La vuelta al mundo en una finísima loncha de chicharrón

  • Ferrán Adriá abre el debate sobre considerar patrimonio cultural a una taberna gaditana: la muy afamada Casa Manteca

  • Casa Manteca es hoy santo y seña para el visitante. No hay quien pise Cádiz y renuncie a probar sus tortillas de camarones

  • Pepe y Tomás Ruiz, nietos de Lorenzo e hijos de Pepe, regentan hoy el establecimiento

Si Taberna Casa Manteca merece ser protegida como patrimonio cultural de la ciudad de Cádiz, como ha propuesto Ferrán Adrià, el artífice de la revolución gastronómica española y celebridad de referencia, no es porque sus chicharrones sean excelentes, ni porque reciba a decenas de miles de personas cada año. En su interior no hay estanterías talladas con las maderas de caoba, ébano, cedro o guayacán que llegaban en barco a Cádiz desde los bosques de La Habana y Baracoa en el siglo XVI. Si el Manteca debe ser protegido es porque es una de las últimas gavetas donde se guarda la memoria de una ciudad que deja de existir cada día en un barrio, el de La Viña, tomado por los pisos turísticos y guiris que calzan chanclas con calcetines. Bienvenido sean los guiris, diría el padre de la casa, persona y personaje de referencia en la ciudad, José Ruiz Calderón, conocido como Pepe Manteca, el segundo apellido de su padre, y fallecido en marzo de 2021, con 86 años cumplidos y bien vividos.  

“A la Taberna Casa Manteca hay que nombrarla ya patrimonio cultural de Cádiz. No se puede tocar. Y si pasase de mano en mano, no dejéis que cambie”, pidió Adrià al alcalde de Cádiz, Bruno García, hace solo un mes en un acto público. 

Patrimonio cultural de Cádiz, dice Adriá. ¿Y por qué no Patrimonio de la Humanidad, entre lo material como la ciudad vieja de Damasco y la Casa Batlló y lo inmaterial como la fiesta de los patios de Córdoba, las tamboradas o los castells? Cuestión de estatutos y reglamentos. Al fin y al cabo, proteger a una taberna que recoge el sentir y el pulso popular es autoprotegerse y es, a la vez, proteger al mundo entero. Y una taberna son todas las tabernas. En cada ciudad hallará usted al menos un emblema de estas características, ese rompeolas donde rompe una ciudad entera en días de gozo y donde la misma ciudad se consuela cuando el alma se apena.

Novillero, mozo de hotel, vendedor de gallos de pelea, tabernero 

En realidad, es a Pepe Manteca a quien habría que haber protegido como patrimonio cultural y humano de la ciudad. En su historia cabe un océano: fue novillero con picador en más de cien plazas, debutó con el nombre y el carné de identidad de su padre porque aún no tenía la edad legal y se arrimaba al toro hasta que un novillo con mala idea le atravesó el muslo en Valdepeñas. Fue mozo de hotel en Alemania, trabajó en la descarga en los muelles, fue guarda de noche en el Matadero, vendía gallos de pelea —a 75 céntimos la pieza— en Miami y Puerto Rico en los años setenta, y cuajó en tabernero sencillo y con gracia gaditana de la de verdad —la que tiene un punto profundo, surrealista y malaje— , no esas gracietas impostadas de franquicia.

Amigo de flamencos como Camarón de la Isla, Rancapino, Pansequito o José Mercé, que se refugiaban en las discretas mesas del fondo del local en un tiempo en el que la discreción aún era posible en el hoy populoso local viñero. Pepe Manteca era un mundo y ese mundo era Cádiz, una ciudad que viaja de un lado al otro del Atlántico y amanece buscándose la vida desde que el primer fenicio arribó a sus aguas persiguiendo atunes. 

Los Adrià en la Viña 

Ferrán Adrià no conoce las mil historias de Pepe Manteca, pero captó perfectamente ese roce en la piel que se siente en la taberna, que ciertamente no sería lo que es sin el sello de Pepe, el desaparecido gran patrón de la casa del que fue primero ultramarinos con pequeña barra adosada y hoy ya pura taberna en la esquina de la calle Corralón de los Carros con San Félix. La taberna bien podría ser gemela de una de esas tiendas de abarrotes que encuentras en Ayacucho, San Juan, Montevideo, San José o La Habana. Abigarrada hasta agotar el oxígeno, estantes repletos de conservas y botellas coronando el techo, una barra curva que comunica el antiguo ultramarinos con la taberna original y unas paredes colmadas por cuadros, fotografías y recortes de prensa que mezclan con la perfecta geometría del azar el santoral laico de toreros en días de gloria, flamencos en sepia, una bufanda azul y amarilla del cádiz y la virgen del barrio bendiciendo un local bendecido ya por el cariño de los gaditanos. 

