Juan Izuzkiza (Bergara, Guipúzcoa, 1968) es profesor de Filosofía de un instituto público de Eibar (Guipúzcoa) además de profesor asociado en la UNED. Su libro 'Borregos que ladran' (Editorial De Conatus) aborda sin tapujos e ironía los problemas del sistema educativo actual Una de sus mayores criticas es que se mantenga en los institutos a aquellos alumnos que no quieren estar en él a cualquier precio. "Están ahí todos aparcados y hay una música de fondo de matemáticas, historia, filosofía y a esa música de fondo se acercan algunos motu proprio, que son los que van sacando buenas notas, pero no se les atiende", dice. Su máxima, asegura, es empezar a hacer ver a los alumnos que es un privilegio estar estudiando y premiar a los que sí lo hacen.
Pregunta. ¿Quiénes son los borregos que ladran?
Respuesta. Con este título quiero identificar un desorden que afecta a muchas patas de esta mesa de la educación. Somos borregos que ladramos los profesores, son borregos que ladran los alumnos, son borregos que ladran la Administración y los padres. Te pongo un ejemplo de lo que me ha sucedido esta semana. El libro empieza con dos citas que me pasó el profesor de Latín que no sé si son tronchantes, pero sí lamentables. Se preguntaba en un examen sobre Rómulo y Remo y una alumna contestó: "Luego fundan Roma y alguien mató a alguien". Ayer conocí a la autora de esta gran cita. Se había enterado que salía en el libro, pero lejos de estar avergonzada, estaba absolutamente orgullosa de que apareciera nombrada en un libro. Hace dos semanas fui yo, en cambio, el borrego que ladra. Una alumna que había estado el primer trimestre en Irlanda, se ha pasado todo el segundo trimestre escribiendo, escribiendo y escribiendo, sin que yo consiguiera que me mirase a los ojos. Un día entré un poco enfadado en clase porque había tenido un día malo y ya dije: "Hasta aquí". Le monté una bronca terrorífica porque yo creía que estaba haciendo otras cosas cuando escribía porque no le interesaba la Filosofía. Y ella me miró 'asustadica', la pobre, y me dijo: "Estoy cogiendo apuntes". Y es que yo he perdido la costumbre de que los alumnos cuando estoy dando clase cojan apuntes. Entonces, echo broncas justo a la que está trabajando bien.
P. Y ¿quiénes son los borregos en la Administración?
R. Los que disfrazan con bonitas palabras e idealizan lo que está sucediendo, ocultando el conflicto que se está dando actualmente. No es muy diferente al que se daba cuando yo era estudiante, que éramos muy gamberros y nos aburríamos mucho. Pero es que ahora se ha dulcificado absolutamente todo y no hay forma de que nadie sepa cuando alguien tiene que estar fuera del sistema. Porque todos permanecen en él. El sistema ya ha dejado de ser la red que dice quién pasa y quién no.
P. ¿Cree, entonces, que hay alumnos que están en el sistema educativo y que no deberían estar?
R. La Administración escoge palabras que son fantásticas, tipo calidad, inclusión, atención a la diversidad… Si yo me quedo con esta última, es verdad que se ha hecho una atención a la diversidad a lo bestia. Se ha atendido la diversidad de quien no quiere estudiar. Hemos situado a todos en ese nivel, el de vamos a permanecer muchas horas y años juntos y luego ya se irán repartiendo los títulos como se pueda. Están ahí todos aparcados y hay una música de fondo de matemáticas, historia, filosofía... y a esa música de fondo se acercan algunos por motu propio, que son los que van sacando buenas notas, pero no se les atiende. Esa atención para la diversidad para quien sí quiere bailar la música si se pone, no se hace.
P. Y esto, ¿qué consecuencias tiene?
R. Conlleva un desapasionamiento por parte de los profesores también. A veces, tenemos hasta dificultades para que abran el libro. Vamos a leer algo con toda la emoción y siempre hay alguno que dice que no se lo ha traído, que se lo han robado, que no lo tiene, que pasa de abrirlo… vivir eso año tras año suele erosionar mucho. Y si ya el profesor se desapasiona, no hay mucho que hacer. Conviene empezar a hacer ver a los alumnos que es un privilegio estar estudiando y a premiar a los que sí ven que es un privilegio hacerlo. Y al resto, les seguiremos esperando con el sistema educativo tal cual está.
