Comienza a leer 'Las hijas del agua'
telecinco.es
12/03/201812:27 h.Fragmento.
Uno
«Una vida es todo lo que tenemos y la vivimos como creemos vivirla. Pero sacrificar lo que uno es y vivir sin creencia es un destino más terrible que morir». JUANA DE ARCO (1412-1431)
Venecia, 1793
No hay milagros sin esperanza; al menos no en aquel tiempo, no en aquella ciudad. Recostada en uno de los balcones de sus aposentos, Arabella Massari contemplaba pensativa la llegada de sus invitados. En la luz del crepúsculo, que teñía el cielo de rojos y naranjas, se alzaba majestuosa la hilera de góndolas que se afanaban por llegar a Ca Massari antes de que se marchara la última luz del día. Las embarcaciones se arremolinaban y algunas se apresuraban a descargar los últimos víveres: buen vino y especias de Oriente, lechones recién sacrificados y un sinfín de exóticas aves preparadas para desplumar y hornear. A pesar del trajín de pequeños y distintos navíos por el Canalazzo, todos se movían al compás de la batuta de Arabella, la Gran Maestre. Desde lo más alto de su palacio, observaba la escena a través de sus anteojos de montura de oro, un regalo de su admirado sultán otomano Selim III. Un antiguo compañero de lecho convertido en un aliado que la protegía. Arabella acariciaba con suavidad los anteojos mientras comprobaba la calma inquietante de las aguas. Mal presagio para la misiva que debía llegar de París aquella misma noche. En los últimos meses, la hermandad había sufrido varias bajas; demasiadas muertes en poco tiempo la habían debilitado. Arabella lo había dejado claro en la última reunión: «Necesitamos convocar a más mujeres, hacernos más fuertes y más presentes. El mundo está cambiando y debemos remar en esa dirección». Adelina, Lina, su fiel criada, vieja, coja y analfabeta, sabía que en la habitación secreta, como ella la llamaba, se cocinaba el peligro. Nadie se lo había dicho, pero había oído hablar de las brujas y, aunque no pensaba que su señora lo fuera, era la única que sabía que allí se reunían una decena de mujeres cuya identidad se ocultaba tras una moretta, la máscara que durante siglos habían utilizado las damas de sociedad. Huérfana de boca, la máscara había sellado y mantenido en el riguroso silencio a las mujeres pues, para sostenerla, debían sujetarla con la boca, mordiendo una bola de madera.
Lina observaba, temerosa y escondida en la penumbra, la llegada intermitente de las damas negras al palacio. Atracaban sin ser vistas, seguían el rastro invisible pero conocido hasta que, atravesando una pared como si fueran fantasmas, desaparecían. «¡Jesús!», Adelina no podía evitar estremecerse cada vez que las contemplaba. Sin perder la fe, pegaba la oreja a la húmeda pared de piedra con la esperanza de oír algo que saciara su curiosidad. ¿Qué hacían aquellas mujeres? ¿Quiénes eran? ¿Qué planeaban? ¿Por qué se ocultaban? Sentada en una pequeña silla de madera, pasaba horas de guardia obedeciendo órdenes de su señora.
—Si se acerca alguien al palazzo, haz sonar enseguida esta campana.
Era el mismo sonido de una campana lejana la que la hacía precipitarse escaleras abajo y esconderse en un rincón con el corazón en la boca. Unos segundos más tarde, en una especie de sortilegio, la pared del palazzo volvía a abrirse para escupir sigilosamente sombras negras, siluetas enmascaradas que abandonaban el lugar entre la bruma de la noche. Lina no alcanzaba a comprender todo aquello. La vieja criada sabía que el mundo reaccionaría con idéntico recelo si supiera de la existencia de aquella hermandad. Una sociedad secreta creada para vincular a las mujeres del mundo deseosas de mostrar que no eran seres inferiores.
Arabella sabía que había llegado el momento de incorporar a las jóvenes en la lucha, y aquella noche de fiesta sería también la presentación de la joven Lucrezia Viviani.
