, textura, forma, timbre- y su combinación es la que suscita lo que se conoce como emociones estéticas”.
Asimismo, continúa este profesor de la UAB, “existen estudios que demuestran que el uso y la mezcla de esos parámetros pueden contribuir a desencadenar dichas emociones como, por ejemplo, el uso del modo mayor o modo menor para suscitar alegría o tristeza, respectivamente; el uso de disonancias para crear tensión o miedo; ritmos simples para crear sensación de tranquilidad; etc”. Pero, matiza Oriola Requena, “no existen patrones universales que emocionen a las personas de la misma forma ya que las emociones estéticas son muy personales y dependerán de múltiples factores como la formación, la cultura, los gustos o la experiencia de cada uno. A una persona le puede emocionar positivamente una sinfonía de Beethoven y a otra en cambio le puede aburrir”.
En lo que los expertos y los diferentes estudios coinciden es en reconocer que la música es un gran estimulador cerebral. Por eso, cuando escuchamos una composición musical que nos gusta en el cerebro se activan e interrelacionan diferentes partes entre las que destacan, además de las zonas especializadas en la audición, las amígdalas, que son el epicentro de las emociones humanas. Este tipo de emociones surgen, por ejemplo, cuando apreciamos una obra de arte.
Según el citado experto en Didáctica Aplicada, “además este tipo de emociones pueden contribuir a despertar, regular e intensificar emociones funcionales como la alegría, la tristeza, el miedo, etc. Por esta razón, las respuestas fisiológicas ante la música muchas veces son parecidas o coinciden con las respuestas que se dan con las emociones funcionales; es decir, sentimos escalofríos o se nos pone la piel de gallina ante una pieza musical que nos gusta mucho, nos entristecemos cuando suena una música que nos recuerda a un ser querido que ya no está; nos asustamos, e incluso saltamos, en una película en la que la música suena muy fuerte de forma súbita y no lo esperábamos”.
Robert Zatorre, Montreal Neurological Institute de la McGill University y uno de los mayores expertos mundiales sobre cómo el cerebro procesa la música y produce emociones, sostiene que el hecho de que el ser humano experimente sensaciones intensas, como un estremecimiento, cuando escucha una composición musical, “se debe frecuentemente a algún cambio sorprendente en el sonido, por ejemplo, un acorde inesperado, un cambio de tonalidad, cuando entra una voz o un instrumento con un tema nuevo, etc. El cerebro registra estos cambios como “buenas sorpresas”, al igual que recibir dinero de manera inesperada o recibir la visita de un ser querido que no pensábamos ver. Estos acontecimientos activan los circuitos de recompensa de nuestro cerebro”.
La música conjuga cualidades subjetivas que describen el sonido musical como el tono, la intensidad, el timbre o la duración. En su conjugación está lo verdaderamente interesante. “Se trata de manipular los sonidos para obtener un balance entre predictibilidad y sorpresa. Una serie de sonidos aleatorios es impredecible y, por lo tanto, no genera placer porque es imposible saber lo que va a ocurrir. Una serie de sonidos muy repetitivos es aburrida porque todo se predice, y no hay sorpresa. El cerebro prefiere estímulos balanceados, donde es posible seguir la evolución de los sonidos en el tiempo con un cierto nivel de anticipación, pero con algunas buenas sorpresas también”, agrega el neurocientífico de la Universidad McGill.
La voz humana también juega un papel importante en el desencadenante de emociones estéticas, “siendo la combinación de este parámetro junto con otros (ritmo, intensidad, etc.) lo que realmente nos hará emocionarnos. Es verdad que la voz es el instrumento más natural y al que más expuesto estamos; aun así, el secreto de que nos emocionemos residirá en cómo confluyen el resto de los parámetros que conforman cualquier fenómeno musical”, finaliza Salvador Oriola Requena.
La música produce en nuestro cerebro muchos cambios y muy complejos. El neurocientífico de la Universidad McGuill resume esas variaciones en el hecho de que, “por un lado, los circuitos neuronales de la audición analizan los sonidos y crean patrones en base a nuestros conocimientos musicales anteriores. Y, por otro, el sistema de recompensa recibe estas señales del sistema auditivo que son interpretadas en función de su nivel de predictibilidad, lo que, a su vez, produce respuestas placenteras”.