Dave Evans y Peter Troop recorren cada tarde el puente sobre río Humber. Se pasan cuatro horas caminándolo de una punta a otra sin parar, con un chaleco reflectante y una radio. Es el segundo puente suspendido más largo del mundo. Tiene una extensión de dos kilómetros y medio y suelen tardar una hora y cuarto u hora y media en ir y volver porque hablan con todo aquel con el que se cruzan. Miran todo el rato alrededor. La vista es maravillosa porque es la desembocadura del río en el mar, pero ellos no miran el paisaje, sino las personas que transitan por el puente. Algunas pasean al perro, otras hacen ejercicio, otras simplemente quieren estar solas. Integran una patrulla de voluntarios de la organización benéfica ‘Bearded Fishermen’ (pescadores barbudos), que se dedica a prevenir suicidios. Están intentando detectar a personas que quieran tirarse por el puente. Este es uno de los puntos más delicados del país, donde más suicidios se producen.
El puente sobre del río Humber se encuentra cerca de Hull, en el condado de Lincolnshire, en el noreste de Inglaterra. No permiten sacar imágenes para no atraer a este lugar a otras personas que se quieran suicidar. Tiene cuarenta metros de altura. “El impacto es mortal al caer porque caes a una velocidad de sesenta kilómetros por hora —dice Dave— y las corrientes son muy fuertes porque está en el estuario del río”. Cuenta Peter que tienen por norma decir “hola” a todo el mundo. “Es la palabra más importante que puedes decir a alguien especialmente cuando está bajo de ánimo, porque cuando dices ‘hola’ rompes esa pequeña barrera”, asegura.
“Les preguntamos si están bien, y si dicen que sí, les preguntamos otra vez, ¿seguro que estás bien?, porque entonces es cuando dicen bueno, no —explica Peter—. Es muy importante preguntar dos veces, y nos interesamos en ellos y hablamos, pero no sobre sus problemas necesariamente, les preguntamos si se quieren suicidar, a veces dicen que sí, y hablamos hasta que conseguimos su confianza y los invitamos a nuestro centro a tomar un té y seguimos charlando, a veces estamos hasta dos o tres horas hablando, lo que haga falta”, dice Peter. Y en los siguientes días los siguen llamando.
Los pescadores barbudos tienen un pequeño centro al pie del puente, además de su oficina central, que está en Gainsborough. “Dos, tres o cuatro veces por semana encontramos a alguien que quiere saltar, aunque no hay ninguna pauta. En los últimos cuatro meses, hemos parado a veinte personas en el momento en que iban a saltar. Y hemos ayudado a otras cien conversando con ellas en nuestro centro, aquí en el puente”, dice.
Dave y Peter no tienen barba ni son pescadores. Los pescadores barbudos se llaman así porque sus fundadores, Rick Roberts y Mick Leyland, tiene barba y les gusta pescar, pero de ellos hablaremos más adelante. Peter es un hombre de mediana edad, alto y corpulento, de mirada bondadosa, voz profunda y radiofónica. Él y Dave están perfectamente compenetrados. Saben cómo hablar con las personas que quieren acabar con su vida porque ellos han estado allí, en el otro lado, en el precipicio. Y a ellos también les ayudaron pescadores barbudos. Peter ha intentado quitarse la vida tres veces, las tres con pastillas. “Yo he estado en el mismo sitio oscuro que ellos —dice—. Y esto tranquiliza a las personas con pensamientos suicidas cuando se lo cuento”.
Dave también intentó matarse cuando su mujer le dejó, pero en su caso no fue con pastillas. “Me hundí, me fui al garaje y me colgué. Mi mujer y mi hijo entraron y me bajaron y llamaron a una ambulancia —explica—. Yo no quería que nadie me salvara en ese momento, no quería vivir. Mi hermana había sido asesinada y mi hermano se ahorcó después de beberse una botella de whisky. Yo no bebí antes de ahorcarme”. Empezó a colaborar con los pescadores barbudos en mayo de 2020. “Conocí a Peter, que ya era voluntario y me pidió que fuera”, dice.