«No creo que sea una digna candidata: es caprichosa y egoísta. Una joven malcriada, nada más», era la opinión de la mayoría de las hermanas, pero Arabella no se daba por vencida. Jamás se había equivocado en sus predicciones. Creía firmemente en lo que decían las estrellas. Aguardaba, desde hacía años, la señal de cuando esas mismas estrellas le contaron que llegaría una joven bañada en agua, capaz de dominar el mar Adriático.
—Lucrezia… Espero que sepas creer en ti tanto como yo lo hago —murmuró Arabella casi como un suspiro.
Arabella era una mujer hermosa, y aunque madura, conservaba la belleza y la fiereza de antaño. Se diría que Saturno había decidido convertirla en criatura inmortal, si bien era consciente de que la vida transcurría apresurada, más de lo que cualquier alma desearía.
—Mi señora, las cajas de fuegos ya están preparadas para iluminar el cielo a la llegada del Dogo —anunció Lina, interrumpiendo los pensamientos de Arabella.
—Me alegra que todo esté dispuesto —dijo esta mientras se dirigía hacia una diminuta caja de madera—. Apenas queda una hora para que anochezca. He de prepararme. Ya oigo las trompetas que anuncian la llegada de los patricios, y debo estar lista y acicalada para Ludovico.
Lina asintió y se puso en marcha. Mientras esperaba a su criada, Arabella se recreó en el juego de luces del ocaso en la ciudad que la vio nacer. Ver el reflejo de los últimos rayos de sol sobre las aguas era algo que le gustaba desde niña. Aquella ciudad hechizaba hasta a los más descreídos; llena de sombras, de canales estrechos y callejones perdidos. Protectora de secretos y madre de mil misterios. Pocos, hasta la fecha, podían describirla porque Venecia tenía mil caras, tantas como las máscaras que usaban sus habitantes. Obstinada, bella, caprichosa, culta, libertina, esquiva, húmeda, melancólica, decadente y nada prudente. La Serenísima no se abría a cualquiera, pero todos terminaban rindiéndose ante ella. Muchos habían querido conquistarla, pero todos habían fracasado. Arabella disfrutaba contemplando su ciudad, su hogar en plena ebullición. Cerró los ojos para deleitarse en el murmullo de las aguas rompiendo a cada remada y en el bullicio de las gentes excitadas por el gran acontecimiento. Las familias más acaudaladas acudían en sus lujosas góndolas. El Gran Canal era la calle de los poderosos, pero tampoco se libraba de la algazara y las trifulcas que ya formaban parte del corazón maltrecho de la ciudad.
***
Entre las decenas de embarcaciones estaba la de Lucrezia Viviani. La joven acudía por primera vez a un gran baile, acompañada de su fiel sirvienta Della del Pino y de su prometido Roberto Manin, hijo de Paolo Manin, el primo del Dogo. Lucrezia miraba el movimiento agitado de las aguas con cierta inquietud. Sabía que esa noche se despedía de su libertad pues en la intimidad de su casa esquivaba a su capricho las convenciones sociales a que estaba sujeta una dama de su rango. Disfrutaba jugando con los hijos de los criados, danzando como una salvaje, libre de la rectitud que su padre, el gran mercader Viviani, siempre le imponía reprendiéndola por sus modales poco refinados.
—¿Sabré ser parte de ellos, Della?
La buena criada miró llena de compasión a la joven. La había visto crecer y sabía que no era como las demás. Desde pequeña gozaba de una curiosidad infinita y siempre deseaba conocer el porqué de todo. Era obstinada, no le gustaba obedecer y veía la vida con un horizonte mucho más amplio que el de otras jóvenes.
—Sabrás, mi niña, porque todo lo que te propones lo consigues.
A Arabella le ocurría lo mismo. Conseguía todo lo que se proponía. Quería que Lucrezia fuera aceptada en la hermandad y estaba segura de que lo lograría. Así lo pensaba mientras empolvaba su delicado rostro con polvos de arroz. Años atrás la habían bautizado «la Cleopatra del Véneto», tanto por su belleza peculiar como por su activa influencia sobre el Consejo Menor. Este consejo lo formaban los seis hombres más poderosos de la ciudad y, por encima de todos, el Dogo, Ludovico Manin. Que habría también de ser el último de todos, aunque esa historia aún no estaba escrita.
