Somos lo que recordamos, decía Ítalo Calvino. El fruto de un aprendizaje a base de atención, dedicación, esfuerzo y maduración de esos recuerdos. También, a veces, como dice Manolo Rivas, somos lo que soñamos ser, o somos el espejo de lo que fueron quienes nos precedieron. Algunos sueños se cumplen, pero la mayoría se roncan, pregonaba por los cafés de Madrid el dramaturgo Jardiel Poncela.
Illescas siempre tuvo ese perfil de sitio fronterizo, de pertenencia ambivalente entre dos ciudades, Madrid y Toledo. Un lugar y un deslugar, según se mire. Durante el primer tercio del siglo pasado era también un ir y venir de los antepasados de los Rodríguez Rey, emigrantes en La Habana (allí nació la madre de Pepe, Teresa, en 1929), que traían color y calor a esta pequeña villa de tierra adentro. De aquí el nombre de El Bohío, una construcción de estilo caribeño.
Teresa se casó con un fotógrafo taurino, Diego Rodríguez Vallejo, y se instalaron en Madrid, cerca de la Glorieta de Cuatro Caminos, en donde nacieron sus tres hijos: Diego, Teresa y Pepe.
Diego padre llevaba una vida bohemia. Amigo de toreros, recorría la geografía en su compañía y con sus famosos entornos: Hemingway, Ava Gardner... En virtud de ello entabló una sólida amistad con Santiago Martín 'El Viti', hasta el punto que fue su padrino de boda y luego su compadre al apadrinar a su hija Teresa. Pero este tipo de vida finalizó cuando su mujer decididió refundar El Bohío en el año 71, que durante mucho tiempo fue la única casa de comidas entre Madrid y Toledo. A Diego le costaba adaptarse a aquella nueva vida, apartado de la gran ciudad y de un mundo atravesado por la farándula, y no le quedó más remedio que defender el negocio: Teresa en la cocina y él en la barra. Sus hijos crecieron en ese ambiente de bar, viendo cocinar a su madre y el tránsito incesante de clientes.
No era esa su vocación, pero en el año 86, Diego y Pepe toman las riendas de El Bohío pese a la complejidad del asunto. Prueban a varios cocineros para sustituir a su madre pero ninguno cuaja y toman una decisión arterial: Pepe, por su timidez, se va a la cocina, y Diego se pone al frente de la sala. En aquel tiempo, un maitre de Jerez que trabajaba para ellos le espetó a Pepe: “Pepito, tú no vales para esto”. ¡Un visionario!
Pepe decide tomárselo muy en serio y cada verano sacrificaba sus vacaciones en pos de su aprendizaje, al lado de los mejores: Ferrán Adriá, Martín Berasategui, Jean Luc Figueras. Así hasta alcanzar la estrella Michelin, que mantiene desde hace más de 20 años, y el Premio Nacional de Gastronomía en 2010.
“Es el cocinero más querido en mi casa -me responde Martín Berasategui, el chef con más estrellas Michelin-. Estuvo en el Bodegón y en Lasarte y siempre mostró grandes cualidades: disciplina, rigor, equilibrio, frescura, intuición, paciencia y conocimiento. Tiene un grandísimo talento. Como persona es de una lealtad inquebrantable. Como amigo, único. Es un diez”.
“El mejor restaurante de Madrid está en Illescas”, dijo el crítico gastronómico Rafael García Santos, autor de Lo mejor de la gastronomía. Rafa dice también de Pepe: “Significa la reinvención del costumbrismo. Es reflexivo y perfeccionista. Refina y adorna con sabiduría sus esencias. Todas. Es de los que disfruta guisando y piensa siempre en el comensal”.
A Pepe le tocó hacer un difícil relevo generacional y además convencer a su clientela y atraer a otra diferente hacia una cocina distinta, más creativa. Esa transformación fue laboriosa y muy complicada, como lo son siempre todos los cambios profundos. “Al referir mi viaje le fui añadiendo cosas. Cosas que sueño a veces”, escribió el cubano José Ángel Buesa.
Llegó su estrella Michelin, y el siglo XXI, y una época de burbuja inmobiliaria. “Vivimos al calor de esa burbuja”, me dijo en más de una ocasión Pepe. Y como en la profecía bíblica, llegaron las vacas flacas después de las gordas y muchos negocios de restauración, entre ellos El Bohío, fueron languideciendo, vapuleados por una crisis despiadada.
En el año 2011, en una de nuestras cálidas sobremesas de visita anual a Illescas le dije con convicción: “Tú tienes un futuro en la tele”. Me miró con el asombro de la duda y continuamos sorbiendo oportos. Le había visto en un reportaje para un programa de Cuatro en el que él y Andrea Tumbarello cocinaban solo para mujeres y Pepe mostraba determinación, madurez, empatía y desparpajo.