P. ¿Qué se puede hacer entonces con este alumnado que no quiere estar en el sistema?
R. Precisamente, ya tenemos el sistema preparado para ellos. Eso ya existe, es lo que estamos haciendo ahora, mantenerlos. Tenemos que respetar la vida complicada de alumnos que no están mirando a la escuela. Y tenemos que acogerlos. Los institutos actualmente no son tanto centros de enseñanza como de acogida. No nos tenemos que preguntar tanto qué tenemos que hacer con los que no quieren estudiar, porque esos ya están. Ya los tenemos ahora. Intentaremos dar clase, probablemente, no nos harán ningún caso y tal vez con los años vuelvan a intentar sacarse el bachillerato o lo que sea.
P. ¿Se le queda grande a la escuela este problema?
R. Yo creo que la escuela no puede con esto. No es un asunto de la escuela. La escuela es un reflejo de lo que está sucediendo en la sociedad en general. Hemos perdido la noción de estar agradecidos a lo que sí tenemos. De la misma forma que no miramos a los alumnos en tanto a lo que son sino en tanto a lo que pueden llegar a ser y con esto último nos angustiamos mucho. Les decimos que no van a poder estudiar ciertas cosas porque no les va a dar la nota y les angustiamos un montón, en vez de mirar lo que sí son. Muchas veces vienen de familias en las que, curiosamente, van a encontrar abuelos que estaban muy agradecidos si podían estudiar.
P. Pero si los institutos no acogen a los alumnos que no quieren estudiar, ¿qué se hace con ellos?
R. Los seguiría teniendo donde están pero si sacaría de ahí a quien sí quiere estudiar. Merecen otros centros, que pueden ser más pequeños, donde se enseñe, donde el conocimiento sí vertebre el día a día. Tienen que ver entre todos que se premian ciertas actitudes. Es un poco conductista, y un poco triste. Como si estuviésemos con delfines que si pasan por el aro, les vamos a dar la sardinita. Pero es que creo que estamos en esa situación. Hay, además, cuestiones colaterales que no se están trabajando bien. Por ejemplo, habría que cuidar la belleza en los institutos públicos, que son feísimos. Porque ahí estamos mandando un mensaje patético. ¿En un sitio feo cómo vamos a hacer cosas bonitas? Desde el cuidado primero de esa belleza, tal vez haya gente que se empiece a sentir un poco más a gusto.
P. Dice en su libro que es un tópico eso de que las escuelas pueden salvar el mundo y, por ende, al alumnado.
R. Ayer, por ejemplo, recibí un mensaje para que nuestro departamento rellenase ya el plan de lectura. El plan de lectura consiste en coger una tabla de Excel y poner: "En tercero de la ESO leerán tres párrafos de no sé qué" y ya hemos cumplido el plan, lo que me parece una desfachatez. ¿Realmente la escuela puede hacer algo con los bajos índices de lectura que hay en España? Cuando no se lee fuera, ¿podemos nosotros revertir eso? A mí me parece una incoherencia. Creo que hay que empezar desde otras latitudes para que se impregne la lectura en la educación. A la escuela le queda una pequeña cosa. Y es que cada profesor transmita su pasión por lo que sabe. Que tenga fe en eso que está enseñando. Aunque la fe, a veces, se convierte en todo lo contrario, es lo único que puede seguir funcionando.
P. ¿Imposible entonces reconectar a esos alumnos perdidos con el sistema educativo?
R. Primero hay que hacerles ver cuáles son las reglas del juego. Por una razón muy sencilla. Un juego sin reglas deja de ser un juego y empieza a ser algo muy loco. Nos hemos adaptado tanto al alumno, olvidando la parte del conocimiento, que el alumno se sabe alguien perseguido y hasta casi seducido. Se aplatana, se calma, se queda tranquilo y piensa: "Yo me caigo, pero me levantáis cada dos por tres". Ha perdido el gusto de lograr cosas porque tampoco tiene muy claro qué cosas hay que lograr para él decir que ha tenido éxito.
P. ¿Nos hemos olvidado del esfuerzo, entonces?
R. Como decía Najat el Hachmi, la última premio Nadal, "si a los pobres se nos quita la cultura del esfuerzo, se nos ha quitado todo". El esfuerzo, en tanto que estamos en dinámicas de seducción, brilla por su ausencia. Es un mensaje perverso porque les decimos: "Todo vale con tal de que seas tú". Hasta que de repente llega la Selectividad y les decimos: "No, no vale casi nadie". Y, entonces, ellos se angustian y se preguntan: "Pero, entonces, ¿qué tengo que hacer? ¿Cuáles son las reglas del juego?". Y esas reglas del juego están muy diluidas. Y eso en nuestra época no pasaba. Cuando yo era joven y estudiaba, hace 25 años, si realmente no funcionábamos se nos mandaba a otros lugares. Hoy es muy difícil convencer a las familias para que la gente no esté a ser posible en bachillerato, por más que no quieran los alumnos. Y luego se da otra paradoja terrorífica. Yo me suelo desesperar mucho con alumnos que no hacen absolutamente nada. Y les digo: "Te vas a pegar un trompazo, espabila un poco, por favor". Y me contestan: "Tranquilo, Juan, que no pasa nada". Y suelen tener razón, suelen acabar aprobando.
