Cómo han cambiado las uvas de Nochevieja en 50 años
¿Por qué tomamos doce uvas en Nochevieja? Su origen es difuso, pero lo hacemos cada año pese a terminar atragantados
Desde los años ochenta, nos hemos empeñado en modificar las uvas de la fortuna hasta convertirlas en otra cosa, en otro producto
Las uvas ya no son uvas: son un dulce entretenimiento con el que prolongamos una tradición que ha cambiado con los tiempos
La vinculación que mantenemos en este país con las uvas de Nochevieja es rara de narices. Primero: empujarse doce uvas en doce segundos solo tiene sentido con doce frutos pequeños (una garnacha, por ejemplo), pero no con doce bolas gordas verdes que, inevitablemente, atragantan. Más que diversión, es una ruleta rusa. Para continuar, el difuso origen de la tradición sobre el que existen diversas explicaciones, desde la costumbre aristocrática y de probable imitación afrancesada del siglo XXI, que luego los humildes empezaron a parodiar en la Puerta del Sol, hasta la falsa leyenda del excedente de uvas en Alicante en 1909. ¿En qué quedamos?
Pero lo que nos interesa aquí es cómo ha evolucionado el hábito de engullir doce pelotas verdes al ritmo de las campanadas del reloj durante los últimos cincuenta años, y qué dicen esos extraños cambios de nosotras y de nosotros. Cómo hemos pasado de abrazarnos con la boca atiborrada de pulpa, a escoger uvas sin piel, pepitas ni casi sabor que apenas caben entre los dedos.
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"Coma usted doce uvas en el cambio de año, al filo del nuevo tiempo que nace, y tendrá asegurada la felicidad en el año siguiente”. Gracias a ese eslogan mercantil de los agricultores del alicantino Valle del Vinalopó, la variedad Aledo se instauró como prioritaria en la Nochevieja. Una uva blanca que también se cultiva en Sudáfrica, y a la que se suma en estas fechas la uva Crimson, de Murcia. Otro enigma de los muchos que rodean este asunto: con los cientos de uvas que conviven en los campos de España, ¿no es raro que cada zona no haya promocionado sus propias variedades, como ha sucedido con tantos otros alimentos locales? Moscatel, montúa, palomino, eva… Misterio.
El siguiente enigma, sin embargo, es el realmente interesante. Desde los años ochenta, nos hemos empeñado en modificar las uvas de la fortuna hasta convertirlas en otra cosa, en otro producto. Podríamos, directamente, haberlas sustituido (por almendras, por trufas de chocolate, por gambas con mayonesa, por besos, yo que sé), pero no: hemos preferido ir desmochándolas, despellejándolas, desvirtuándolas, hasta separarlas de su condición de fruta y transformarlas en… golosinas: uvas con sabor a algodón de azúcar.
Lo curioso es que, detrás de esa mutación, amén de una demanda caprichosa, hemos desarrollado una potente I+D agrícola para atender a un cliente capaz de pagar con tal de que nada le moleste en la boca. Vamos pues a repasar cómo hemos chiflado haciendo de una costumbre secular, una insensatez navideña.
Años 90
Hasta los años noventa, bajabas al mercado, comprabas unos racimos y, entre las faenas del banquete de Nochevieja, alguien se encargaba de separar uvas de doce en doce y de colocarlas en cuencos o platos según el número de comensales que habrían de reunirse en torno al televisor para tragarlas conforme sonaran las campanadas (pobre Marisa Naranjo y su gambazo brutal de 1989, cuando confundió las campanadas con los cuartos y dejó al país con la boca abierta y la fortuna de cada mes arruinada).
Con la llegada de los noventa, se produjeron dos cambios importantes en el mercado, que aventuraron una transformación mayor. Existen 10.000 variedades de uvas en el mundo, pero la aledo disfruta de dos ventajas para encumbrarse al final de año: se recolecta en estas fechas y se embolsa para favorecer su maduración. Su piel gruesa resiste al invierno. Pero al embolsarse, además, se vuelve fina. Los agricultores empezaron a estudiar cómo volver todavía más liviana esa piel (y evitar así colapsos de tráquea). Además, empezaron también a comercializarla en paquetitos de plástico, con una docena de pelotitas, para ahorrar la tarea doméstica en la que, a menudo, alguien se equivocaba y dejaba a algún familiar con once o con trece frutos, y por tanto, con el año descuajeringado.
Años 2000
La piel fina y las uvas embolsadas triunfaron de inmediato. Una conservera murciana olfateó la pereza del personal y en 2001 lanzó las primeras latas de uvas peladas y sin pepitas. Ni piel fina ni leches. La piel se retira mediante un procedimiento mecánico, por fricción. ¿Y las pepitas? Fuera también. Se hibridan las plantas sin fertilización, en un proceso denominado partenocarpia. Y así nos queda una uva que… ¿es uva? ¿Es uva algo que ni tiene piel ni pepitas? ¿Es un perro un animal sin pelo ni dientes? Desde entonces, decenas de empresas comercializan este formato mutante: la mitad de los españoles despide el año y recibieron 2019 con uvas sin piel ni pepitas, embolsadas o enlatadas de doce en doce.
Años 2020
Las bolas de pulpa de las dos décadas anteriores, sin embargo, necesitan, en esta economía que exige constantes novedades, añadir atributos para que el cliente se mantenga excitado cuando sale a comprar hasta los productos más cotidianos. ”Frutos sin semillas, más crujientes, firmes y con un grado elevado de azúcar", dice uno de los catálogos profesionales consultados para este artículo. “Latas con los doce frutos pelados y libres de pepitas en almíbar”. Propone otro. “Uvitas para niños”, que recuerden a gominolas. Las uvas con sabor a algodón de azúcar están triunfando, constatan varios titulares de periódicos.
¿Qué une a todos esos ingenios? Pues el azúcar, amigas y amigos. Las uvas ya no son uvas: son un dulce entretenimiento con el que prolongamos una tradición que ha cambiado con los tiempos. Por el camino hemos ganado algo: evitar una traqueotomía por intentar zamparnos doce frutos de la vid demasiado deprisa, creyendo que semejante reto nos dará suerte si logramos respirar entre tanto. Pero quizá hemos perdido algo. Porque una uva que sabe a osito de fresa, ya no es que no sea una uva… es que está pidiendo a gritos que brindemos las campanadas con doce ositos directamente, de diferentes colores y sabores, dejando las uvas de verdad, la del campo, cultivadas como siempre, para el postre de Año Nuevo. Y así, de paso, duplicaremos la fortuna. La del industrial, la del agricultor y la nuestra.
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