Un par de años más tarde le llegó Masterchef, una tabla de salvación, sumidos como estaban en la tiritona de la crisis. El programa fue un éxito rotundo y Pepe se consolidó como un excelente personaje televisivo en un gran formato.
“Fue suerte -me contó en otra ocasión-, a mí que nunca me interesó demasiado le mediático... La vida es así, tampoco quise ser cocinero y acabé en la cocina”. Le referí la canción de Jorge Drexler: “Tantas encrucijadas quedan detrás. Ya está en el aire girando mi moneda. Y que sea lo que sea”.
En nuestra reciente conversación le pregunté qué le parece ahora la televisión. Responde con inmediatez: “Me parece un medio apasionante. El lugar donde todo sucede, y de una repercusión increíble. La tele sacó cosas de mí que ni yo mismo conocía, que no me esperaba. Cosas que no había mostrado nunca”. “ Me he dado cuenta también de que los que trabajáis en la televisión la vivís, experimentáis en ella una manera de vivir diferente”. “Si siempre he dicho que donde mejor se aprende la cocina es en otra cocina, he de decirte que la televisión se aprende haciéndola y fijándote en el hacer de otras cadenas. He aprendido mucho de otros”.
Le pregunto que cómo lleva esta desatada popularidad: “Me ha pillado ya en plena madurez, con mis valores y mis principios muy cuajados. Piensa que toda mi vida la he pasado sirviendo a los demás, y entonces, igual que ahora, sé que me debo a ellos, sin ambages”.
Metidos en harinas televisivas decido llamar a un viejo compañero de fatigas en estas lides, desde el histórico y heroico Crónicas marcianas, Boris Izaguirre. Exprimo su parecer después de su paso por los Masterchef Celebrity: “Pepe Rodríguez es una maravilla de cocinero pero sobre todo de compañero. Es un señor. Es lo que más me gusta de él, que siempre está en su sitio, a la hora y con la mejor predisposición. Bien sea para juzgar una elaboración o para pasar un buen rato entre personas que no necesariamente conoce. Esa actitud creo que tiene que ver con el hecho de ser embajador de Castilla. Es su carácter, su idiosincrasia, su enorme sentido común y del humor. Y en conjunto todo eso me encanta. Y lo celebro”.
Hablamos de vino: “Me he ido enamorando con el tiempo de distintas variedades, bodegas, zonas. Al vivir en un restaurante y con dos magníficos sumilleres, me adoctrinan”. ¿Y tus preferencias? “He ido variando desde los vinos más intensos, más tánicos, a preferencias más suaves que últimamente me apetecen más. Me interesa mucho lo que se está haciendo en Gredos, esas garnachas frescas y bien hechas. En definitiva, me gusta compensar”. ¿ Y los de tu tierra? “Desgraciadamente en La Mancha se hizo mucho vino a granel, de poca calidad, pero en los últimos tiempos el salto y el crecimiento han sido exponenciales, y aunque falta mucho por hacer, se producen cosas muy interesantes y de gran calidad”. ¿Te gusta aplicar vino a tu cocina? “Me cuesta incorporarlo. No tengo ese bagaje. Como mucho lo empleo para colores o aromas”.
Le pregunto qué vino abriremos y con prontitud saca de su bodega una botella de La Nieta 2016, de Viñedos de Páganos, de una bodega esculpida en roca, en La Rioja Alavesa, a los pies de la Sierra Cantabria, procedente de viñas muy especiales de casi 50 años a 600 metros de altitud, envejecido en roble francés. Una de las grandes elaboraciones de esos genios, los Eguren. Es complejo, muy expresivo, con la fruta muy fresca, elegante, redondo, deja un gusto excelente.
Pero para ir más adentro en el conocimiento de este vino, llamo a Marcos Eguren, que hace un alto en su camino y me atiende: “Este viñedo, que es muy pequeño, no llega a dos hectáreas, se ha convertido en un icono. Produce un vino fino, elegante, es un vino para placer, capaz de despertar muchas emociones”. “Esa añada además fue peculiar, climatológicamente distinta pero que rompió aseveraciones porque fue abundante y de mucha calidad”. Le pregunto por qué se llama La Nieta. Me responde: “No lo sabemos. Así se llama la finca. Es la tercera terraza, protegida por la finca de El Puntido. Y a fuer de ser sincero, nos gusta mucho el nombre y comercialmente tiene su punto: ¿a quién no le gusta celebrar la llegada de una nieta con este vino?”. “Por cierto, da las gracias a Pepe por la elección. Qué lo disfrutéis”. Sería difícil no hacerlo. La Nieta es una joya del joyero de los Eguren.
Nos despedimos. Nos encaminamos al verano profundo, incandescente, donde como dice el poeta cántabro Lorenzo Oliván, “casi todo se da en primeros planos. Incluso los recuerdos”. Palabra de vino.