Al hablar de las capacidades de cada persona para afrontar ciertas situaciones, nunca se debe generalizar, pero es cierto que hay patrones de conducta que son muy habituales y tienden a repetirse. Es el caso del comportamiento que tienen los niños y los adultos a la hora de resolver los problemas: cada persona es un mundo, y unas gestionan los conflictos mejor que otras, pero hay una tendencia clara.
Cuando los niños son pequeños, la mayoría de las veces no son conscientes de los problemas que surgen a su alrededor. Tienen otra concepción de las situaciones y también, a menudo, los adultos intentan evitar exponerlos a ciertos problemas con el objetivo de ahorrarles un disgusto. Pero, ¿están haciendo bien? Se habla mucho de los padres helicóptero, que están constantemente alerta para mantener a sus hijos lejos de peligros, creando una sobreprotección que en la mayoría de ocasiones es perjudicial para el desarrollo del pequeño.
Lo ideal es acompañar a los niños en el proceso de resolución de conflictos con el objetivo de enseñarles a tomar sus propias decisiones para que, en el futuro, sepan desenvolverse antes este tipo de situaciones adversas.
La frustración y la decepción son las causas más habituales por las que un niño suele llorar: porque se le ha caído al suelo su gominola favorita, se le ha pinchado el globo que tanto le ha costado que le comprasen o porque ha perdido en el colegio su boli preferido. Pero es muy fácil hacerles felices cuando les das algo que les gusta o que les apasiona, los niños dejan de llorar y olvidan automáticamente por qué lo hacían.
Esto es casi un don, pero es muy interesante que desde pequeños entiendan qué situaciones son conflictivas, cómo pueden afrontarlas, que las analicen y formen parte de la toma de decisiones para darles una posible solución sin que los problemas supongan una experiencia traumática. ¡Esta implicación puede hacerse de una forma divertida!