Para no perder su capacidad de embrujo, igual que Venecia, siempre que daba una fiesta Arabella se preparaba con esmero, desde el alba hasta el anochecer, hasta convertir su cuerpo en una pócima imposible de rechazar. Después de su amorío con el sultán otomano, se había hecho construir un hamán del que salía con una piel blanca y reluciente, además de perfumada de aceites esenciales exquisitos.
—Unas gotas del árbol del amor, imprescindibles para que esta noche nada falle, mi querida Lina.
—El detalle final, señora.
Era la esencia preferida del sultán, y cierto era que su embaucador poder nunca fallaba. Arabella, lejos de escuchar los consejos de los médicos y evitar el baño, en estas ocasiones especiales se ayudaba de su fiel criada para impregnar su cuerpo de fragancias. Mientras realizaban el ritual, Lina leía con angustia la preocupación en el rostro de su señora y no andaba errada. Arabella llevaba un tiempo con un mal sueño que se obstinaba en ignorar. De noche la despertaba una imagen vívida: los canales de Venecia bañados en sangre y decenas de mujeres flotando en ellos. Se repetía una y otra vez, y presagiaba una tragedia.
—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó la criada.
Arabella no respondió, se había quedado pensativa recordando su infancia. Tuvo su primera premonición a los ocho años, cuando estuvo a punto de fallecer a causa de una zurra de su padre, que la sorprendió con un libro en las manos. Mientras deliraba entre la vida y la muerte se le apareció la mismísima Juana de Arco con la armadura ensangrentada para anunciarle que su vida estaba destinada a la lucha. La alertó de que su deber era seguir formándose y descifrar las señales que el cielo le enviara. La pequeña Arabella no comprendió aquella experiencia, pero le sirvió para seguir leyendo, sin miedo, todo lo que pudo.
A espaldas de todos, estudió los mejores y más prohibidos tratados sobre astrología, alquimia y ciencias ocultas. Leyó sobre brujas, encantamientos y ciencias adivinatorias que la hicieron comprender que era capaz de ver más allá. Fue sor Constanza, la priora del monasterio de Santa Maria degli Angeli, la que le proporcionó los libros prohibidos del conocimiento. Los conventos, pequeñas islas del mundo, eran lugares donde las mujeres tenían la oportunidad de aprender lo que no les era permitido. Así fue para Arabella con la priora Constanza y así sigue siendo para otras venecianas con su sucesora, sor Bettina. Otra hija del agua, salvaguarda de los libros ofrecidos para la quema y, como Arabella, defensora de la libertad a cualquier precio.
—Hace mucho tiempo, Lina, elegí algo que en este mundo no me pertenece: ser libre. Hasta que no lo consiga, como sabes, no encontraré la dicha.
—Todo va a salir bien, signora, no se preocupe. Está usted bellísima.
Arabella despertó de su viaje al pasado con esa frase y miró compasiva a su criada. Aquella mujer bondadosa la había cautivado desde que la encontró durmiendo en la calle. Sintió que debía desviar su góndola y rescatarla. Cuando la malvivènte la miró por primera vez a los ojos, supo que permanecería siempre a su lado.
—Lina, tengo el presentimiento de que esta noche no será un baile cualquiera. Lucrezia Viviani va a brillar como ninguna bella dama veneciana lo ha hecho jamás.
Las dos mujeres contemplaban con distinta preocupación cómo la Serenísima se resistía a perder el esplendor del pasado, convertido en poder corrupto. Las aguas de Venecia olían un poco más a muerto, pero los bailes, las risas y las carnes ardientes destilaban un perfume que cubría como un manto todo lo que estaba por acontecer.
***
Los primeros invitados, ataviados con sus mejores trajes de seda e hilo de oro, comenzaban a desembarcar por la entrada principal, ocultando su verdadera identidad bajo las máscaras.
