Resulta paradójico que la expansión de una enfermedad reciente como el covid-19 ayude ahora a contextualizar de una forma tan gráfica la magnitud de una patología como la obesidad, extendida desde hace tantos años. Atendiendo a los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el sobrepeso y la obesidad han alcanzado proporciones epidémicas en todo el mundo: en 2016, más de 1 900 millones de adultos mayores de 18 tenían sobrepeso. Y más de 650 millones, obesidad.
Dos rasgos caracterizan principalmente a la obesidad: su origen multifactorial y la excesiva acumulación de grasa perjudicial para la salud. Es un hecho que los malos hábitos dietéticos y el sedentarismo la fomentan. Pero no podemos obviar que en su desarrollo participan también factores genéticos y epigenéticos, además de la alteración de la microbiota intestinal.
Además, se considera un factor de riesgo metabólico importante para el desarrollo de otras enfermedades crónicas no transmisibles, entre las que se encuentran las enfermedades cardiovasculares, alteraciones del sistema inmunitario, el cáncer, el hígado graso no alcohólico o la diabetes mellitus tipo 2. Los investigadores hemos comprobado también que existen evidencias claras de que las personas con obesidad y diabetes tipo 2 presentan un mayor riesgo de complicaciones graves en la infección por SARS-CoV-2.
Precisamente este dúo, obesidad y diabetes mellitus tipo 2, ha aumentado en paralelo en los últimos años. Se ha demostrado que su relación se asocia principalmente a una dieta desequilibrada acompañada de sedentarismo. De hecho, la relación entre ambas es tan estrecha que se ha acuñado el término “diabesidad”.
El principal peligro de su proliferación es que la diabetes tipo 2 es una enfermedad crónica relativamente silente, al tiempo que los niveles elevados de glucosa pueden dañar gravemente muchos órganos y sistemas del cuerpo, especialmente los nervios y los vasos sanguíneos. A partir de cierto punto puede causar ceguera, daño renal, problemas cardiovasculares e incluso amputaciones de extremidades.
Como casi siempre, antes de llegar a esos extremos, hay indicadores que alertan del peligro sobre la salud de la persona cuando todavía puede revertirse. En este caso, la prediabetes, un estadio previo a la diabetes que se caracteriza por tener niveles de azúcar en sangre moderadamente elevados, pero no lo suficientemente altos como para ser diagnosticado de diabetes tipo 2. El principal problema, de nuevo, es que estos niveles incrementan el riesgo de desarrollar las complicaciones asociadas.
Pese a que la definición estricta no considera la prediabetes como una enfermedad en sí misma, existen evidencias de que el desarrollo de la diabetes tipo 2 comienza hasta 6 años antes de su diagnóstico.
En Estados Unidos, por ejemplo, se estima que 1 de cada 3 adultos tienen prediabetes y, de ellos, 9 de cada 10 no lo saben. Y eso a pesar de que los indicadores que pueden despejar la incógnita son bien sencillos: exceso de peso, ser mayor de 45 años, con antecedentes de diabetes tipo 2, llevar un estilo de vida sedentario y, entre las mujeres, haber tenido diabetes gestacional.
Cuando se sospecha la posibilidad de estar en esta etapa previa, lo más práctico sería hacerse un análisis para conocer los niveles de glucosa en sangre. Sobre todo si se reúnen uno o más de los factores de riesgo.
Con el resultado en la mano, el dilema de siempre: ¿ignorar su condición y dejarse llevar, o bien propiciar un verdadero cambio en sus hábitos de vida, dando prioridad a la pérdida de peso y al aumento de actividad física?
Lo más eficaz es apostar por la alimentación mediterránea, dejándonos aconsejar por un dietista nutricionista que nos enseñe pautas para llevar una dieta más saludable.
En cuanto a la reducción del sedentarismo, lo recomendable es llegar a 150 minutos semanales de actividad física moderada. A efectos prácticos, esto supone 8 000 pasos diarios o realizar una actividad física de tres a seis veces por la semana, entre 15 y 30 minutos y tras la cual resulte difícil mantener una respiración constante y tranquila.
En los últimos años son numerosos los estudios científicos que relacionan la composición de la microbiota intestinal con el desarrollo de obesidad y diabetes tipo 2. De hecho, se han descrito diferencias relevantes entre la microbiota de personas con normopeso y obesidad.
Por otra parte, se ha observado que una composición de la microbiota intestinal equilibrada, con mayor población de microorganismos saludables frente a los microorganismos patógenos, ayuda a mantener el azúcar en sangre dentro de unos límites adecuados.
De hecho, una de las virtudes de tener una microbiota intestinal saludable y equilibrada es la capacidad de reducir la absorción de azúcares de la comida.
Un punto a tener en cuenta es que la composición de la microbiota cambia con la edad o el tipo de dieta. Puede ser modulada por prebióticos, ingredientes alimentarios que sirven de sustrato a la microbiota. Pero también por probióticos, microorganismos vivos que, administrados en las cantidades adecuadas, confieren un beneficio notable para la salud.
Así, los investigadores hemos llegado a la conclusión de que la toma de complementos con determinados probióticos podrían ser estrategias terapéuticas para el control de peso, el control de la glucemia y la prevención de diabetes.
Por otro lado, se ha comprobado en modelos animales que la administración de nanopartículas de zeína (la principal proteína alimentaria del maíz) pueden ayudar a controlar la glucemia en estadios de prediabetes y ayudar a frenar su progreso.
Estos avances pueden permitir el desarrollo de una nueva generación de complementos nutricionales destinados a reducir los niveles de azúcar en la sangre, gracias a proyectos de investigación que ya son una realidad.