P. A lo mejor el sistema educativo no está bien planteado y habría que pensar en otra forma de engancharles...
R. El gran asunto está en cómo conseguimos hacer ver en la sociedad que adquirir conocimiento vale mucho para la propia felicidad. A la escuela le queda muy grande el proyecto. Yo propongo estrategias pequeñitas, como hacer centros pequeños, donde la atención pueda ser más cuidadosa y que ciertas barbaridades sean impensables. Es importante también hacerles ver a los chavales de qué familias luchadoras proceden. Pero de la noche a la mañana no hay solución. Y algo básico, para lo que no tengo solución, es que tienen que leer, leer y leer. Y eso no sé cómo se hace.
P. El éxito de un alumno depende mucho de su estrato sociocultural, de la implicación de sus familias, y eso, entiendo, que no es fácil de darle solución.
R. El 97% de las veces que mis hijos me piden ayuda para un trabajo para la escuela estoy dispuesto a ayudarles. ¿Sucede eso en algunas familias que lo están pasando un poquito peor? No pueden atender a sus hijos. Un artículo de 'El País' hablaba el otro día de una escuela en Holanda de una zona residencial en la que su director decía que no había habido problemas con el confinamiento. Cada alumno tenía su habitación propia con su ordenador para poder estudiar. Y allí no había habido una merma en los resultados. Y, en cambio, en un instituto de Formación Profesional de un barrio obrero donde había mucha inmigración sí que los resultados habían empeorado con el confinamiento. ¿El problema está en que tengan ordenador o no o en que ya de base se parte de una desventaja? En ciertas ocasiones hay que saber ver que no es una cuestión de vaguería del alumno sino que realmente están atenazados por problemas económicos y que no pueden atender a mi explicación sobre el mito de la caverna. ¡Bastante caverna tienen en casa! Por eso, esos alumnos necesitan estar en el instituto. Pero lo que no podemos pretender es que encima estudien. Se dan milagros. Hoy mismo me voy a reunir con una alumna con una vida complicadísima que logró salir adelante, no sé con qué fuerzas, pero eso no es lo habitual. Tenemos que aceptar que hay gente que no está en la escuela salvo por el cuerpo que lo lleva. Pero entonces vamos a atender a otros que tienen más suerte.
P. ¿Están saliendo perjudicados aquellos alumnos que sí quieren estudiar?
R. Efectivamente. El propósito es que no salga perjudicado nadie pero el propósito en un caso es distinto al otro. En uno, la acogida es la enseñanza. Y en el otro, la enseñanza es la que acoge. Ser alguien que estudia, que se emociona con Aristóteles, con los logaritmos, eso me da acogida en tanto en cuanto estoy rodeado de personas que se emocionan con lo mismo. En la otra parte, lo que hacemos es acoger directamente.
P. Salen entonces perdiendo los que quieren estar...
R. Sí, porque se les deja motu proprio. Tienen que hacer lo que ellos crean que tienen que hacer porque ellos deciden hacerlo o porque sus padres, probablemente, tengan estudios superiores y estén mucho más concienciados y vigilantes para que sus hijos por los menos hagan lo mismo. Parece que está todo determinado. Pero el que quiere estudiar, parece que no se le atiende, no se le alimenta. Muchas veces hay que estudiar, estudiar y estudiar hasta que salta la liebre y surge la pasión. Pero hemos dado la vuelta al sistema y primero creemos que está el interés y es un error. Primero hay que estudiar, que los intereses se encienden. Ese esfuerzo por transmitir conocimiento está anclado porque estamos esperando continuamente a que aquel que viene de cuerpo presente nos mire.
P. ¿Ayuda que los temarios sean inabarcables?
R. Los temarios son muy locos, una auténtica mentira. Un año di Antropología, que era una optativa, y ni en la carrera di yo todo eso. Los programas no tienen ningún sentido. Son un faro que nos dicen por dónde tenemos que ir. Sobre todo, en asignaturas humanísticas, las que encierran toda la ambigüedad del ser humano. Las instrumentales probablemente sí que tengan que seguir un programa donde se sube escalón a escalón y no puedes abandonar ninguno porque si no estás perdido. Pero en asignaturas que están relacionadas con la estética, con la ética, no puedes seguir los programas como si fueran ciencias exactas, subiendo escalones eternos para alcanzar la montaña del Everest que no tiene ningún sentido. Nos podemos quedar en el primer escalón y disfrutar de él. Y es suficiente.