Queso fundido, chorreante, caliente. Desbarrando de un sándwich, de una pizza, un jalapeño relleno, un flamenquín tuneado, un cachopo o un sanjacobo (que no es lo mismo, dios nos libre), de donde sea, queso que babea lenta, inquietantemente, aguardando que lo recojas con la lengua, tentándote a arder de placer. Vamos a hablar de un asunto tan lujurioso, tan marrano e íntimo como el sexo dominical de tresillo y calcetines, que mejor recurrir a un experto en gastronomía y neurología, a alguien tan respetable como Charles Spence, catedrático de Psicología Experimental de la Universidad de Oxford, antes de dejarnos llevar por el frenesí de las papilas.
En su estupendo libro 'Gastrofísica. La nueva ciencia de la comida', Spence nos pregunta: "¿Qué conseguimos si mostramos proteína en movimiento (por ejemplo, yema de huevo rezumando)? La respuesta es porno de yema. ¡Lo digo en serio! Hace poco me encontré con un ejemplo en una estación del metro de Londres. A lo largo de las escaleras mecánicas, todo lo que puede ver de reojo, pantalla tras pantalla de publicidad, era una porción humeante de lasaña que se alzaba lentamente de un plato rezumando queso derretido. Como todo especialista en márketing sabe muy bien, esas imágenes de 'proteína en movimiento' atraen mucho nuestra atención; nuestros ojos (o más bien nuestro cerebro) las encuentran casi irresistibles".
¿Cómo no van a ser irresistibles, madre mía? Algo rico que se derrite, la vida sabrosa que se precipita, la urgencia del lametón, el riesgo del pecado, el tánatos, el eros y maría santísima.
Piensa en un anuncio de pizza. ¿Qué recuerdas? Queso estirándose hasta el infinito, pidiendo a gritos que lo cortes con el dedo y lo chupes de inmediato. ¿Seguro que el secreto está en la masa, en serio? ¿Merece un sándwich mixto tal apellido si no ha pasado por la plancha hasta fundir por completo su mitad láctea? ¿Alguien concibe un bocadillo de béicon SIN queso, solo la parte del puerco, huérfana de la grasa amarilla? "Quesos asados en galletas o gratinados en la parrilla, hasta que se convierten en una delicia burbujeante y crujiente", describe Laura Rowe en 'Gusto. El gran libro de los alimentos', para ponernos más cachondos todavía.
Pero, seamos sinceros: el queso achicharrado no es queso. Es otra cosa. Es otro alimento, casi un vicio, un desenfreno. Al menos, si ha sido elaborado de forma natural. Ningún quesero artesano transforma la leche con mimo, paciencia y talento para que luego llegues tú con tu pachorra y calientes su trabajo en una sartén, microondas o parrilla hasta deformar los aromas, sabores y texturas originales en algo chorreante y chabacano y, vaya, puñeteramente riquísimo. En grasa caliente bailando en la boca. En 'porno de queso'.
Tampoco ningún enólogo acuna un vino para que le añadas cocacola o gaseosa. Pero si te gusta apañar viandas, darle una segunda vida inventada por ti a productos excelsos o infames, porque tu masa gris necesita de vez en cuando alegrías insensatas, porque necesita velocidad suicida sin salir de casa, pues acelera, qué leches.
Además, la ciencia te respalda: "Una proteína en movimiento es, precisamente, la clase de estímulo energético que nuestro cerebro ha evolucionado para detectar, seguir y concentrar la vista en él", insiste Spence. Marcas comerciales como Marks&Spence nos conocen tanto que han aumentado hasta un 3.500% las ventas de algunos de sus productos donde salían quesos o chocolates fundiéndose como en una industria siderúrgica.
Es curioso, porque en el infinito planeta de los quesos existen innumerables versiones de los denominados "quesos de pasta blanda", es decir, aquellos en cuyo proceso se deja que, durante la coagulación de la leche, el agua se escurra de forma natural, sin prensarlos. Quedan pastas blandas pero no, obviamente, fundidas. Se mueven, pero no están calientes, el segundo atributo que requiere el o la amante del queso babeante y cálido. Un ejemplo: te puede encantar la torta del casar, el gorgonzola o el brie, pero cuando te quedas a solas… te cascas unas tostadas de sobrasada con miel, y con cualquiera de los quesos anteriores coronando, pero gratinados en el horno. ¿Has arruinado el queso? ¿Te sabe a gloria? A mí me encantan muchos vinos baratos con gaseosa.
La comida es felicidad, y cada uno la encuentra como le da la gana (siempre que respete la de los demás, claro). Además, hasta los cánones son cuestionables. Piensa en la milenaria mozzarella, de pasta hilada con leche de búfala. No se creó para fundirla en las pizzas, pero desde hace un siglo y pico su producción masiva atiende a tal uso. Hasta el punto de que como queso para uso en fresco, lo ha sustituido la burrata, tan de moda ahora como 'genuino' queso fresco en ensaladas, queso del día, conservado en suero... Igual que la mozzarella original. ¿Cuánto tardará en generalizarse la pizza o el sandwich de burrata? Lo que aguanten nuestras ansias de socarrarla (o lo que dure el hartazgo de que te cobren cuatro veces más por un producto en el que, muchas veces, cuesta diferenciar la calidad, que es otra historia).
El queso fundido, al menos en España, nos gusta como barbarie, juego infantil, risa, pecado, rebelión, fiesta y transgresión. Porque somos así. De lo contrario, aquella moda de la fondue de los años ochenta y noventa hubiera cuajado, en lugar de acabar en lo alto de los armarios y alacenas, para después pasar a los rastrillos de barrio. Como las raclettes de los insensatos que se pretendieron más modernos todavía. No, nuestra cultura no atiende a esos artefactos. Solo queremos quemarnos la boca, mancharnos los dedos y decir con la boca llena que qué rico está ese queso que no sabemos ni de qué está hecho.
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