Ese corte de chicharrón… 

El padre de Pepe, Lorenzo Ruiz Manteca, un montañés que viajó desde Tesanilla, en el Valle del Pas, hasta Cádiz para trabajar como chicuco cuando tenía ocho años, fue quien años después montaría el negocio. Sin supermercados en cada esquina, Casa Manteca despachó legumbres al peso, pimentón en cuartillos, harina, aceitunas aliñadas, pan y café al peso molido en un molinillo que aún anda dando vueltas por el local, como se conservan los cajones de madera de los graneles. Hoy todo es taberna. Y enfrente, la familia ha crecido con un freidor del que sale en cartuchos de arte puro el pescao frito; y algo más hacia la plaza con un segundo local que sirve de aliviadero para el público que persigue la leyenda pero no encuentra hueco en la leyenda.

Ferrán Adrià, hace solo un par de meses, cuando se deslumbró en la barra mantequera, probó el mismo papelón que su hermano Albert tiempo atrás: unas finísimas lonchas de chicharrones de cerdo con su pizca de sal y sus gotas de limón, servidos en papel de estraza, que es la vajilla de lujo de las tabernas gaditanas. Tanto sedujo al pequeño de los Adrià el corte del producto de Sabores de Paterna que la vende en estuches bajo su marca gourmet y la comercializa como chicharrones “al estilo Casa Manteca, Cádiz”. 

Pepe y Tomás, tercera generación 

Pepe y Tomás Ruiz, los nietos de Lorenzo e hijos de Pepe, regentan hoy el establecimiento. “Para nosotros escuchar aquello en boca de Adriá fue muy importante emocionalmente. Ferrán y Albert tienen un romance con nosotros”, explican. La clave, dicen, “está en mantener el espíritu de lo que hizo mi padre. Incluso en el local nuevo podríamos haber hecho algo tipo restaurante, pero no: seguimos poniendo tapas a 2,50 en la mesa. Hay que ser fieles a lo que siempre hemos hecho”, añaden. 

Casa Manteca es hoy santo y seña para el visitante. No hay quien pise Cádiz y renuncie a probar sus tortillas de camarones. El debate sobre el turismo también alcanza a este lugar señero. “Nosotros no le ponemos puertas al campo. La gente dice mucho eso de que no se puede entrar, que hay mucho turista, y es verdad. Pero vamos a quedarnos con otro dato: hace siete años teníamos siete empleados y ahora tenemos 30 en pleno invierno”, añaden. Lejos quedan aquellos tiempos en los que Pepe Manteca padre quemó un bloc donde se sumaba una roncha de un incobrable millón de pesetas. 

Taberna de fusión social 

Uno de los hallazgos de Pepe Manteca fue convertir su esquina en un refugio interclasista en el que barajan bien los doctos profesores de la vecina universidad, los mariscaores de la Caleta que llegaban al local con el marisco en el canasto, los vecinos del barrio, el lotero de guardia, culturetas, artistas, carnavaleros de tres generaciones, cofrades recién salidos de un cabildo, turistas, albañiles y bohemios. Una taberna de fusión, pero en el mejor sentido. Es cierto que hoy el público foráneo ha tomado masivamente el establecimiento, pero ese dato solo viene a confirmar su éxito y su capacidad de referenciar el disfrute en la ciudad. 

En la barra quedan los últimos trazos borrosos de una cuenta anotada con tiza. En la memoria de la ciudad, una taberna que le representa. Y en el haber de la familia un telegrama muy especial fechado el día de la muerte de Pepe Manteca: “De sus majestades los Reyes. Hemos conocido con pesar la noticia del fallecimiento de Pepe, gran figura de la cultura y de la restauración gaditana y queremos trasladaros nuestro sincero pésame y nuestro apoyo ante esta triste pérdida. Con el mayor afecto, Felipe R. Letizia R.” 

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