—Signora, está todo listo. ¡Ha llegado la hora! —anunció un criado.
Cuando estaba a punto de dirigirse a la fiesta con Lina, lo vio aparecer en el Gran Canal. Aquel ser oscuro fue el único invitado que miró fijamente a la poderosa anfitriona. Ambicioso, traicionero y ávido del poder de su primo, siempre hacía ostentación de su riqueza. Cruzó las aguas sobre una réplica del Bucentauro, el navío reservado a los dux, con grabados en oro, alfombras de Oriente y una suntuosa corte con músicos y decenas de remadores que reflejaban su poder. Cuando su navío se encontraba a menos de cien metros de Ca Massari, el resto de embarcaciones enmudecieron y reverenciaron al hombre más rico de Venecia. Paolo Manin, el primo del Dogo, descendió al paso de las trompetas que anunciaban su llegada e intimidaban al popolino, que asistía a la escena desde el otro lado del canal.
Con la bauta en su mano derecha, Paolo desembarcó a cara descubierta mirando desafiante a la poderosa Arabella. ¡No temía a nadie y menos a una mujer!
—No se atreverá a hacerlo en mi presencia —susurró Arabella.
Paolo se giró hacia el popolino, que al momento inició un dominó de genuflexiones temblorosas y aterrorizadas. Había comenzado el juego de Morte o fortuna.
—Nadie me desafía, y menos una mujer —soltó Paolo entre dientes.
Varios hombres de Manin atravesaron el canal y se acercaron al pueblo a la espera de la señal de su señor. Manin señaló a un pobre diablo al que una muleta había impedido arrodillarse. El tullido se había orinado encima por el miedo, era incapaz de tenerse en pie y lo sostenían los dos hombres que esperaban el veredicto de Manin. Arabella observaba la escena con impotencia, pero también enfurecida. No pudo reprimir un nuevo bisbiseo a Adelina:
—No se atreverá… ¡Maldito Manin!
Lina se dio cuenta, horrorizada, de que Paolo había osado desafiar a su señora. Siempre hacía lo mismo: llegaba a una fiesta de un palazzo del Gran Canal, señalaba a alguien entre la muchedumbre congregada y lo convertía en víctima de Morte o fortuna. En este juego él sacaba un cuarto de ducado de oro y lo lanzaba al aire. Si salía la cara donde estaba grabado el león, símbolo de la República, el desconocido se llevaba la moneda. Pero si caía en el lado de la genuflexión del dogo frente a San Marcos, el desafortunado era arrojado al agua y no podía salir hasta que Manin le diera la espalda. Paolo sabía que Arabella no podría detenerle, pues sería un desacato a la autoridad de los patricios sobre el resto de la población. Lanzó la moneda y uno de sus hombres se acercó para ver cómo había caído al suelo. Todo el mundo contenía la respiración. El tullido lloraba.
Arabella sintió que con aquella moneda lanzada al aire se había declarado la guerra entre los dos.
—El león ha perdido frente al dogo. Morte! Morte!
El popolino gritó al unísono: «Morte! Morte!». Y a Arabella un puñal le atravesó el estómago. Arrojaron al lisiado al canal, nadie le rescató ni le ayudó en sus esfuerzos por acercarse a la orilla. Los gritos, las patadas, los pisotones, los golpes, las sádicas carcajadas acompañaron la agonía del inocente en las profundas y densas aguas. Su muerte fue celebrada como una fiesta mientras la palabra «Morte!» llenaba el aire. Paolo miró victorioso a Arabella. Cuando el cuerpo del infeliz se hundió del todo, el popolino volvió a sus quehaceres. La vida valía poco menos que un juego perverso. Arabella entró en el palazzo y desapareció, dando por terminado el primer espectáculo de la noche.
***
—Querido, ¿podemos entrar? La noche es fría y demasiado húmeda para mi delicada piel.
