Quedas con una chica que has conocido a través de Tinder, vais de cañas y acabáis en su casa. Al día siguiente tus amigos te preguntan y tú, sin pelos en la lengua, respondes “pues me la follé”. Cuatro palabras que parecen no tener importancia, pero que reflejan una creencia muy arraigada en nuestra sociedad: que el sexo es unilateral.
El concepto de responsabilidad afectiva ha surgido en los últimos meses evidenciando que en las relaciones es tan importante proteger nuestra salud mental, como evitar dañar la de los demás. Da igual que sea una persona a la que acabas de conocer o tu pareja de años, todos los vínculos que elaboramos con otra persona implican atención, respeto y cuidados. Esto es extrapolable al sexo.
En la cama hay muchas preferencias y todas son igual de válidas siempre y cuando estén consensuadas. El problema surge cuando, con el pretexto de que ‘no es algo serio’, actuamos de forma despectiva o ignoramos por completo el placer de la otra persona.
“El otro día me hicieron la cobra mientras lo hacíamos porque según él era solo sexo, nada de besos”, confiesa Elena, de 23 años, dejando claro que en el momento se quedó sin palabras y que “hay formas de decir las cosas sin hacer sentir a la otra persona como una mierda. Ni que por un beso me fuera a enamorar”.
Su testimonio no es el único, y es que son muchos los jóvenes que se han topado con este tipo de experiencias en sus relaciones sexuales esporádicas. Malas contestaciones, falta de empatía o auténticos desplantes que les han hecho renegar del sexo con desconocidos. “Me acuerdo mi primera vez con mi novio del instituto. Me pidió que le hiciese sexo oral para que se le pusiese dura, lo hicimos hasta que se corrió y se acabó. Me pasó con más chicos después y hasta los 25 años pensé que el sexo era una decepción o que yo era asexual”, nos relata Yesenia, de 27 años.
Existe un concepto llamado ‘egoísmo sexual en positivo’, que reivindica que cada persona se responsabilice de su propio placer durante el sexo. En el punto opuesto está la ‘complacencia sexual’, que implica satisfacer a la otra persona ignorando por completo nuestro placer. Ambos términos guardan relación con los estereotipos de género, ya que históricamente se ha inculcado a las mujeres un rol más pasivo en todas las parcelas de la vida, incluida el sexo.
En otras palabras, a ellos se les enseña a llevar la iniciativa en la cama, pero sólo hasta cierto punto, y es que el placer masculino es una prioridad. Un dato que demuestran esto es que menos del 1% de los hombres tiene dificultades para alcanzar el orgasmo, mientras que el 10% de las mujeres no ha experimentado un orgasmo en su vida, según los datos proporcionados por el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM).
Dos argumentos que explican esta diferencia son que:
El argumento ganador es el segundo, y es que la sensibilidad del clítoris no es inferior a la del glande ni mucho menos. La capacidad de lograr un orgasmo es similar. Sin embargo, el placer de la mujer se ha considerado un tabú, un pecado o, en el mejor de los casos, algo sin tanta importancia.
En los últimos años este tipo de prejuicios han comenzado a caerse por su propio peso, en parte gracias a las mujeres que han visibilizado la importancia de su placer, pero también por la aparición de nuevos juguetes sexuales destinados únicamente a estimular el clítoris, como los famosos succionadores.
En un mundo ideal (y no estamos hablando de la película de Aladdín), deberíamos lograr un equilibrio entre el egoísmo y la complacencia sexual, priorizando el placer propio, pero cuidando también el disfrute de nuestro compañero de aventuras eróticas. ¿Cómo alcanzar esta utopía?