El trastorno de personalidad afecta a un 2% de la población adulta, representa el 10% de los pacientes ambulatorios y son el 20% de los que son tratados en unidades de hospitalización psiquiátrica. Suele ser más diagnosticado entre mujeres que hombres. Hablamos de una manera de pensar que provoca sufrimiento en la propia persona y también en los familiares y allegados. Sus consecuencias van desde depresiones, ansiedades, bulimias (entre el 30 y el 40% de las personas con este tipo de trastornos presenta problemas alimentarios, se preocupa en exceso por su imagen y controla su peso), en algunas ocasiones anorexia, inestabilidad emocional, impulsividad extrema, dependencias emocionales, inestabilidad, vacío existencial... Un grupo de expertos liderado por Álvaro Frías han elaborado una guía para familiares y allegados para intentar convivir de la manera más correcta con este tipo de conductas editado por Desclèe de Brouwer.
Un 40% de las enfermedades de trastorno de la personalidad se debe a causas genéticas. Pero los factores ambientales y un rasgo de altísima sensibilidad emocional también resultan claves. Los traumas infantiles como los intrafamiliares, los abusos emocionales o sexuales se esconden tras los casos más graves. La sobreprotección por parte de los padres o familia en personas vulnerables, la inseguridad personal y una alta emocionabilidad se pueden convertir en el terreno abonado para que se puedan producir este tipo de trastornos.
Los casos de bullying y cualquier tipo de abusos se convierten también es espitas para el desarrollo de las mismas. Muchas personas se preguntan cómo es posible que unos padres no reaccionen a los abusos de otras parejas con sus hijos. En muchos casos se produce un bloque de lealtades y en ese caso se puede producir una negación del problema. Más aún cuando una madre sufrió palizas de niña y ahora ve cómo su pareja hace lo mismo con su hijo. En ocasiones esto provoca un efecto paralizante. Las personas con escasa capacidad para afrontar los golpes de la vida, que desconfían de los demás y temen la crítica suelen tener también más posibilidades de sufrirlas.
En el peor de los casos estas enfermedades provocan tentativas de suicidio que en ocasiones acaban en tragedia. Y hablamos de una reacción ante las circunstancias de la vida que no entiende de edad. La Organización Mundial de la Salud estima que 62.000 adolescentes se suicidaron en 2016. Una red familiar socioafectiva fuerte y un control por parte de expertos médicos suelen ser las claves para este extremo no se produzca. Pero no resulta nada fácil, el desgaste emocional en la convivencia con este tipo de enfermos es muy fuerte. Estos son algunos de los consejos que pueden ser útiles para convivir con personas con este tipo de trastorno:
Sentirse culpable no es lo mismo que serlo. Es frecuente que entre las familias y padres se repita la frase "cómo no lo vi venir, si hubiera hecho las cosas de otro modo...", pero es un error. La culpa no ayuda. La responsabilidad última de las decisiones de la persona se deben a ella misma. Y eso hay que grabárselo a fuego. La persona con trastorno de personalidad manipula, aunque sea inconscientemente, y las personas queridas deben saber que una de sus funciones es fomentar su rol adulto. No es malo decir eso de "yo no estaré aquí toda la vida, empieza a decidir por ti mismo/a". Si nos equivocamos alguna vez con el enfermo el remedio es pedir perdón, con serenidad pero sin fustigarse.
Se da la circunstancia de que hay parejas y familias que llevan el control de la medicación y siempre están alerta con ello. Es un error. El enfermo es el que debe asumir esa responsabilidad aunque estemos pendientes. Es frecuente que se abuse de los ansiolíticos en algunos picos. Pero salvo que el terapeuta indique lo contrario, es el enfermo el que debe llevar el control de sus medicinas. Es su responsabilidad.
Los pacientes con este tipo de enfermedad tienen miedo a la intimidad, a hablar de ellos mismos. En ocasiones la autosuficiencia y el convencimiento de no tener problemas provocan que no quieran seguir una terapia. Sentirse juzgado, no ver avances inmediatos , la presencia de picos de depresión pueden hacer pensar que no merece la pena, pero no es así. Este tipo de situaciones son normales. La terapia es vital.
"Soy incapaz de sentir nada, es como si todo me diera igual", son frases comunes que destacan las personas que viven un trastorno de personalidad límite. Los problemas gastrointestinales, cefaleas, psoriasis, dolor generalizado, contracturas constantes son efectos secundarios. Estos son algunos de los síntomas que marcan este tipo de enfermedades, así como el miedo con fobias específicas, trastornos de ansiedad generalizada, estrés postraumático.
Este tipo de personas también presentan irritabilidad cuando las cosas no salen como ellas quieren ya que la impotencia y la rigidez mental son parte de su personalidad. Pensarás en ocasiones que convives con una persona que parece enfadada con el mundo. En estos casos tan bueno es cuidarse a uno mismo como cuidar a la persona enferma. Al principio le invadirá una pequeña angustia, pero debe aprender a superarla, porque la independencia del enfermo es lo que se busca. Y hay familiares que necesitan su tiempo para no quemarse. Pero antes de dar ese paso hay que hablar con el paciente, dejándole claro que esa distancia necesaria va a ser temporal y reversible para que tampoco se sienta abandonado y solo. Ese tiempo no quiere decir que se pierda la comunicación con el paciente.
El familiar no puede convertirse en el docente de una persona que tenga este tipo de trastornos, ni tampoco 'tragar' todo lo necesario para que la otra persona sea feliz. Es contraproducente. Se ha de permitir a uno mismo, aunque cueste, observar en vez de actuar. Esa frase de "es que no puede solo/a" es tan recurrente como poco productiva. Sobreproteger al familiar es hacerlo dependiente. La forma de hablar y los gestos se convierten en herramientas para lograr que avance.
