En un momento histórico en el que la tasa de paro juvenil es del 33%, dejar un trabajo parece impensable. Sin embargo, hay algunas circunstancias en las que cortar por lo sano con nuestro curro es la mejor decisión. Por ejemplo, para dedicarnos a algo que realmente nos apasiona o para trabajar en una empresa o puesto con mejores condiciones económicas, aunque no sea "de lo nuestro". La gran pregunta es, ¿por qué nos sentimos tan culpables al renunciar a un trabajo?
Desde pequeños, quienes pertenecen a la generación millennial fuimos educados con el mantra de "estudia y tendrás un buen futuro". Al crecer y salir de esa burbuja de inocencia, nos dimos cuenta de que un título universitario no asegura nada. El desempleo es cada vez mayor, y el miedo a la recesión económica provocada por el coronavirus empeora la situación.
Tras buscar y buscar empleos relativos a lo que uno ha estudiado, llega la etapa de incertidumbre. ¡Estudio un máster! ¿El resultado? 5.000 euros menos en la cuenta bancaria y los mismos problemas laborales. Ves como algunos amigos con buenos contactos ya trabajan de lo suyo. Otros han tenido que viajar al extranjero.
De repente aparece una oferta laboral que no tiene nada que ver con tus estudios, pero "algo es algo". Empiezas a trabajar y a ganar un sueldo a costa de tu tiempo libre y de tu salud mental. Sales de casa a las siete de la mañana y llegas a las nueve porque has hecho horas extraordinarias. "Sé que si me quejo me echan a la calle, así que tengo que aguantar", le dices a tus amigos.
La situación que acabamos describir es el pan de cada día de miles de jóvenes españoles. Uno de ellos, Unai, de 24 años. Trabaja como teleoperador en un 'call center' de Madrid, y en abril le surgió una oportunidad laboral en otra empresa. "No cogí el trabajo. Llevo trabajando aquí dos años muy puteado, pero por lo menos es algo estable", relata.
Actualmente valoramos más aspectos como la estabilidad, frente a otros como unas condiciones laborales dignas. Por ejemplo, un horario fijo, vacaciones reguladas, cobrar el sueldo mínimo interprofesional o derecho a bajas laborales. Todo esto sin tener en cuenta nuestra salud psicológica.
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Al final en mi empresa me han formado, y me sabe un poco mal darles la patada ahora e irme a otro sitio. De todos modos, yo reconozco que aquí lo paso fatal. Tuve una temporada en la que cada vez que tenía que hacer una llamada a un cliente me daba un ataque de ansiedad y tenía que ir al baño como cuatro o cinco veces al día a llorar”, recuerda Unai.
Al igual que cuando te enganchas en una relación de pareja tóxica, acabas desarrollando una dependencia emocional con el trabajo precario. Sabes que no es lo que quieres hacer toda tu vida y, sobre todo, sabes que te mereces un sueldo digno, unos horarios justos y un trato totalmente diferente. Aun así, te da pánico dejarlo, incluso cuando surgen otras opciones. ¿Por qué sucede esto?
Creemos que conseguir un trabajo es como entender a veces a la primera lo que dice Rosalía en sus canciones: algo imposible. En consecuencia, nos sentimos afortunados y "en deuda" con la empresa.
Poco a poco desarrollamos una relación dependiente hacia la empresa y hacia quienes nos contrataron, y si surge algo mejor empezamos a buscarle contras. "Seguro que en el otro trabajo estoy peor", "acabaré cobrando menos", "igual la empresa cierra con esto del coronavirus y me echan un mes después de contratarme", "es que en el trabajo de ahora tengo amigos"… Una a una, todas esas excusas hacen que la balanza venza hacia lo malo conocido, de manera idéntica a cuando estamos inmersos en una relación abusiva y justificamos todo lo malo que nuestra pareja hace.
De alguna manera, acabamos autoconvenciéndonos de que la precariedad laboral es responsabilidad nuestra, cuando en realidad se trata de un problema sistémico o, en otras palabras, social.
Esto guarda relación con el llamado 'síndrome del impostor', un fenómeno psicológico muy común en la población joven. Quienes lo sufren son incapaces de internalizar sus éxitos. Constantemente sienten que no están preparados para el trabajo, que son un fraude y que en cualquier momento se descubrirá su falta de habilidades o capacidades. Spoiler: esto no es así, se trata de una distorsión mental fruto de una baja autoestima.
Sheila, de 26 años, tardó años en superar esa sensación de "ser un fraude", y el momento decisivo fue dejar un trabajo de lo suyo para dedicarse a algo con mejores condiciones. "Llevaba meses queriendo dejarlo". Al preguntarle por qué, Sheila lo tiene claro. "Me llamaban los fines de semana, me hacían trabajar horas extra y me decían que había cientos de personas que querían ese trabajo. No me daba tiempo ni para comer en condiciones. Era un infierno", recuerda.
Lo peor de todo fueron las opiniones de su entorno. "Fue muy difícil, todo el mundo me juzgaba por dejar el trabajo. Me decían que era tonta por haber dedicado 4 años a estudiar una carrera y que lo iba a tirar todo a la basura”, recuerda. "Empecé a trabajar en una tienda de muebles y el cambio de mi calidad de vida fue muy drástico. No me arrepiento de haber estudiado lo que estudié, pero ahora mismo prefiero lo que tengo. Igual en el futuro decido volver a ese mundo, pero tienen que ser unas condiciones laborales muy buenas para que me compense", añade.
Como bien explica Sheila, da miedo dejar lo que conocemos, pero la mayoría de las veces ese cambio supone estabilidad no sólo laboral, sino también psicológica, algo que a menudo pasa desapercibido.