El número de enfermedades infecciosas emergentes se multiplicó por cuatro durante la segunda mitad del siglo XX. Y la frecuencia e intensidad de los brotes también se ha disparado en las últimas décadas. Ambas tendencias conducen a la situación excepcional en la que nos ha colocado la pandemia de la COVID-19, una situación que ya advirtieron los científicos que estudian las enfermedades emergentes.
Hoy hay más enfermedades emergentes que antes, o al menos más patógenos que nos afectan: SARS, MERS, ébola, SIDA, zika, la fiebre del Nilo Occidental, la fiebre de Lassa... La principal razón no está oculta en algún laboratorio ignoto de Wuhan ni en una extraordinaria capacidad de mutación de los virus, sino en el principal desafío de nuestra generación: el cambio climático.
En el verano de 1999, Tracey McNamara, veterinaria y jefa de patología del Zoo del Bronx, en Nueva York, se dio cuenta de que muchas de las aves acuáticas de los alrededores parecían estar afectadas por alguna enfermedad. Y las primeras víctimas llegaron al zoo: tres flamencos, un faisán, un cormorán y una águila calva. Todas parecían haber sufrido una hemorragia cerebral de origen desconocido. Mientras McNamara buscaba la causa del brote, varios hospitales de la ciudad empezaron a registrar también casos de encefalitis en humanos, una enfermedad que hasta ese momento no pasaba de diez casos al año. De repente, ese fue el número registrado en un solo fin de semana.
Pasarían casi dos meses hasta dar con el origen de la enfermedad. En septiembre de 1999, el centro para el control de enfermedades (CDC) de EEUU comunicó oficialmente que la causa estaba en el virus del Nilo Occidental. Era el primer registro de este patógeno en América, y desde entonces solo en EEUU han muerto más de 1.100 personas a causa de una enfermedad que se transmite de aves a humanos a través de la picadura del mosquito. El virus había llegado probablemente desde África o Asia a través de alguna especie comercial infectada. Y se encontró con que muchas de las especies de mosquitos de EEUU podían actuar de vectores, lo que contribuyó a que se expandiera rápidamente.
En 2009, un informe publicado en 'BirdLife International' puso el foco en lo que hoy se considera clave para la aparición de enfermedades emergentes: la pérdida de la biodiversidad. Cuanto mayor sea la biodiversidad, menor será la proporción de especies e individuos susceptibles de sufrir la enfermedad o de actuar de vectores del virus. A esto se le llama efecto de dilución. Cuando el ecosistema se perturba, unas pocas especies se pueden volver extremadamente abundantes, y con ellas sus patógenos. Y cada vez perturbamos más ecosistemas.
El número de enfermedades infecciosas emergentes se ha multiplicado desde la década de 1940. Las que más lo han hecho son las de origen animal o zoonosis. También se ha disparado el número de brotes epidémicos causado por este tipo de enfermedades. Así que no solo surge un mayor número de enfermedades, sino que su impacto es mayor.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), emergentes no quiere decir necesariamente nuevas. Son enfermedades cuya incidencia en seres humanos se ha disparado en los últimos 20 años, entre ellas la COVID-19. Por lo que sabemos, el coronavirus podría llevar décadas oculto en alguna especia animal y no fue hasta 2019 cuando empezó a afectar a los humanos.
Los virus son extrañas criaturas que pueden conquistar el mundo sin moverse, pero fuera de su huésped no pueden hacer nada. Dependen de que funcionen los patrones de transmisión, y estos patrones se han visto alterados, por no decir reforzados, por nuestro impacto en el medio ambiente. En un planeta en el que menos del 15% de sus bosques permanece intacto, la pérdida de biodiversidad se ha convertido en gasolina para la propagación de enfermedades. La destrucción de ecosistemas lleva a muchas especies, y con ellas a sus patógenos, a desplazarse a nuevos hábitats.
Además, los desequilibrios en la pirámide ecológica hacen que algunas especies que son grandes portadores de enfermedades, como roedores y murciélagos, se vuelvan mucho más abundantes. Esta situación hace que muchos virus y bacterias causantes de enfermedades humanas estén cada vez menos diluidos. Lo que aumenta las probabilidades de contagio, sobre todo teniendo en cuenta que el contacto entre humanos y animales salvajes cada vez es mayor.
Por si fuera poco, el ascenso de las temperaturas en todo el planeta hace que algunos vectores de enfermedades, como los mosquitos, sobrevivan en lugares que antes les eran inaccesibles. No es de extrañar que en España se hayan multiplicado los casos de enfermedades tropicales como el dengue o el zika.
Los cambios en los patrones climáticos y la mayor intensidad de eventos extremos como las lluvias torrenciales provocan un aumento de la exposición a enfermedades transmitidas por el agua como la malaria, que aún hoy sigue causando más de 200 millones de infecciones al año. La realidad es que cuando las condiciones cambian unas especies se ven beneficiadas y otras no. Puede que no haya más enfermedades nuevas que antes, sino que los patógenos sencillamente han encontrado un resquicio en el desequilibrio ecológico que ha causado el hombre.