Si eres estudiante de psicología, el caso de Phineas Gage te sonará, ya que sin duda es una de las historias más conocidas sobre el papel del cerebro a la hora de controlar nuestras emociones, nuestra conducta y nuestra personalidad. Pero si es la primera vez que escuchas su nombre, coge palomitas y prepárate para conocer al hombre que revolucionó las neurociencias.
Corría el año 1848 en un pequeño pueblo de Vermont, en Estados Unidos. El país estaba recuperándose lentamente de la crisis que había azotado el país la década anterior provocando el quiebre de bancos, tasas altísimas de desempleo y caos colectivo.
En aquel entonces, la sociedad estadounidense (y la mundial, para qué nos vamos a engañar) no era el mejor ejemplo de feminismo. La labor de los hombres era trabajar de sol a sombra para traer dinero a casa, y la mujer debía cuidar de los niños y encargarse del hogar. Una de estas típicas familias americanas era la de Phineas Gage, un obrero de ferrocarriles.
Phineas se encontraba supervisando un grupo de trabajo cuando sucedió el terrible accidente que cambió su vida y la ciencia.
Phineas debía supervisar un grupo de trabajo para la construcción de una nueva vía de ferrocarril. Él preparaba las detonaciones haciendo un pequeño agujero en rocas, introduciendo explosivos, un detonador y arena, y finalmente compactando esa curiosa mezcla con una barra de hierro. Sí, lo sé, las medidas de seguridad no eran lo más primordial en aquel entonces.
A las 16:30 del 13 de septiembre de 1848, una pequeña chispa provocó una explosión. La viga con la que Phineas compactaba el material salió despedida, atravesando su cráneo desde el lado izquierdo de la cara hasta la parte superior de la cabeza.
Lo primero que cualquiera imagina al leer sobre el accidente es que Phineas murió, pero no. No solamente sobrevivió, sino que no perdió la consciencia en ningún momento.
Como no había muchos hospitales, llevaron a Phineas hasta un hotel. Uno a uno, fueron llegando varios médicos que observaban impactados al obrero. Tras una rudimentaria operación, le extirparon la viga, y dos meses después le dieron el alta considerando que estaba recuperado y que podía volver a llevar una vida normal.
El caso de Phineas Gage copaba titulares y no es para menos. Ya es casualidad que una viga te atraviese la cabeza y no te mate, pero más casualidad es que sobrevivas a las operaciones médicas que se realizaban en aquel momento. Sin embargo, lo más interesante estaba todavía por llegar.
Phineas comenzó a actuar extraño. Ya no era el adorable padre de familia que abrazaba efusivamente a sus hijos al llegar a casa. Ahora bebía, insultaba a todo el mundo, no tenía paciencia alguna y era incapaz de cumplir sus planes.
Como pasaba de ir a trabajar, poco después le despidieron. Intentó encontrar un nuevo oficio, pero o bien se acababa aburriendo, o bien le despedían por sus constantes discusiones con superiores, clientes y compañeros.
Según el doctor John Martyn Harlow, que fue quien le extirpó la vía, Phineas había perdido el equilibrio entre su facultad intelectual y sus propensiones animales. Esta frase tan poética reflejaba una incógnita en aquel entonces: ¿Por qué un hombre bueno se había convertido de un día para otro en un monstruo inaguantable?
Con el tiempo se encontró una explicación. La viga había lesionado únicamente áreas del lóbulo frontal.
El lóbulo frontal es un área del cerebro ubicada en nuestra frente (de ahí el nombre) que se encarga de diversas tareas necesarias para ser ‘socialmente competentes’:
Digamos que el lóbulo frontal es esa voz en tu cabeza que te dice ‘venga, tío, no te pongas a contar chistes en un entierro’ o que reprime tus ganas de llamar imbécil a tu jefe por muy enfadado que estés.
En el caso de Phineas, el lóbulo frontal estaba destrozado, lo cual explicaba sus conductas erráticas, asociales e irresponsables.
Dadas sus dificultades para encontrar o mantener un trabajo, fue empalmando oficios. Primero en varias granjas, pero siempre le despedían o él acababa hartándose. Después pasó una temporada en un circo. Allí presumía de su cicatriz y enseñaba con orgullo la barra de hierro que destrozó su vida. También se mudó a Chile, donde trabajó como conductor de carruajes entre Valparaíso y Santiago.
Finalmente le entró la morriña y decidió viajar a San Francisco, donde su familia se había mudado para rehacer su vida. Allí murió a la temprana edad de 38 años a causa de unas crisis epilépticas que nunca fueron tratadas tal vez porque la medicina no contaba con suficientes herramientas, o tal vez porque nunca pidió ayuda profesional.
Pese a su triste final, su recuerdo sigue latente y el Museo de Medicina de la Universidad de Harvard conserva su cráneo junto a la barra de hierro que lo atravesó.