Dave trabaja de cerrajero, de carpintero, de cualquier trabajo manual, como dice él. A las cuatro y media de la tarde, después de trabajar todo el día, se dirige a la oficina central lleno de ilusión y se convierte en un pescador barbudo hasta las diez de la noche. “Este trabajo es una pasión para mi”, confiesa. Ha descubierto una parte de él que desconocía: “que puedo escuchar a personas con problemas y empatizar con ellas sin que se me lleven las emociones y puedo conseguir que se sientan mejor”. ¿Qué te dirías a ti mismo si te encontraras a punto de colgarte? “Me diría que la vida es muy larga. He cambiado completamente mi vida. Mi madre perdió a dos hijos, si me hubiera perdido a mí también, la habría matado, ahora estamos muy unidos”.
La oficina central, en Gainsborough, es una habitación enorme con una veintena de teléfonos y ventanas que dan a un aparcamiento de coches. En la pared hay unos dibujos de niños, diplomas de cursos de formación de sus voluntarios y una foto de Daniel Craig de una película de James Bond que les envió el propio actor con una dedicatoria cuando se enteró de la organización y les hizo una donación de cinco mil libras.
Debe de haber diez o doce voluntarios a esta hora de la tarde, entre ellos Rick Roberts y Mick Leyland. Hay muy buen ambiente. Bromean constantemente. Utilizan un humor más bien negro y macabro para aliviar tensión. Son como una pequeña familia. Los teléfonos no paran de sonar. No dejan que suenen más de dos veces. Cuando descuelgan el teléfono dedican toda la atención a la persona al otro lado de la línea. Saben de la importancia de las palabras y, sobre todo, del poder de escuchar.
En una salita contigua, separada por una cristalera insonorizada, hay un estudio de radio. Dentro, suena el ‘Mr Brighside’ (Señor Optimista), de The Killers. Tras los mandos, un joven de no más de veinte años, delgado, con gafas, el DJ. Se llama Dylan Brame y es un estudiante universitario de Psicología y Terapia. Sufrió de depresión y ansiedad cuando tenía dieciséis años y consiguió salir con el apoyo de los pescadores barbudos. También ayuda en el ‘call centre’. “No hablo mucho por la radio porque todavía no tengo la confianza suficiente, pero, cada vez más hablo entre canciones de futbol y de música”. Es fan del Liverpool y de los Post Malone. Pone música de los noventa y de los dos mil, canciones alegres, como el Mr Brightside que ha sonado hace un rato. “La radio es muy importante porque nos permite comunicarnos con los oyentes y hablar de problemas y situaciones mentales con los que se identifican”, explica Mick, que tiene un ‘talk show’.
Rick Roberts y Mick Leyland fundaron los pescadores barbudos en octubre de 2019. Primero como un grupo de apoyo que se reunía todos los martes para tomar un café. Pero empezaron a recibir llamadas y más llamadas de gente que pedía ayuda y decidieron ir puerta a puerta para cerciorarse de que las personas que llamaban estaban bien. Pusieron a diez voluntarios para atender las llamadas a través de sus móviles. Luego llegó el covid y se multiplicaron las llamadas de gente en apuros mentales.
“Con el covid han incrementado los suicidios porque el aislamiento afecta la mente, cuando la gente ve los cuatro muros y no puede hablar con nadie, empieza a hablar consigo misma —cuenta Dave—. A veces un poco de conversación te hace creer que hay alguien allá afuera y esto es suficiente, a veces una simple conversación es suficiente, aunque sea por teléfono”.
