Hacen la vida de los humanos más fácil pero, cuando cumplen con su función, perjudican al medio ambiente. Son los denominados RAEE, es decir, los Residuos de Aparatos Eléctricos y Electrónicos y están aumentando. En concreto, la Agencia Europea del Medio Ambiente calcula que su volumen crece tres veces más rápido que otras formas de desperdicios que en su mayoría, no se reciclan.
Según la Agencia de Protección Ambiental estadounidense, en el año 2012 tan solo se reciclaban el 29.02% de los residuos electrónicos. Una cifra que eleva el Programa de las Naciones Unidas por el Medio Ambiente. Desde este organismo señalaban en el año 2014 que el 90% de esta basura era desechada de manera ilegal.
Este tipo de productos contienen sustancias y materiales químicos peligrosos tanto para la salud pública como para el medio ambiente. Entre las más habituales se encuentran elementos como el cadmio, el óxido de plata, el cobre, la plata, el plomo, el mercurio, el níquel o el antimonio, entre otros muchos. Componentes que perjudican de manera especial al ecosistema.
Las cifras a nivel mundial son escalofriantes. Al año se generan más de 40 millones de toneladas de residuos electrónicos en todo el mundo. Esto equivaldría a que se tiraran 800 portátiles cada segundo. Y no para de aumentar. Según los expertos se estima que en el año 2030 haya más de mil millones de toneladas.
A la cabeza se sitúan los teléfonos móviles y los ordenadores, los cuales son los aparatos eléctricos que los humanos cambiamos con más asiduidad. En concreto, desde el año 2007, se han producido más de 7,1 billones de smartphones en todo el mundo, que en algún momento terminarán en la basura.
Por países, en el año 2016 Australia y Nueva Zelanda fueron los que más desechos electrónicos crearon, con 17,3 kilos por persona. Por su parte, Estados Unidos generó 11,6 kilos por habitante, de los que se reciclaron tan solo el 17%. Un porcentaje parecido al de Asia (15%). El resto de desechos tuvieron un paradero común: el sureste asiático y África subsahariana.
Lugares como África, China o India se han convertido en los basureros electrónicos del resto del mundo. En concreto, se estima que hasta el 75% de todos los residuos electrónicos desaparecen del circuito oficial y llegan ilegalmente a estos lugares. Este es el caso del mercado de chatarra de Agbogbloshie, en Ghana, tal y como denunció en el año 2008 la organización Greenpeace en su informe Envenenando la pobreza, residuos electrónicos en Ghana.
A pesar que la Unión Europea dispone de leyes que prohíben la exportación de residuos peligrosos, entre ellos los electrónicos, gran parte de esta basura es exportada fuera de su frontera encubierta como bienes de segunda mano o con la excusa de “reducir la brecha electrónica”. En concreto, la Comisión Europea estima que entre el 25% y el 75% de la mencionada mercancía de segunda mano está destrozada y, por tanto, no puede ser reutilizada. En otros países, como Estados Unidos, ni siquiera existe normativa al respecto.
En España, una investigación realizada por la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) revelaba que el 75% de los residuos que se entregan en puntos de recogida no se reciclan. Esto ocurre a pesar de que parte del precio que los compradores pagan por los aparatos va destinado a ello.
Estas sustancias terminan en vertederos como el de Agbogbloshie, en donde jóvenes y adolescentes se juegan su vida diariamente. Según denuncia Greenpeace, los menores de edad desmontan la chatarra para hacerse con el aluminio y el cobre sin ser conscientes de la peligrosidad de los elementos que manejan.
Con una dimensión de 11 campos de fútbol, un estudio de la ONU certificó en el año 2014 que en el lugar la concentración de plomo supera mil veces el nivel máximo de tolerancia. Un vertedero que las autoridades del país han intentado clausurar desde el año 2015 en numerosas ocasiones sin éxito. En parte, por la ausencia de leyes que regulen la entrada de basura en el lugar.
Ordenadores, móviles, neveras, televisores… la vida útil de los productos se reduce cada vez más y en la actualidad, apenas duran unos años. La obsolescencia programada obliga a los ciudadanos a entrar en un ciclo de consumo –y de desperdicio- sin fin debido a que los fabricantes les ponen intencionadamente fecha de caducidad. A esto hay que unir los nuevos modelos o las actualizaciones que nos invitan a consumir reiteradamente, sin ser conscientes que lo que tiramos terminará en la otra parte del planeta.