La joven y ambiciosa Antonella Contarini cogió la mano gélida de su poderoso amante sin la más mínima emoción. Disfrazada de diosa griega, con una peluca blanca que apuntaba al cielo en forma de columna dórica y una fastuosa máscara de plumas de ave, Antonella utilizaba su belleza para hechizar a los poderosos y conseguir su máximo anhelo: convertirse en la bailarina y cantante más importante y famosa de Europa. Hacía tiempo que había renunciado a los buenos sentimientos y vendido su alma al diablo sin importarle ser cruel, caprichosa y vanidosa a ojos de los demás. Era la serpiente del Véneto, capaz de tragarse el veneno de cualquiera y salir indemne. Pero las serpientes no tienen dueño y si las atacas, su veneno es mortal. Paolo Manin y ella eran amantes desde hacía años. Les unía la ambición desmedida y el placer por las orgías con participantes de ambos sexos. Paolo redimía sus pecados sometiéndose en la alcoba, permitiendo que Antonella ejerciera sobre él su crueldad. Cuando Antonella tomó la mano de Manin y le miró lasciva dejando ver la punta de la lengua, Paolo sintió una punzada de placer. Después de la muerte que había provocado, sentía la necesidad de ser perdonado bajo el calor cruel de su amante.
—Has sido muy malo, mi amado, muy malo.
Con ese juego secreto entraron presurosos en el palacio, haciendo caso omiso de vítores y reverencias. Los nobles inclinaban la cabeza a su paso, las damas miraban con desconfianza a la bella bailarina. Manin necesitaba un lugar privado en el que satisfacer su repentino ardor o la incontrolable necesidad de ser castigado.
—Por aquí, señor, en este salón nadie les molestará —dijo un criado de Arabella ataviado, como el resto de la servidumbre, con casaca roja, botones dorados y sin máscara que ocultara su identidad y función.
—Por tu vida, será mejor que así sea —contestó Manin sin apenas mirarlo.
Los dos amantes entraron en la habitación del trampantojo, la sala que Arabella reservaba para aquellos invitados que buscaban intimidad. Un salón cercano a sus estancias privadas al que solo los elegidos por ella podían acceder para, sin saberlo, ser espiados. Una vez dentro, Antonella se abalanzó sobre Manin, que ya imploraba clemencia ante el voluptuoso escote de su amante. Ella sabía mover sus pechos y frotarlos en el rostro aprisionado de un Manin que gozaba con la asfixia. Mientras, en la habitación contigua, Arabella asistía a la ardiente escena, escondida tras los ojos de un enorme retrato de ella misma que colgaba de una de las paredes del salón. Antonella contoneaba sus caderas sobre Manin y los gemidos de este acompañaban los violentos movimientos. La muerte del pobre tullido había despertado sus apetitos carnales. La bailarina clavó sus uñas en el cuello del amante dominado para provocarle dolor. Pero este no quería que el juego cesara y los dos aullaban lascivos. Mantenían las bocas muy cerca, al punto del roce la una de la otra, pero sin llegar a besarse. Antonella comenzó a lamerle el rostro a Manin y este se estremeció.
—Eres mi diosa, mi endiablada diosa… ¡No pares!
Le siguió lamiendo, a sonrisa abierta de ganadora, mientras apretaba con fuerza su cuerpo contra el suyo. De pronto, cesó de arañarle el cuello y lo abofeteó.
—Esta noche has sido un niño maaalo, muuuuy malo… —Y con esa voz sensual y melosa agarraba con dureza el sexo de Paolo para estrujarlo sin compasión, provocándole un grito—. Si eres un poquito más maaaalo esta noche, tu ama te escarmentará como te mereces.
Manin se sentía cada vez más a gusto. Antonella, perversa y cruel, continuó lamiéndole la cara y agarrándole el sexo hasta hacerle convulsionarse de placer. Cuando se encontraba en la cima del éxtasis, la bailarina sesgó el momento con otra fuerte bofetada y se apartó.
—No seas cruel y termina lo que has comenzado.
Besó, implorando, los zapatos de su amada… suplicando clemencia. Antonella se colocó el escote, la máscara y apartó con brusquedad los zapatos de su boca.
