Un día le pregunté a mi amigo Paco Leiro: sé que eres de Cambados, pero ya que has vivido en tres ciudades tanto tiempo, ¿de dónde te sientes? “Yo voy y vengo”, me respondió en pura galleguidad. Es de allí, de la capital del Salnés, de la cuna del albariño, y guarda como fiel centinela el espíritu de aquella tierra, de ese pueblo de porte noble, de vientos literarios, sabores marinos y piedra de cantería, a cada cual más señorial.
En Cambados hay una maravillosa concentración de pazos y viñedos y un espacio de belleza impactante, la Plaza de Fefiñans, presidida por la majestuosidad de su palacio del siglo XVI y la belleza serena de la iglesia de su patrón, San Benito, de finales del mismo siglo. Y para quienes quieran saber de rumores de la Ría de Arousa allí está el Parador do Albariño, antiguo Pazo de Bazán del siglo XVII. Y después está la casa de Leiro, en la carretera que conduce a Vilanova y Vilagarcía. Un lugar de plena acogida, de hospitalidad manifiesta. A la entrada de su jardín, Leiro se convierte en Ulises a su llegada a Ítaca y te describe con precisión milimétrica uno por uno los árboles que lo habitan: un ciruelo, una higuera, un nogal, un castaño, un tejo... La luz desprende celosías en su frondosidad.
Cambados es su Ítaca a la que siempre vuelve, que siempre lleva consigo. Es su eje con todos sus otros puntos de referencia: Santiago, Madrid, Nueva York. Como proclamaba Rubén Darío en la ampulosidad de su poema Retorno: “Quisiera ser ahora como Ulises, que domaba arcos, barcos y destinos... ¡Porque no me resuelvo a deciros adiós!”. A Leiro, como al héroe griego, Cambados también le ha procurado un hermoso viaje.
Lo explica muy bien Yayo Daporta, cocinero cambadense con una estrella Michelin: “Entre Leiro y yo hay casi una generación de diferencia. Cuando le conocí yo era un niño y él aquel señor que hacía aquellas cosas tan grandes y raras. Pasaron los años y en mi juventud lo veía como el artista que pasaba su vida entre Nueva York y Madrid y al que le gustaba mucho venir a Cambados a disfrutar de la sencillez del pueblo y siempre de una manera humilde y cercana. Hoy es la persona por la que siento una profunda admiración. Es cliente y amigo que me abre las puertas de su casa para mostrarme a mí y a los míos su obra, con una mezcla de pasión y modestia, al tiempo que disfrutamos de vinos, risas y anécdotas".
"Me parece increíble que todos podamos disfrutar en el pueblo del Cristo de Leiro que cuelga majestuoso en el altar de las Ruinas de Santa Mariña. Es uno de los verdaderos tesoros que esconde este museo al aire libre que es Cambados".
Hay unas cuantas fechas clave en la vida de este artista. La primera en los años setenta cuando abandona su villa natal para ir a Santiago a la Escola Superior de Arte e Deseño Maestre Mateo. Ahí comienza su formación, su conciencia artística, su despertar en una ciudad donde se respiraba una agitada vida estudiantil y gran inquietud cultural en una época en la que todavía se respiraban sombras. Santiago proponía y Leiro absorbía.
En el año 84 llegó lo decisivo, su primera aparición en Arco, en una exposición colectiva en la que su pieza causó sensación. Esto provocó que se viniera a Madrid al año siguiente y que en el 88 le concedieran una beca Fullbright y se fue a Nueva York. Vivió tres años en Brooklyn y 14 en Manhattan y al poco de aterrizar en aquellas tierras le fichó la prestigiosa Galería Malborough.
Le pregunto que significó para él esta etapa de su vida: “Nueva York significó muchísimo. Ha sido muy importante en mi vida. Cuando llegué yo ya gozaba de cierto éxito artístico y hube de aprender a desenvolverme en una ciudad muy competitiva, donde todo se vive con inusitada rapidez. Todo es muy cambiante y por ello necesitas creer firmemente en lo que haces, afirmarte en lo tuyo porque de lo contrario su vértigo te envuelve, acaba por adueñarse de ti. Yo salí muy fortalecido después de mi etapa en esa ciudad”. “Allí me tocó vivir el brutal atentado del 11-S. La conmoción, el dolor colectivo de aquella ciudad, de aquel país, del mundo entero me marcaron, me influyeron y empecé a girar mi obra hacia una vertiente más humanista”.
Así lo ve su amigo, el escritor Miguel Anxo Murado: “De Leiro puedo decir que siempre me ha sorprendido lo diferente que es a los demás artistas que he conocido (y a través de mi hermano Antonio, he conocido a muchos). No hay en él nada de la pretensión, de la pose, de la sofisticación impostada de tantos creadores plásticos. Su dedicación a su obra recuerda más a la de un artesano, en su perfeccionismo, en la seriedad con que hace su trabajo. Y al mismo tiempo, sin embargo, es un auténtico artista, con una sensibilidad exquisita. A veces, me he fijado que tiene momentos de inspiración repentinos en los que, durante una conversación, se queda absorto un momento, y luego vuelve y continúa con la charla. Y por cierto que es un placer charlar con él. Tiene esa cultura general de los que tienen una curiosidad inagotable. Todo le interesa. Alguna vez he empezado hablando con él de la historia de Egipto y acabado hablando de la geología de las Baleares. Y, sin embargo, mantiene siempre esa actitud irónica y calmada, 'de paisano', como diríamos en Galicia”.