Frases como "yo de ti haría", "te aconsejo" han de dejar paso a "el primer paso lo has de dar tú, yo te ayudaré", "sé que sufres pero debes intentar mejor la situación por ti mismo". Tan importante como esto es potenciar los avances del enfermo para dejar claro que lo está logrando y no dar nunca voces ni perder la calma. El tacto es fundamental, así como agarrar las dos manos del paciente y mirarle a los ojos. En ocasiones puede resultar complejo, pero funciona. Las persona que cuida también tiene enfados o iras contraproducentes. En este caso se debe hablar de forma enérgica y seca, pero no con frases como "es que eres, nunca cambiarás, otra vez, para variar, ya estás...".
Ser cuidador o madre no convierte a la persona en un saco de boxeo. Mejor será decir: "A mí no me hables así aunque te encuentres mal, tu enfermedad no te da derecho a portarte así conmigo, no puedes hablarme en ese tono". No se debe pedir perdón por estar enfadados en determinado momento.
La persona que cuida al enfermo no puede convertirse en un esclavo emocional. Por eso el enfermo debe saber que esa persona está ahí para ayudarle, dar apoyo, pero no puede convertirse en la persona en la que se descargan problemas con otros miembros de la familia, obligar a que uno esté disponible en cualquier momento y bajo cualquier condición ni ser el receptor de todos los vómitos emocionales del enfermo. Es básico poner límites para evitar dependencias lesivas. Porque hay casos en que la familia y pareja del enfermo también necesita la ayuda de un profesional, mirarse al espejo y preguntarse cómo está porque corre el riesgo de no hablar tampoco él de otra cosa que de la enfermedad y sus efectos.
Las personas con trastorno de personalidad límite suelen llegar a provocarse autolesiones no suicidas. En ocasiones son provocadas para movilizar al entorno, reducir el dolor psíquico, o castigarse por su realidad. Los suicidios consumados, según los estudios, se dan entre un 5% y un 10% de las personas con trastornos de personalidad. En estos casos tan complejos el experto médico es vital, así como evitar dos conductas que son tan humanas como indeseables en estos casos: el hipermoralismo y el hipercriticismo. No se puede transmitir la sensación de que estas personas son una carga para la familia en estos momentos ni darles la sensación de que nos hacen sufrir. En estos casos la serenidad es la mejor medicina. Abrazar y llorar desconsoladamente es lo que nos pide el cuerpo, pero no es lo más útil. Sí se debe decir a la persona que se la quiere independientemente de lo que haga, que se confía en ella, que los daños de los sucedido los está sufriendo ella y de que los altibajos son frecuentes y no hay que rendirse.
Si una persona con este tipo de enfermedad entra en su cuarto para relajarse o descargar su ira verbalmente hay que seguir la rutina normal. El enfermo saldrá de la cueva. Si este emplea el silencio o el aislamiento como forma de protesta no hay que ir detrás. Cuando vuelva frases como si algo te agobia me lo puedes decir desde la serenidad, si algo te pone triste dímelo, pero no de forma agresiva, si hay algo que te preocupe cuéntamelo... Si rogamos que nos vuelvan a hablar o pedimos perdón en estos momentos daremos pasos atrás.
Suelen ir asociadas a momentos de estrés, y pueden durar entre dos y tres horas. En estos casos hay que mostrar cercanía, pero no invasión; ayuda, pero no sobreprotección, y el gesto facial no debe demostrar desesperación ni miedo. No podemos transmitir ansiedad y que la persona que sufre el ataque esté más preocupada por nosotros que por él. Si el ataque se da en público habrá que retirar a la persona de entre la gente. Los ambientes cerrados y con altas temperaturas son malos aliados en estos casos. Son mejores, si es factible, los sitios abiertos y tranquilos. Si no es factible es mejor que esté sentado que tumbado intentando controlar la respiración. No hay que agobiarle con palabras sino ayudarle a respirar con la mirada fija en el familiar. Las crisis pueden ceder en 40 o 50 minutos. Un ansiolítico puede resultar necesario.
Eso de estar tumbado en la cama con las persianas bajadas, no comer, abandonar la higiene y las tareas domésticas básicas suelen ser rasgos de un pico depresivo. Pero la familia debe poner las normas necesarias para que el plan del enfermo no se lleve a cabo. Habrá que dar un paso cada día para demostrar al paciente que puede hacerlo, pero si este se niega en redondo, el resto debe seguir con sus rutinas.
Hay varios consejos que los expertos consideran imprescindibles en trastornos alimentarios. Eliminar las básculas, que el paciente no cocine ni haga la compra, eliminar los pestillos de los baños, no dar dinero, no ponerse a dieta para acompañar, poner unos horarios de comida, el paciente no puede comer solo, eliminar cualquier producto laxante y diurético de la casa. Estos son conceptos básicos pero cada caso es un mundo. Los expertos tampoco recomiendan forzar a comer al paciente, no dar la sensación de hipervigilante, no hacer ningún comentario sobre su físico, no poner candados en neveras, ni preguntar a amigos sobre hábitos. A veces, estar en exceso encima es perjudicial. Y evitar esa frase típica de "hazlo por nosotros".
Nadie tiene el perfecto manual, pero ante este tipo de trastornos el paciente debe ser escuchado, reprobado con serenidad, alabado con claridad pero no de forma gratuita, y alentado en el esfuerzo y el realismo. Lo contrario es que en ocasiones la víctima se convierte en el verdugo del que ayuda. Y eso a la larga, aunque digamos eso de "pobrecito/a con lo que sufre" es un problema futuro para todos.