—Mi pequeño diablo, no sabes cómo me gustan tus maldades, pero la noche acaba de comenzar.
Con una carcajada aguda y burlona, abandonó el salón y se fundió con el resto de invitados que ya ocupaban todos los rincones del palacio. En el fondo despreciaba a Paolo Manin, pero estar con él la hacía sentirse poderosa y más cerca de conseguir su propósito: la fama mundial. Manin salió tras ella sin posibilidad de alcanzarla, pues fue interceptado por nobles deseosos de departir con el hombre más temido y rico de Venecia.
—Signor Paolo, deseo presentarle a mi querida esposa, Giulia Toscarini…
Manin se consoló con desconocidos que le devolvieron el orgullo perdido y se unió a la fiesta en la que se esperaba con impaciente alegría la llegada de su primo, el dogo Ludovico Manin. El hombre que le había arrebatado el cargo.
—Maldita fulana… ¡Pagarás por haberme dejado así! —soltó entre dientes intentando bajar el calor de su cuerpo.
Arabella tapó el ojo tramposo disimulando una media sonrisa por lo que acababa de contemplar. Había intuido el poder de Antonella sobre Manin, pero no imaginaba que fuera tal. Sabía de la ambición de la bailarina, pero no era consciente de que llegara hasta tal punto. «La codicia desmedida es una fisura a través de la cual cualquier alma puede ser pervertida». Antonella Contarini, al igual que su amante, solo amaba una cosa: el poder.
—Signora, Felizzia Arosso ha llegado con las Foscas.
Arabella miró a Lina y, con su ayuda, se colocó la máscara elegida para la ocasión: una que iba unida a una diadema de perlas decorada con plumas de avestruz que le cubrían el arranque de su pelo rojizo, recogido en un moño trenzado desde los lados hasta coronarse en forma de gran flor. Cuatro sirvientas recolocaron con premura cada pliegue de su vestido azul celeste, ribeteado de sedas doradas y blancas y con un escote rectangular que dejaba relucir la gargantilla de piedras preciosas azules, a juego con los zapatos de tacón de seda.
—Vamos, Lina, ¡no hay que perderse el espectáculo!
Divertida, Arabella se asomó de nuevo a uno de los balcones de la planta noble para contemplar el desembarco de las Foscas.
***
Las cortesanas más deseadas de toda Venecia llegaban a Ca Massari como un ejército de espías dispuestas a no dejar escapar ni una frase digna de ser contada. Lo hicieron en una lujosa embarcación y escoltadas por una hilera de pretendientes que tocaban y cantaban canciones de amor a su paso. Las Foscas eran tan bellas que, a pesar de su nombre, relucían en la oscuridad de la noche, mucho más que las antorchas que señalaban el camino a Ca Massari a ambos lados del canal. El pueblo las saludaba con fervor a pesar de que eran la encarnación del pecado. Eran cortesanas consentidas, las únicas que podían pasear por la plaza de San Marcos. Venecia había sido un lugar donde las meretrices habían sido tratadas como reinas, gozando de gran poder y riqueza, pero el tiempo había erosionado su gloria y la Iglesia las había condenado. Sin embargo, las Foscas se habían salvado de las garras cristianas y podían campar a sus anchas en cualquier fiesta sin temer por sus vidas. Iban vestidas como marcaba la tradición. Simulaban que eran religiosas, cubriendo sus rostros con un velo negro de tul y sosteniendo en la mano una bauta blanca y negra que se quitaban intermitentemente dejando ver su rostro bajo el traslúcido tul.
—Mis Foscas, ¡listas para el ataque! Va a ser una noche larga, como las de antaño.
Felizzia, en calidad de mariscal de las Foscas, era la única que lucía un vestido rojo y blanco, completado con una gran peluca. Su cuerpo había perdido esplendor, pero conservaba la vitalidad de quien se aferra a los placeres carnales y a la fiesta con pasión. Saludó con su varita de plumas a Arabella y soltó una escandalosa risotada mostrando el elenco de Foscas elegido para la ocasión. Sabía que su amiga desaprobaba el sexo a cambio de favores y monedas, pero siempre le acababa demostrando lo útil que resultaba para la causa.