Hace apenas un año Miguel Anxo llevó a Leiro a otro mundo mitológico, el de Gulliver. Fue en un precioso artículo publicado en La Voz de Galicia (Las islas de Leiro): “En el mundo de Leiro, la postura del cuerpo es la metáfora de las ideas y el acabado es tan perfecto que deja casi siempre algo sin tocar, lo justo para que la madera se acuerde del árbol”.
Así es Leiro un buscador de personajes entresacados de cuentos, de leyendas celtas, de pasajes bíblicos, de horizontes lejanos. Tiene la ambición de mirar, de encontrar dentro de los árboles, en el repicar de las piedras, en el fuego eterno de una fundición.
Volvió a Madrid en el año 2005, a, como él dice, “entregarme a movimientos más armoniosos en mi obra. A un trazado más humanista. Fue un punto de inflexión”. “El Madrid que me encontré después de 17 años era muy distinto, estaba ya lleno de museos, con una oferta artística impresionante que nada tenía que envidiar a otras capitales del mundo”. “Me sentí muy a gusto en Madrid”. No se lo digo, pero lo pienso, quizá porque se acercaba más a su Cambados. “Las flores son muchas pero la raíz sólo una”, escribió Yeats.
Incorporo a esta conversación a mi amigo el príncipe de los poetas, Antonio Lucas, y buen conocedor de la obra de Paco. “Leiro es el protagonista de una hermosa leyenda apócrifa: cuentan que es un tipo criado en los bosques de Galicia y allá aprendió los equilibrios de la escultura después de atravesar la juventud armado con un hacha. De ser cierto tendríamos, además de la belleza de su obra, el eslabón galaico del mito roussionano, con una infancia salvaje que acaba restituida en el animalario del arte. Pero nada de eso se cumple. Leiro es un sujeto sofisticado de ideas. Elegante de aristas. Y su verdad es el mar indefinible de la rías Baixas. De ahí, de lo líquido, le viene la rotundidad".
No puedo estar más de acuerdo; como hacía el arquitecto Antonio Palacios, que en su niñez bajaba hasta el Puerto de Vigo para mirar absorto las chimeneas de los barcos que habían de surcar los mares hasta las Américas y que luego le sirvieron de inspiración estilística de esas admiradas torres de su arquitectura madrileña, yo diría que Leiro bebe de esa policromía de los barcos de bajura de la Ría de Arousa, de las rocas por las que resbala la espuma de los días de mar bravo, de esa luz de atardecer, crepuscular que permite mirar y ver lo mismo en cada instante.
Hay en la obra de Leiro una forma poética a garaje abierto, en su taller de Madrid o en su casa de Galicia aparecen sus esculturas, sus formas múltiples que respiran piedra, bronce y madera. ¡Ay, la madera! Para Leiro, nieto e hijo de ebanista, criado en una mueblería, es algo vital: “Es un material orgánico que se adapta muy bien a mi estilo, aunque no rechazo la dureza trabajosa del granito, ni la impaciente incandescencia de la fundición”.
“Hay quien me ha mirado como un leñador del bosque, aunque lo más apropiado sería decir que podría ser un fragueiro, un trabajador, un cortador de madera de las fragas gallegos. Pero en realidad yo soy de puerto de mar y he crecido rodeado de viñedos, de nasas, de un mundo marino y anfibio. Y eso se manifiesta mucho en mi obra”.
“Necesito del mar porque me enseña: no sé si aprendo música o conciencia”, decía también Neruda.
En su desembocadura, el río Umia forma un humedal, una zona de marismas con pasarelas en un paisaje denominado por viñedos de albariño. Allí se estableció, en la bodega familiar, Xurxo Alba Padín, uno de esos viñadores a los que les encanta experimentar, indagar, descubrir nuevos caminos en el mundo del vino. Hace un año viví con Paco Leiro una noche inolvidable en su bodega, por lo que fue relativamente fácil elegir el vino que había de acompañarnos en la conversación de hoy: un albariño, por supuesto, Pepe Luis de Albamar. Llamo a Xurxo para que nos ilustre sobre la elección: “Pepe Luis existe como vino desde la añada 2010, que fue la primera. La bodega existe oficialmente desde el año 2006 con el vino Albamar”.
Pepe Luis es un homenaje a su hermano fallecido en 1994 en un accidente de tráfico con solo 21 años y es por tanto un vino muy especial para esta familia, “con muchas cosas a nivel sentimental -prosigue Xurxo- pero sobre todo que nos mantiene vivos y presentes junto a él”.
Pepe Luis se cultiva en cinco parcelas de suelos arenosos, pegadas al mar, enfrente a O Grove, Praia da Lanzada. Es un vino cien por cien elaborado en fudre y dependiendo del año en barricas de 500 litros. La fermentación alcohólica arranca en depósitos de acero inoxidable pero a mitad de fermentación se pasa a madera y ahí transcurre el resto de su crianza hasta alcanzar su perfección. Un vino complejo, con peso, profundo, persistente, que recuerda a los vinos de siempre, a los de esta tierra.
Terminamos la conversación, rodeados de figuras que permanecen quietas, esparcidas por este taller que como decía Baudelaire, “canta y charla”, o porque, como escribió Manolo Rivas, “el taller de Leiro, esté donde esté, es una factoría de vida y espacio”. Palabra de vino.