Ya cuentan con cuarenta voluntarios trabajando las veinticuatro horas todos los días, respondiendo llamadas y patrullando calles, puentes, bosques, todos los rincones de condado. Se anuncian en redes sociales, en pubs y en tiendas. Hacen correr la voz cada vez que van a un sitio. Cada vez más gente los conoce y los reconoce y se acerca a ellos cuando los ven con los chalecos reflectantes para pedirles ayuda. Además de la emisora de radio, están a punto de abrir un canal de televisión. Tienen línea directa con la policía y los servicios de emergencia porque éstos saben de la eficacia de su trabajo, aunque son una oenegé independiente que sobrevive gracias a las donaciones de particulares, como la de Daniel Craig, y éste es el principal quebradero de cabeza para Mick y para Rick.
Mick nos muestra el mapa gigante del condado de Lincolnshire desplegado en la pared . En el mapa hay clavados unos alfileres rojos que son los puntos con mayor concentración de suicidios. No hay apenas datos oficiales de suicidios. Toda la información la sacan de los cuatro centros forenses del condado, que les envían informes periódicos. Los puntos más delicados son los puentes sobre los ríos Humber y Trent, algunos bosques, un aparcamiento de difícil acceso que da a la vía del tren y un pueblo que prefieren no nombrar en el norte de Scunhorpe donde ha habido cinco suicidios y otro joven ha intentado matarse estrellándose con su coche contra un muro.
En los últimos seis meses se han quitado la vida doscientas ochenta personas en el condado, aunque solo tienen los datos de uno de los cuatro forenses. “La media en el Reino Unido está subiendo”, dice Rick, aunque no hay cifras oficiales. Los principales motivos son la pérdida de trabajo, el confinamiento y la muerte de familiares. Calculan que, en estos últimos seis meses, han evitado que se quitaran la vida entre ochenta y noventa y cinco personas justo en el momento en que iban a hacerlo. Disponen de dos números de teléfono gratuitos para llamar. Reciben quinientas llamadas de media cada mes de gente que necesita ayuda. La mayoría son hombres de veintisiete a cuarenta y siete años, aunque los hay de noventa años y un niño de ocho que se colgó en el garaje y su tío lo encontró a tiempo. Y cada vez hay más mujeres y más adolescentes. “Ha habido unos cuantos suicidios en Lincoln”, cuenta Rick, que ha organizado una patrulla nocturna para ir por la tarde con Dylan a Lincoln, que está a treinta kilómetros.
Mick y Rick desprenden sinceridad y calma. Es como si nada fuera irremediable para ellos. Mick Leyland tiene cincuenta años, lleva una barba larguísima a lo ZZ Top y una camiseta gastada de los Iron Maiden a los que ha visto en directo en múltiples ocasiones, incluyendo un Monsters of Rock de los Ochenta. Se ha intentado suicidar tres veces. La primera a los dieciocho. “Fui abusado sexualmente desde los siete años por un amigo de la familia y la cosa fue escalando hasta culparme a mí mismo. Mi familia no lo supo hasta que intenté matarme y estaba en la unidad mental. Entonces salió todo”. Estuvo tres semanas ingresado y solo una vez habló con un psiquiatra. “Solo hablamos media hora. Lo único que me dijo fue tómate estas pastillas y cuando llegues a casa contacta con tu médico. Esa fue la única ayuda —dice—. En los años setenta y ochenta los problemas mentales eran tabú. Todo lo que me dijeron mis familiares fue compórtate como un hombre y tira para adelante”.
Todavía hoy tiene pesadillas, sufre de ansiedad y depresión y toma pastillas. Está casado y tiene dos hijos de veinte y veintidós años. Toda la vida ha trabajado como camionero y albañil. Su válvula de escape es pescar. “Empecé a pescar hace siete años, necesitaba alguna actividad para poder escaparme. La pesca me permitía estar un día en medio de la naturaleza, sin la influencia de nadie. Al principio iba solo, pero allí conocí a Rick y ahora siempre voy con él”.
