Diego tiene 23 años, trabaja cara al público y la mascarilla se ha convertido en un escudo que le protege del mundo. Gracias a ella, la ansiedad social ha disminuido, porque de alguna manera ocultar su rostro también oculta su miedo. Desde el diez de febrero ha dejado de ser obligatorio llevar mascarilla. Cada vez más gente se quita este trozo de tela cuando sale a la calle, y Diego empieza a sentir la presión por volver a la normalidad, una normalidad para la que no está preparado.
“Me siento vulnerable con la cara al descubierto”, confiesa. “No es por miedo a los contagios. Es miedo al hablar con la gente. Me preocupa poner una cara rara, o no saber hablar con gente, o que se me noten los nervios. No sé explicarlo, pero es como si estuviese desnudo y expuesto a las críticas de los demás si no llevo mascarilla”.
Algunos expertos han puesto nombre a lo que Diego está sintiendo: síndrome de la cara vacía. Se trata de una combinación de ansiedad, aprensión a la evaluación e inseguridades que surgen ante la idea de quitarnos la mascarilla en espacios públicos.
Para Ágnes, estudiante de 18 años, la mascarilla es como un filtro de Instagram. “Sin mascarilla me veo fea. Es como cuando te pones base de maquillaje todos los días y un día se te olvida, y te ves horrible. Lo mismo, pero con toda mi cara”, relata.
Aunque sea una pequeña parte de nuestra vida, llevamos dos años utilizando mascarilla en prácticamente la mayoría de encuentros sociales: universidad, trabajo, al pasear por la calle e incluso, en momentos de mayor incidencia, al socializar con nuestros seres querido. El resultado es que hemos integrado la mascarilla como parte de nuestra identidad facial, condicionado nuestro autoconcepto.
Si siempre vistes de negro, te verás raro al utilizar ropa de colores. Si nunca llevas maquillaje, te sentirás disfrazado al ponerte un labial rojo. Si siempre llevas el pelo suelto, al hacerte una coleta tu cara te parecerá otra. Lo mismo ocurre con la mascarilla. Nos hemos acostumbrado a llevarla en nuestras interacciones sociales y ahora nos sentimos incompletos sin ella.
A esta sensación se suma un factor clave: el miedo a la evaluación social. Los seres humanos disfrutamos interactuando con los demás. Nos gusta conocer gente, quedar con nuestros amigos y sentirnos acompañados, pero a veces nos preocupa quedar bien, agradar a los demás o gustar. Esta preocupación en su justa medida es normal, pero cuando es muy intensa puede derivar en un problema de ansiedad social.
Si hay ansiedad social, la mascarilla se puede convertir en un pequeño salvavidas emocional, ya que nos protege del juicio de los demás. Esto puede ocurrir también con otro tipo de estímulos, por ejemplo, necesitar alcohol para desinhibirte y disfrutar de fiesta. Cuando ocurre eso, todos nos llevamos las manos a la cabeza y nos parece un problema muy grave, pero cuando una persona reconoce que depende de la mascarilla, no se le da importancia. No es normal sentir ansiedad social sin mascarilla. Tampoco es normal odiar tu cara y obligarte a taparla para estar cómodo.
Ahora que el uso de la mascarilla es opcional, conviene adaptarnos poco a poco a la nueva situación. Para aprender a estar cómodo sin mascarilla puedes seguir las siguientes recomendaciones: