Martina confiesa que desde niña ha sido adicta al sabor dulce. "Me tomaba la leche con 6 cucharadas de azúcar en el desayuno y luego, de mayor, el café cortado con 2 azucarillos", confiesa a NIUS, "para que te hagas una idea de mi enganche".
Decidió rebajar su consumo cuando se dio cuenta de que estaba afectando a su salud. "Empezaba a notar que me daban taquicardias cuando ingería tanta azúcar, así que comencé a reducirla poco a poco. Probé a sustituirla por edulcorantes, pero no me gustaba ninguno, todo me sabía malísimo con ellos, así que opté por una decisión más drástica: dejar de consumirla totalmente, probar cómo era la vida sin azúcar", relata.
El efecto fue inmediato. "Lo más sorprendente fue descubrir a los 47 años a qué sabían de verdad alimentos que llevaba toda la vida tomando, a qué sabía el café, a qué sabía el té... porque cuando le echas a todo azúcar siempre te queda el mismo regusto en la boca. Fue algo que me impactó mucho", destaca.
Saborear y olfatear cosas nuevas le sirvió para afianzarse en su decisión. Luego vino el resto. "Noté cómo mi cuerpo se desinflamaba y perdí la ansiedad por comer. No he vuelto a sentir esa sensación de hambre voraz que tenía antes a veces. Ahora es como un apetito progresivo y más normal", destaca.
"Pasadas unas semanas hice la prueba de volver a tomar azúcar, intenté comerme una porción de tarta pero fui incapaz, me sabía extremadamente dulce. Ahora me resulta un sabor súper artificial y fuerte. Me produce rechazo. Siento que el chute de glucosa va directo a mi cerebro", explica.
Martina tiene tres hijas, una de 8 años y dos gemelas de 12 que, como la gran mayoría de los niños, se pasan con el azúcar. "Mi intención es que ellas lo reduzcan también de forma progresiva", avanza. "Sé que es una tarea difícil, pero espero que mi ejemplo sirva para algo". Por si no funcionara se le ha ocurrido otra idea que está empezando a dar sus frutos. "De vez en cuando les pongo en un plato la cantidad de azúcar que llevan consumida a lo largo del día, para que sean conscientes. Y la verdad es que flipan. Durante un tiempo, al menos, se controlan".
Según un estudio publicado este jueves, los niños españoles toman más del doble de azúcar del máximo que recomienda la OMS. "Según la Organización Mundial de la Salud los azúcares añadidos no deben de representar al día más de 25 gramos y nosotros hemos comprobado que en nuestro país, los menores entre 7 y 12 años, consumen de media más del doble, casi 56 gramos", lamenta Jesús Rodríguez Huertas, director del Instituto de Nutrición y Tecnología de los Alimentos en la Universidad de Granada.
"El problema es además que el 65% de estos azúcares añadidos que consumen proceden de alimentos o productos con baja densidad nutricional", alerta el catedrático de Fisiología. Son, por ejemplo, el azúcar blanco, las mermeladas, las salsas, las golosinas, el cacao en polvo, los refrescos, los helados, las galletas, los néctares de fruta, la pastelería y bollería industrial, las barras de chocolate...
"Y también de otros productos que los padres consideran alimentos saludables y que no lo son, como la repostería casera, que tiene una cantidad enorme de azúcar añadida, o las bebidas isotónicas, que son los propios progenitores quienes se las dan a los niños después de que hagan ejercicio pensando que hacen lo correcto porque los deportistas adultos las toman. Sin embargo, una sola lata de estas bebidas supone ya toda el azúcar añadida que debe tomar un niño en un día", destaca.
Desengancharse del azúcar no es tan fácil. "Aunque los pequeños dejen de consumir bollería industrial o todos esos productos que más les perjudican hay que ser conscientes de que el 80 por ciento de los azúcares que ingerimos nos llega sin darnos cuenta, en alimentos procesados como las salsas, yogures, conservas de tomate, pan de molde, etc"
Rodríguez Huertas alerta del peligroso efecto que estos azúcares añadidos tienen en la salud de los niños. "Se asocian directamente con la obesidad, y luego a medio y largo plazo con el resto de enfermedades metabólicas, como diabetes y otras, también con enfermedades cardiovasculares, enfermedades inflamatorias en general, hipertensión, etc.
Ante esta situación, el catedrático reclama medidas urgentes, como incorporar al etiquetado la cantidad de azúcares añadidos, "porque actualmente no es obligatorio hacerlo. Se incluye el azúcar total, pero no se diferencia qué parte es azúcar natural del alimento y cuál se añade innecesariamente".
También propone que la industria alimentaria se plantee "reformular esos alimentos que a los niños les gustan", como el cacao, los zumos o la bollería, para que contengan menos azúcar. "El cuerpo humano se adapta rápido. No sé si sabes que hay industrias de refrescos que añaden distinta cantidad de azúcares y edulcorantes a su bebida en función de las regiones, porque cada zona tiene un umbral distinto. Por ejemplo, en el País Vasco se añade mucho más azúcar y edulcorante que en otras regiones.
Reeducar el paladar no solo es posible, sino que es la propuesta de moda entre nutricionistas y expertos en alimentación. "Nosotros interpretamos ese sabor en la corteza cerebral. Y si desde niños nos habituamos a una cantidad más reducida de azúcar, bajaremos el umbral y percibiremos el alimento como dulce aunque lo sea mucho menos que ahora", asegura.
Dejar el azúcar es posible. "Solo es cuestión de educación. Las primeras veces nos sabrá extraño, pero a la tercera o cuarta vez que tomemos algo sin azúcar, empezaremos a descubrir nuevos sabores que desconocíamos y que nos agradarán. El ser humano ha vivido miles de años sin consumir azúcar refinada y nunca ha supuesto un problema. Merece la pena intentarlo porque lo que está en juego es la salud", concluye.