“Pasé muchos años sin decir nada a nadie, ese fue mi problema. Poder hablar con alguien te ayuda, es liberador. Siempre nos apoyamos entre nosotros y apoyamos a los otros —dice Mick—. Cada vez estamos más aislados. Cuando era un niño todos mis vecinos me conocían. Ahora no sé quiénes son mis vecinos porque no los veo, no existe la comunidad. No es un problema local, sino que pasa en todas partes porque cada vez hay más gente que se muda a otros sitios”. Sorprende la forma tan natural como habla de sus traumas, aunque dice que hay cosas que se llevará a la tumba.
“Yo intenté quitarme la vida dos veces”, explica Rick Roberts. La segunda fue hace ocho años cuando enfermó y se quedó sin trabajo. Trabajaba en el almacén de un supermercado por las noches y empezó a sufrir desmayos. Le detectaron una arteria bloqueada en la cabeza y se quedó sin trabajo y acabó en la calle. Después le diagnosticaron síndrome de Ehlers-Danlos, un trastorno hereditario que se caracteriza por tener las articulaciones laxas y la piel hiperelástica. Rick padece un dolor constante en las articulaciones y tiene problemas para andar. Se le juntó todo y acabó viviendo en un hospicio de la organización cristiana YMCA. Un día se tomó un frasco de pastillas. Pero sus compañeros de hospicio lo sospecharon y consiguieron la llave de su habitación y pudieron entrar a tiempo. En su recuperación fue clave Emilia, su actual esposa. Se ha casado tres veces y tiene siete hijos. “Con la ayuda de mi familia y amigos pude salir. Por esto hacemos lo que hacemos, no todo el mundo tiene la ayuda que yo tuve”, reconoce. Su esposa también es voluntaria.
Rick solía ir a pescar de niño con su padre cuando vivían en el campo. Ahora va con Mick. “Hablamos de cosas que no contamos a nadie, como si yo fuera su terapeuta y él el mío. Hablamos de un montón de cosas, y lo hacemos mientras pescamos y con un poco de suerte pescamos algún pez mientras hablamos —bromea, y explica que a veces pescan carpas, lucios, besugos o bagres—. Antes íbamos cada jueves, todo el mundo lo sabía, a veces dormíamos al aire libre, en tiendas, pero ahora vamos cuando podemos porque tenemos mucho trabajo con la organización”.
“En el lago no hay ruido, no se oye nada, solo los árboles, el sonido de los pájaros, nada, paz, y te permite sentarte y reflexionar sobre tu vida y tu trabajo. Tu trabajo es mañana. No te olvidas de tu familia, pero no están allí. Y te encuentras con colegas en el mismo estado mental que el tuyo”, cuenta Rick.
Llegan a las 7 de la mañana al lago donde siempre van. Suele haber una docena de pescadores distribuidos por su extensa orilla. Más o menos se conocen entre todos. “Muchas veces no sabes los nombres, pero los conoces a todos, y unos días los ves y otras no”, explica Rick. Reconocen los vehículos, las furgonetas, las características físicas. Había un hombre a quien llamaban ‘Matey boy’ (algo así como ‘chico afable’) porque era muy buena persona. “Lo habíamos visto por allí durante los últimos seis meses, no cada semana, pero iba volviendo, hablábamos un poco, cómo te va, has pescado algo, cuánto llevas, este tipo de conversaciones”, dice
El tipo que se encarga del lago se llama John y conoce a todos los pescadores. Se pasa por allí cada día entre las once de la mañana y las tres de la tarde y va hablando con todos ellos, uno a uno, para cobrar. Le preguntan por la mejor zona para pescar y él les dice ves a ese sitio o a ese otro. Todo el mundo conoce a John y John conoce a todo el mundo. Hacía tiempo que Rick y Mick no veían a ‘Matey Boy’ y un día le preguntaron a John por él. John les dijo que se había suicidado. Se quedaron petrificados. Unos minutos más tarde decidieron crear los Pescadores Barbudos como un grupo de ayuda para mantener, al menos una vez por semana, el contacto con todos.