Crítica de Dolor y Gloria de Almodóvar: Un autoregalo de un Pedro desnudo y un Banderas sublime
Insiste en puntualizar que no es auto-ficción. Pero lo cierto es que ‘Dolor y Gloria’ es más Pedro que nunca y menos Almodóvar que siempre. La cinta narra las apatías de un cineasta que se ha perdido entre el paso de los años, martirizado por achaques, retumbado por su insistente memoria, como un sistemático y árido vaivén cognitivo, molesto, melancólico, anhelado. Antonio Banderas está sublime.
Es interpretación sin actuación, sentimiento sin ficción, dolor sin melodrama. A lo largo de sus 108 minutos el director consigue traspasar la pantalla provocándonos preguntas. ¿Qué será cierto, qué será inventado? Juega al despiste secuencia tras secuencia, y tampoco parece importarle mucho lo que piense de él la gente.
Dicen que dejar por escrito las pesadillas sirve para no volver a revivirlas. Quizás sea precisamente esta película su propia angustia narrada, a fin de no toparse con esa versión de sí mismo tan anticuada, triste, apaciguada, y al borde de aquella perdición que manchaba en los ’80 el aire denso de Madrid. Incapaz de dirigir. Incapaz de vivir. El peor delirio de un adicto al arte. Rueda entre los estados del alma, huye de su propia desgracia, ahonda en su salvaje añoranza.
En su primer plano Banderas está sumergido en el agua, le vemos ahí abajo, sentado, plasmado,
con los ojos cerrados. Una larga cicatriz recorre su tórax. La vida y la muerte, de la mano, en solemne apnea. El pueblo vuelve a ser lugar común. Mucho de cierto hay en sus secuencias. Al parecer su propia madre le reprochó que usara esas realidades entre sus ficciones. Que a las vecinas no les gusta, que tampoco son tan catetas. Y sin embargo, y en el film lo dice, es su manera de honrarlas. Sin esas mujeres Pedro no sería Almodóvar. Y cuánto hay de cierto en eso. Penélope Cruz interpreta a su madre. La que limpia la ropa en el río, la que tuvo que mudarse a una cueva, la que hace todo por un hijo que en cierto modo ni tan siquiera comprende. De esta manera Almodóvar se rodea de su entorno más familiar para moldear la cinta más personal. Sus actores estrella, su nueva cantante favorita (Rosalía), la música de su infancia (Mina, Chavela Vargas) y hasta su propia casa. Los cuadros, el sofá, los libros… -fíjense en los libros, que también actúan- todos son realmente suyos.
Y así, Almodóvar se desnuda tras el telón de una pantalla, mostrándonos sus miedos, sus pasiones, sus reproches, sus emociones. Salvador no es exactamente su alter ego. Es sí mismo versionado. Su miedo escenificado. Termina la película con otro guiño al espectador. Se abre el plano. Vemos la pértiga, quien la sujeta, el set entero. Y Salvador Mallo tras una pantalla sentado, dirigiendo ‘El primer Deseo’.
Cine dentro del cine. Realidad dentro de la verdad. No acudan a las salas a la espera de un ‘Tacones Lejanos’, no busquen ‘Volver’, no ansíen ‘La piel que habito’. Esta cinta se la ha regalado a sí mismo. Solo él, y nadie más que él, podrá entenderla al 100%. Solo sus entrañas sabrán tragar cada gota rebosante de verdad. Nos ha querido hacer ignorantes y partícipes, cómplices, chivatos. Pero bueno, a estas alturas, tras tanto cine que nos ha regalado, este film, un tanto prestado, se lo debe permitir. Es su propio dolor y gloria, aunque produzca más dolor, que para el público, gloria.