Las secuelas psicológicas de la precariedad, según varios jóvenes: "No se solucionan con terapia, sino con condiciones laborales dignas"

  • Según el Instituto de la Juventud de España, el 32% de la población de entre 20 y 29 se encuentra en riesgo de pobreza o de exclusión social

  • En enero de 2021, España era el país con la tasa de desempleo juvenil más elevada de toda la Unión Europea. Aproximadamente un 40% de las personas menores de 25 años en situación de trabajar no tenían la opción de integrarse en el mercado laboral

  • Varios jóvenes comparten sus testimonios sobre la precariedad en España y las secuelas psicológicas que eso provoca: “Mi problema no se soluciona con terapia, se soluciona con unas condiciones laborales dignas”

Cuando sale a la palestra el concepto de precariedad, suele producirse un choque cultural entre lo que nuestros padres entienden por ésta y lo que nosotros vivimos día a día. Para ellos, que en su veintena ya tenían hijos, un trabajo estable y una hipoteca, los retos a los que nos enfrentamos hoy en día pueden parecer triviales. Sin embargo, la generación millennial especialmente está, según los expertos, a caballo entre dos crisis.

La situación laboral, económica e inmobiliaria de los millennials

No paran de repetirnos: somos la generación más preparada de la historia. Nos inculcaron la importancia de estudiar una carrera para encontrarnos nada más terminar con un mercado laboral desolado. Ante la angustia, muchos optaron por un máster y algunos valientes incluso se adentraron en el mundo de la investigación. Daba igual. Con un doctorado o sin él las opciones eran parecidas: irse fuera de España o aceptar un contrato basura.

Al desierto laboral en el que nos encontramos se suma un obstáculo más: las dificultades para encontrar una vivienda. La primera (y única) opción es alquiler, porque no podemos permitirnos una hipoteca. Por un lado, no sabemos si el día de mañana nuestro trabajo hará un ERE colectivo y acabaremos mudándonos a la otra punta del país. Por otro lado, rara vez un joven en su veintena o treintena tiene suficientes ahorros como para afrontar la entrada de un piso.

Cuando decides buscar un piso de alquiler te expones a otro síntoma de la precariedad, los desorbitados precios. Algunas cuentas de Twitter e Instagram satirizan con el estado del mercado inmobiliario a la par que reivindican la crítica situación, y no es para menos. En Madrid hay pisos de 40 metros cuadrados, que cuestan 750 euros al mes, en los que encima, para llegar a la habitación hay que subir una escalera que sale desde la encimera. La otra opción es mudarte a la periferia, pagar un poco menos e invertir tres horas de tu día en el transporte público.

La gran pregunta es, ¿y dónde queda el tiempo para el ocio? Llegamos a casa agotados y nuestra pequeña parcela de autocuidado es ver series o pelis.

Cada vez más jóvenes se sitúan en el umbral de la pobreza

Según el Informe Juventud en España de 2020, el 32% de la población de entre 20 y 29 se encuentra en riesgo de pobreza o de exclusión social, frente el 16% de los mayores de 65 años. Los expertos apuntan a las dificultades laborales, sobre todo en un año marcado por la pandemia, los despidos (a veces temporales y a veces permanentes) y la incertidumbre.

“El otro día me escribieron para trabajar de camarero en verano”, comparte con Yasss Mateo, de 23 años. “Eran 15 horas al día por 750 euros, todo esto sin estar fijado en el contrato porque según el contrato es media jornada. Te debates entre aceptarlo y estar explotado y sin ninguna cobertura legal si pasa algo, o pensar en tus derechos y rechazarlo, pero encima te sientes culpable. Al final lo he cogido. En la cuenta del banco sólo me da para el alquiler de julio, y eso sin contar con hacer la compra y pagar la factura del WiFi, agua, luz… Te toca elegir entre precariedad o verte en la calle”, confiesa el joven desalentado por la situación a la que se tiene que enfrentar.

Acabamos distorsionando nuestra situación sintiéndonos culpables por cosas tan banales como ir a cenar fuera una vez a la semana o poner una lavadora a las dos de la tarde

Su situación no es la única. Para Julia, de 29 años, la formación pasa a un segundo lugar a la hora de buscar empleo. “Da igual que tengas un grado, un máster o un doctorado. Al final todo se mueve por contactos, y a veces ni aun así. Te sientes frustrada, inútil, como si la culpa fuese tuya, y te comparas con tus amigos creyendo que a ellos les va mejor, pero están igual de puteados”, relata con gran pesar. “La mayoría de mis amigos están como freelance y autónomos, y acabamos fin de mes con las cuentas en rojo y pasándolas putas cada tres meses cuando toca hacer la declaración. Mis padres me dicen que para cuándo una casa o un hijo con mi novio, que llevamos ya 7 años y va tocando. Mamá, papá, cómo voy a tener un piso propio o un hijo si no tengo dinero ni para mantenerme a mí”.

¿Nos sentimos privilegiados incluso cuando no lo somos?

Esta situación inevitablemente provoca un gran impacto psicológico. Desde ansiedad hasta depresión, las secuelas de la precariedad se van sumando en las generaciones más jóvenes.

Juanjo, de 25 años, decidió pedir ayuda profesional, pero admite sentirse igual. “Al final estoy poniendo un parche. Tengo ataques de ansiedad cada vez que me rechazan el currículum, y no puedo hacer un máster porque no me da el dinero. Mi problema no se soluciona con terapia, se soluciona con unas condiciones laborales dignas”, explica evidenciando como es muy difícil solucionar un problema que es social de forma individual.

A mayores, acabamos distorsionando nuestra situación sintiéndonos culpables por cosas tan banales como ir a cenar fuera una vez a la semana o poner una lavadora a las dos de la tarde de un lunes, por si la factura de la luz se dispara.

No puedo mantenerme a mí mismo, como para tener un piso propio o un hijo

“Este invierno sólo he puesto la calefacción un mes, y vivo en Soria, así que imagínate”, reconoce Clara, de 31 años. “Y lo peor de todo es no tener el apoyo de tu familia. La incomprensión de la gente más mayor que vivió otras circunstancias hace mucho daño. Por ejemplo, si yo le digo a mi madre que un sábado he ido a tomarme una caña, UNA CAÑA, que no es que me haya ido a cenar a un restaurante con estrella Michelín, su respuesta es que cómo vivo, que luego de qué me quejo si ando todo el día fuera. Entre semana vivo a base de tuppers en un trabajo en el que tengo 20 minutos para comer cuando me corresponde una hora, pero si me cojo esa hora luego salgo tarde, y aun así acabo saliendo tarde”.

¿Es un privilegio pedir una pizza a casa? ¿Ir a una casa rural un fin de semana en verano? ¿Comprar un billete low-cost para viajar en avión? ¿Comprar Nutella en vez de la marca blanca? Nos hemos (o nos han) convencido de que sí. En su caso, pertenecen a la generación millennial, una de las más preparadas, sí, pero también la que tiene que lidiar con derechos básicos disfrazados de lujos inaccesibles.