Con solo tres años y medio, Ignacio Gómez pasó tres semanas ingresado en aislamiento y 40 años después sufre agarrotamiento en todas sus articulaciones, lesiones cervicales y lumbares, dolores de cabeza frecuentes y afectación en el hígado, entre otras secuelas. Es uno de los 20.000 supervivientes del síndrome del aceite tóxico de colza que piden "reconocimiento" y que no se olvide su tragedia. Este 1 de mayo se cumplen cuatro décadas del primer fallecimiento por síndrome del aceite tóxico: Jaime Vaquero, de solo 8 años, vecino de la localidad madrileña de Torrejón de Ardoz.
Según los datos de la Plataforma de Víctimas del Aceite Tóxico Seguimos Viviendo, desde entonces han fallecido en España cerca de 5.000 personas afectadas por esta estafa e intoxicación masivas. Las 20.000 que sobreviven con el síndrome comparten un catálogo de secuelas que van de la sequedad de las mucosas a los calambres y dolores constantes, del agarrotamiento muscular a la afectación cutánea. “Todos los afectados del síndrome tóxico hemos tenido nuestros traumas, cada uno con sus circunstancias, cada uno tenemos una historia”, cuenta Nacho a Efe.
De la suya, conserva la imagen de sus padres detrás de un cristal, cuando compartía con su hermana aislamiento en el hospital. “Y luego ya, lo que más recuerdo es ir muchas veces al médico”, dice. Juana Soria llegó a pesar 32 kilos. “Ibas perdiendo peso, perdías el pelo y la vida perdías”, cuenta. Dice que le “partieron la vida” cuando solo tenía 26 años: “Tenía muchísimos dolores, me sentaba en la cama despacito, como un viejecito, no me podía poner ni la sábana, porque el roce me hacía un daño horroroso; sigo teniendo muchos dolores, donde me preguntes, me duele”. “Hay tantos dramas como familias y personas, dramas desconocidos para la sociedad, que no se han querido contar en la historia de este país, pero que deben ser contados, porque el sufrimiento ha sido muy grande y lo que se esconde no se repara”, señala a Efe Carmen Cortés, portavoz de la plataforma.
A las secuelas físicas se suman las mentales, fruto de una vida llena de limitaciones, del desentendimiento que en estos años han percibido de las administraciones y de los traumas vividos. “Muchas víctimas fuimos estigmatizadas por vecinos, en el colegio, y muchos fueron incluso expulsados de sus pueblos por la Guardia Civil para que no contagiaran”, señala Cortés. Susana Martín fue una de esas víctimas expulsadas del colegio ante la creencia extendida de que la enfermedad tenía un origen infeccioso.
“Yo tenía 13 años y estas fueron mis consecuencias, de algo que yo no había provocado, por alguien que se lucró y nos mató a 25.000 personas”, dice. “Y no ha importado a nadie, como no había internet, hemos sido una lacra que no quieren recordar”, añade Susana. El padre de Juana falleció a causa de las secuelas pulmonares del síndrome del aceite tóxico. También el de Susana, “encadenando una botella de oxígeno tras otra”.
Según los datos que maneja la plataforma, procedentes del Instituto Nacional de la Seguridad Social, en 2018 solo 1.300 afectados percibían una ayuda domiciliaria, y 1.800 una ayuda económica complementaria. Sienten, además, que se les ha tratado “como si los culpables de esta tragedia sanitaria hubieran sido las propias víctimas por haber consumido ese veneno barato”.
“Las víctimas necesitamos reconocimiento, comprensión y que no se nos olvide”, señala Nacho. Ese olvido se traduce, dice, en el desconocimiento que de su síndrome tienen muchos médicos, por lo que reivindican una unidad de tratamiento especializada y la inclusión del síndrome del aceite tóxico en los planes de estudio de la carrera de Medicina. “Por encima de todo, lo que queremos es que la sociedad conozca nuestra realidad y que el Gobierno por fin nos dé el sitio que nos corresponde de dignidad y como víctimas de este Estado que nos ha olvidado y abandonado”, dice Carmen.
En marzo de 1987 se celebró el primer juicio contra 38 aceiteros, procesados por la Audiencia Nacional, que condenó a 13 de ellos a penas de entre seis y veinte años de cárcel.
El Tribunal Supremo decidió aumentar, hasta en cincuenta años, las penas impuestas a los principales responsables del envenenamiento y aumentó la cuantía de las indemnizaciones, que quedaron establecidas en torno a los 540.000 millones de pesetas (3.253.012 euros), y condenó al Estado a pagarlas en su totalidad como responsable civil subsidiario.