Nuestra autoestima comienza a construirse durante la infancia y la adolescencia, por lo que las experiencias que tienen lugar en esas etapas tienen mucho peso, sobre todo las que ocurren en el ámbito familiar.
No es cuestión de demonizar a tus padres o culparles de todas tus dificultades, pero sí de identificar ciertas pautas que pueden explicar tus inseguridades, tu perfeccionismo, tu autoexigencia o tus problemas a la hora de poner límites. ¡Ojo! Influyen muchos más factores psicológicos y sociales, pero la familia suele ser el punto de partida o, en otras palabras, la primera gota de agua en un vaso que poco a poco se va llenando hasta derramarse por completo.
El apoyo familiar, la educación con empatía o la validación emocional marcan la diferencia. En cambio, hay ciertos errores que a veces los padres cometen con la mejor de las intenciones, pero que repercuten negativamente en nuestro amor propio.
Llegas a casa feliz porque has aprobado matemáticas con un 8, pero cuando se lo cuentas a tus padres, su respuesta es tajante: “Pues es que eso es lo que tienes que sacar. Para la próxima, un 10”. ¿Te suena esta historia?
Daba igual cuánto estudiases, por que para tus padres lo importante era que sacases buena nota. Sin embargo, cuando la sacabas y te superabas, siempre había un margen de mejora.
Cuando nuestros padres no nos refuerzan ni por el esfuerzo ni por los resultados, adquirimos inseguridades y una alta autoexigencia. En otras palabras, sentimos que nada de lo que hacemos ni de lo que nos pasa es suficiente, que siempre puede ser mejor, que podemos aspirar a la perfección. Esto tiene un gran impacto negativo en la salud mental.
“Es que eres un vago”, “es que eres muy pesada”, “qué egoísta eres a veces”, “mira que eres llorica y exagerada”… Cuando nuestros padres nos ponen una etiqueta, lo que hacen es ignorar un problema o dificultad concreta y situar toda la carga en nuestra identidad.
Por ejemplo, pasas una mala racha por tu primera ruptura y estás apagado, triste y nervioso. Que tus padres te digan “es que eres de un dramático” te convierte a ti en el problema. En cambio, que te digan “cariño, no creo que te venga bien pasarte tanto tiempo en la cama llorando” te ayuda a sentirte comprendido y a buscar soluciones.
Párate a pensar en todas las etiquetas que te pusieron tus padres y que a día de hoy arrastras en tu mochila emocional. ¿Te llegaste a creer lo que te decían?
Si tus padres discutían y te metían a ti en medio, no estaban ayudándote a madurar. Tampoco te estaban enseñando lo dura que es la vida adulta. En realidad, te estaban responsabilizando de problemas y conflictos adultos que a ti no te correspondían.
Esto sucede en muchas más situaciones: cuando hay problemas económicos, por ejemplo. Y ojo, una cosa es explicar a un hijo que las cosas van mal y que hay que hacer ciertos cambios, y otra muy distinta cargarle con preocupaciones que sobrepasan hasta a un adulto.
Siempre había un amigo con mejor nota, más educado, más alegre o más cariñoso con sus padres. Pero cuidado si te atrevías a comparar a tus padres con los de otra persona, porque estallaba una guerra civil en casa.
Esas comparaciones destruyen la autoestima de un niño o un adolescente, que aprende a guiarse por lo que los demás tienen y no por lo que él desea de verdad.
Además, es muy habitual que esta dinámica se mantenga cuando eres adulto: “Es que el hijo de la vecina ya trabaja de lo suyo”, “tu primo ya tiene pareja y casa propia, a ver tú para cuando”, “me encontré con un amigo tuyo del cole y ha hecho una oposición y está trabajando”… Todas estas frases son más que habituales en las cenas navideñas y destrozan tu salud mental (y tu paciencia).
Cada persona tiene unas capacidades, gustos, opiniones y valores, pero para tus padres no eran suficientes. Daba igual que se te diese genial la pintura, que fueses el mejor en clase de inglés o que te encantase participar en el grupo de teatro, porque se encargaban de señalar lo que no se te daba bien o lo que no te gustaba.
Cuando somos adultos, estas críticas conducen a una consecuencia: pensamos que tenemos que ser buenos en absolutamente todo. Si te apuntas a baile, tienes que ser el mejor. Si vas a una clase de cerámica, tienes que hacer un cuenco digno de exponerse en el museo. Si te da por comprar plantas, tienen que estar completamente verdes desde el principio. Cuando hay una mínima dificultad o fallo, piensas que has fracasado.
Si te sientes identificado, tienes que aprender a tolerar tu diversidad y entender que no puedes ser bueno en todo lo que te propongas. Tampoco puedes ser el amigo divertido siempre o estar de buen humor constantemente. A veces tus capacidades, gustos o estados de ánimo se alejarán de lo normativo y no pasa nada por ello.