—Cum finis est licitus, etiam media sunt licita.[1]
Con esa frase, la única que conocía en latín, terminaba cualquier conversación sobre las artes amatorias como arma y protección de la mujer. En tiempos convulsos, el poder debía ser embriagado con placeres carnales. Felizzia Arosso se había convertido en la cortesana veneciana más poderosa, había coleccionado cientos de amantes y tenido a sus pies a reyes, sultanes, embajadores y nobles. Se había coronado como la prostituta más famosa de la República después de Verónica Franco, a la que adoraba, emulaba e idolatraba.
La vieja cortesana sabía que los buenos tiempos se habían acabado. Eran siervas del placer, del fornicio y de la perversión, pero era consciente de que el destino de la mayoría era la mendicidad. Condenadas a pasear solo los sábados, a resguardarse y sufrir ataques de cualquiera sin derecho a defenderse. Con los años, su desprotección había aumentado. Se encontraban recluidas; estaban obligadas a vivir en un único sestiere, el Rialto, sin distinción de rango ni fama. No eran bien vistas por los puritanos que cada vez llenaban más los canales. Solo para fiestas señaladas, como la de Ca Massari aquella noche, se permitía a las Foscas gozar de la misma libertad que al resto.
Felizzia deseaba más que ninguna otra mujer vivir en libertad perpetua y, por ello, desde hacía tiempo, se había unido a la hermandad y erigido protectora de toda prostituta que fuera apaleada o castigada injustamente.
—No seré yo quien juzgue lo que una mujer pueda o deba hacer con su cuerpo.
La llegada de las Foscas a Ca Massari provocó un redoble de tambores, y una fila de pretendientes enfervorizados se peleaban por acompañar a alguna hasta las puertas del palazzo.
Felizzia llegó decidida a desplegar, aunque fuera por esa noche, su irresistible poder sobre el sexo opuesto. Su sirviente, Angelo, le sostenía la cola del pesado vestido para que no tocara el agua. De pronto se detuvo en seco y le pidió sus anteojos al ver llegar por el canal lo que parecía una importante embarcación.
—¡Ya llega! Mi querido Ángelo, ¡ya llega!
Divisó a su protegida Lucrezia Viviani, la hija del viudo y acaudalado comerciante Giuseppe Viviani. El viejo mercader había sido durante años amante de Felizzia, pero desde hacía un tiempo se habían distanciado. Una meretriz no podía ser jamás la esposa de un aspirante a patricio. Giuseppe Viviani pronto pertenecería a los poderosos Manin y estar cerca de Felizzia representaba una deshonra.
—Prefiero esperar para ser la primera en darle la bienvenida. Muy a pesar de su padre, sigo siendo su madre adoptiva.
Felizzia necesitaba leer en los ojos de la joven que todo estaba en orden. Esa noche no era solo su gran presentación, sino la prueba de que era digna de pertenecer a las Hijas del Agua. Así lo había dispuesto Arabella y, al contrario del resto, Felizzia lo aprobaba.
Lucrezia estaba tan nerviosa que no podía controlar el temblor de su labio inferior. Della, tan dulce y complaciente para con su querida Lucrezia, le acarició la mano enfundada en un guante de seda verde.
—Creo que voy a desmayarme. Demasiados ojos pendientes de mí, Della.
La joven llevaba meses preparándose para la ocasión. Habría deseado otro prometido, pero su ambicioso padre la había obligado a aceptar al sobrino segundo del Dogo. Roberto, aunque conservaba la nariz aguileña de los Manin, se había convertido en un joven tan apuesto como presuntuoso. De cuerpo robusto, estatura media y mandíbula prominente, era el más atractivo de los Manin. Vanidoso y arrogante, siempre vestía con pulcritud y elegancia. Sabía que era guapo, rico y deseado, pero su corazón no estaba hecho para ser galán, sino villano. Sus profundos e inquietantes ojos de un azul oscuro, casi turbio, tenían la mirada gélida, demente y sin senti ...