La pandemia de coronavirus ha modificado nuestra normalidad y transformará en mayor o menor grado una infinidad de aspectos de nuestra vida cotidiana de ahora en adelante, al menos hasta que se disponga de la ansiada vacuna o de los medicamentos que ayuden a luchar contra este enemigo mortal. Una de las cuestiones más visibles e inmediatas alteradas por el COVID-19 es nuestra precaución higiénica, en la cual la mascarilla desarrolla un papel clave.
Su uso todavía causa confusión y escepticismo entre gran parte de la población. A esto han ayudado los mensajes contradictorios que han llegado desde la Organización Mundial de la Salud (OMS) y desde el Gobierno. A principios de marzo parecían irrelevantes, luego fueron esenciales para los profesionales sanitarios y los grupos de población más vulnerables y a finales de abril ya se antojaban como un elemento fundamental para comenzar la desescalada hacia la 'nueva normalidad'. Pese a ello, no son obligatorias en todos los contextos.
La cadena CNN recopila en un reportaje tres posibles explicaciones psicológicas para el rechazo a la mascarilla. El primero sería la libertad. La imposición de una prenda, por preventiva que resulte, chocaría con nuestra ansiada libertad de decisión y se interpretaría como una molesta injerencia del estado. Nada que no hayamos visto en otras medidas generales que hipotecan la libertad individual al bien común, como el tabaco o el uso del coche en las grandes ciudades.
Por otra parte, estaría la vulnerabilidad, otro factor personal. Llevar mascarilla denotaría fragilidad de cara a los demás. El psicólogo David Abrams lo resume así: "Llevar una máscara es tan obvio como decir soy un gato asustadizo".
Y, por último, la confusión. No tenemos demasiadas certezas sobre las mascarillas. Sabemos que ayudan a reducir los contagios en entornos cerrados (muy especialmente en hospitales), pero no es tan evidente que sean un factor determinante en espacios abiertos. El debate científico es extenso. Todo ello ha convergido en un discurso público confuso: un día no teníamos que comprarlas, otro día eran indispensables.
La ambivalencia de mensajes puede provocar que muchas personas decidan optar por lo más cómodo. Sin certezas, las mascarillas se quedan en muchas de las casas.
Pese al ruido y al inconcluso debate científico, hay un elemento muy claro respecto a las mascarillas: el principio de precaución. Dicho de otro modo: al margen de su efectividad, mayor o menor, el coste de llevar una mascarilla es extremadamente bajo. Y las ganancias futuras para toda la sociedad son altas.