Hace un año que Teresa sabe que se muere, que su cáncer es incurable. Carcinoma mamario metastásico en estadio IV. Ese es su último diagnóstico. Tiempo medio de supervivencia, entre 5 y 10 años, según aguante su cuerpo y le vaya la medicación.
El día que lo escuchó por primera vez no quiso creerlo del todo. Prefirió quedarse con el otro mensaje de su oncólogo, el que abría un pequeño resquicio a la esperanza. "De todas formas vamos a hacer una resonancia para constatarlo", dijo. No podía ser, pensaba Teresa. Hacía un mes y medio que le habían dicho que su carcinoma de mama, el Her2 negativo, tenía un 85% de curación. Estaba animada, había empezado la quimio, pero al tener un ganglio afectado, el especialista recomendó hacer un PET TAC por si le había alcanzado otras partes del cuerpo. "Y sí. Se me había ido a las vértebras, la cadera y las costillas".
El resultado de la resonancia confirmó el dictamen. "Fue mi hermana a recogerlo. Entró en casa llorando. No fueron necesarias las palabras. Nos abrazamos y lloramos juntas. En ese momento supe que me moría. El peor instante de mi vida". Se le rompe la voz a Teresa cuando lo recuerda. "De repente me vi al otro lado, en el del 15% que no logra sobrevivir".
Teresa empezó a atar cabos. Meses atrás le había dolido una costilla y las vértebras. No le dio importancia. Lo achacó a las cirugías de columna a las que se había sometido en el pasado. Fue al médico porque se notó el pezón hundido. Tenía las revisiones ginecológicas al día. Dio igual. "El cáncer cabrón llega cuando menos te lo esperas".
Cuenta Teresa que en un año ha pasado por todas las fases del duelo: la negación, la ira, la depresión y algo parecido a la aceptación. "Porque esto no lo aceptas nunca, solo aprendes a vivir con ello", reconoce.
Etapas que han ido a la par de las fases de su enfermedad. "El inicio del tratamiento fue muy duro, vómitos, diarreas, lo que te cuenta todo el mundo de la quimio, pues eso. El cáncer no es un lazo rosa. Es algo terrible que te cambia la vida de un día para otro", añade. "En el segundo ciclo de quimio estuve a punto de irme por una sepsis, un stafilococo se coló en el port-a-cath, que es el aparato que te ponen enganchado a la vena subclavia para administrarte la quimio, y me provocó una infección gravísima. Si se mete un germen por ahí va por toda la sangre", relata.
Tras superar este bache Teresa volvió a los ciclos de la quimio inicial, a los fármacos para la metástasis en los huesos y comenzó la conocida como 'quimio roja'. "Con ella llegaron las llagas, los vómitos y las diarreas de vuelta, la pérdida de pelo, de pestañas, de cejas..."
En la Navidad de 2022 se sometió a una mastectomía doble. "Me quitaron el pecho enfermo y también el sano, por profilaxis" detalla. "La verdad es que de todo lo que he pasado es lo que menos me ha costado llevar. Antes tenía mucho pecho, ahora nada. Qué más da. El pecho es solo pecho, como el pelo que se cae es solo pelo. Lo importante es estar aquí", recalca. "Viva".
Aunque el dolor le ha hecho dudar más de una vez de que merezca la pena seguir. Tras la mastectomía regresó, amenazante y paralizante. "Un dolor indescriptible, un sufrimiento extremo", concreta. "Sentía cómo el cáncer se comía mis huesos". "Me he pasado febrero y marzo deseando morirme, pensando que si lo que me esperaba era eso, para qué luchar".
Pero la fe en la medicina la ha mantenido firme y por fin, en abril, empezó a ver algo de luz. "Radioterapia, infiltraciones en la columna, prueba-error con distintos opioides... hasta que los médicos han dado con el cóctel de fármacos que le quita los dolores. "El tapentadol es el opioide que mejor me va. Empecé tomando 100 miligramos cada 12 horas y ya he bajado a 25 miligramos dos veces al día".
La vida sin dolor es mejor vida y eso ha tenido un efecto en el estado de ánimo de Teresa. "Un buen día me dije, si vivo constantemente enfadada con el mundo, lo que me quede, sean dos, cinco o nueve años - en el mejor de los casos -, no lo voy a disfrutar. Así que he cambiado el chip, he decidido ser disfrutona. Salir, quedar con mis amigos ahora que ni los dolores ni el ánimo me frenan, quiero apuntarme a pilates, volver a nadar. Hacer lo que me gusta: leer, pasear con mis perros, sonreír, bromear, cocinar dulces, cantar copla, bailar, aunque lo haga como un cuñado en una boda", comenta divertida.
"Vivir una vida medianamente normal. Con la espada de Damocles sobre mi cabeza, sabiendo que en cualquier momento la medicación falla y aquí se acaba. Pero también con esperanza, agarrada a la posibilidad de que en el tiempo que me quede la investigación pueda avanzar y se encuentre algo que me alargue la vida o me la salve", dice con emoción.
"Intento alejar de mi cabeza la idea de la muerte, porque pensar en ello te consume y no estoy como para desaprovechar ni un segundo".
Reconoce Teresa que le afecta más el dolor de los demás que el suyo propio. "Lo que más me preocupa es que mi madre me sobreviva. Tiene 92 años y sería su puntilla. Ella no sabe que mi cáncer es incurable. Para qué añadirle sufrimiento".
"Solo pido seguir como estoy y el día en que mi calidad de vida sea deplorable y no haya solución ni un plan B, irme de este mundo con dignidad, igual que he vivido". Es firme defensora de la eutanasia y aunque sabe que nadie puede estar completamente preparado para su muerte, ella pretende dejarlo todo atado. "Quiero firmar un testamento vital y ponerme en contacto con la asociación Morir Dignamente. El sufrimiento extremo me da mucho miedo. Ya sé lo que es el dolor. Y eso no es vida, ni para mí, ni para la gente que me rodea", concluye. "Ahora solo quiero vivir, pero cuando llegue el momento, solo deseo que me dejen ir".