Luis era uno de esos críos que quería ser bombero. Le costó unos años sacar la oposición del Ayuntamiento de Guadalajara pero ni una sola vez pensó en darse por vencido, la vocación la llevaba tatuada. Dice que, si se puede, siempre hay que dar un poquito más y por eso hace su trabajo y cuando termina el turno, sin cambiarse de uniforme, se convierte en voluntario de Cruz Roja. Según él, nada vale más que lo intangible de “un gracias” y sostiene que cuando todo esto pase, echará la vista atrás, convencido de que ha hecho todo lo que estaba en su mano. Lo hace, además, preocupado por los de casa, obsesionado como tantos que trabajan por no llevar el virus a la familia, que, en su caso, incluye una madre y una hermana asmáticas que le esperan cada día en Torrejón del Rey. Gran parte de la plantilla de los bomberos de Guadalajara hacen la misma tarea que Luis, placer y deber a partes iguales. Los voluntarios de Cruz Roja de Guadalajara que se baten el cobre estos días están encantados con este equipo extra de uniformados que se dejan la piel recogiendo mascarillas o desinfectando sillas de ruedas; que en ocasiones han pertenecido a personas que han perdido la vida estos días de coronavirus. Carmina ingresó pocas horas después de que falleciera su madre y la pena se la llevó al hospital, un dolor confinado del que aún no se ha recuperado. La escucha activa de los voluntarios de Cruz Roja o de los bomberos con vocación de cariño contribuye a paliar el desconsuelo.