La comida cuenta mucho de nosotros; por dónde andamos, el suelo que pisamos, los cielos que nos abrigan: una perfecta geolocalización sentimental. En esta andadura inquieta se encuentra Juan Echanove. “Un país, un hombre, tienen sus propias señas de identidad”, decía Juan Goytisolo, y por ello cumple reconocerlas, defenderlas con el empeño moral de proclamar de dónde venimos, de dónde somos...
Le conocí hace 34 años en Santiago de Compostela. Encarnaba a Miguelín El Padrones, el mozo leñador de Divinas Palabras, de Valle Inclán, en versión cinematográfica de José Luis García Sánchez. En Galicia, se mezclaba con sus gentes y sus nieblas. Este trabajo le valió su primer Goya como mejor actor de reparto. Desde entonces anduvo y anda con sus personajes a cuestas recorriendo teatros, rodajes cinematográficos, platós de televisión. Un mosaico de interpretaciones.
Juan empezó en esto a los 17 años y desde entonces no ha parado de trabajar. Según contó en una cena de amigos, se hizo actor por “venganza contra la humanidad”. “Era un niño gordito con poco éxito en diferentes ámbitos de la vida que un día descubrió que al salir a la escena le aplaudían lo que hacía. Aquello me reconfortaba y animaba a seguir este camino”, cuenta Juan de manera desenfadada, “pero el día que de verdad tomé la decisión de ser actor fue en el Teatro María Guerrero, durante la función de Noche de guerra en el Museo del Prado, de Rafael Alberti, interpretada por Juan Diego. A la salida me dije: 'quiero estar ahí arriba”. Y consiguió dar vida a sus sueños a la manera de como lo escribió Benedetti: “Que podía vivir con los ojos abiertos y los miedos dormidos, con los ojos cerrados y los sueños despiertos”.
En el cine, Juan ha hecho un número incontable de películas, desde sus primeras apariciones de la mano de Manuel Gutiérrez Aragón y Vicente Aranda.
En 1993 ganó su Goya al mejor actor por la interpretación de Franco en Madregilda, de Paco Regueiro ,de la que guarda un inolvidable recuerdo.
“Regueiro era uno de esos cineastas geniales, de trabajos muy personales, de películas muy singulares. Pero sin duda mis mejores recuerdos cinematográficos vienen de finales de los noventa, de la saga Suspiros de España y Portugal, al lado de mis compadres Pepe García Sánchez, Juan Luis Galiardo y Rafael Azcona. Eran como mi familia. Juan Luis fue mi hermano mayor, fuimos inseparables. Coproduje las películas con ellos y durante estos trabajos las anécdotas fueron interminables, sobre todo las de Rafael, que era un tipo inconmensurable. Me divertí y a la vez alcancé un alto grado de madurez, de preparación. Me sentí cineasta”.
En televisión, la carrera de Juan también es de las de fondo. Comenzó a mediados de los ochenta y pronto alcanzó una gran popularidad interpretando el papel de Cosme en Turno de Oficio, del Rey Midas de la tele, Antonio Mercero. Las tres primeras semanas rodaron los interiores de todos los capítulos: “Al lado de una grande, una maestra, Irene Gutiérrez Caba. Impagable”. Y con Mercero, que no rodaba, pintaba aquella serie como quien cubre un lienzo en blanco. He conocido a pocos directores con tanto pulso para la emoción. Dominaba el medio como nadie”.
Juan siguió dando pasos por la tele adelante, recorriendo éxitos como La mujer de tu vida, Las chicas de hoy en día, Hermanos de leche, Pepa y Pepe... hasta llegar a Cuéntame,Cuéntame en la que estuvo durante 12 años dando vida a Miguel Alcántara. Allí coincidió con Ricardo Gómez (Carlitos), y entre ellos se estableció una relación que ha progresado hasta la hermandad.
Ricardo me lo cuenta así: “La primera vez que Juan me dedicó un gruñido de esos que tanto le caracterizan yo tenía siete años. Nos habíamos conocido hace tres semanas y rápidamente se había convertido en una de mis personas preferidas. Me acerqué a él todo lo que pude. Le escuchaba, le miraba, le observaba, le copiaba... Estuve diez días sin separarme de él y al undécimo, sin que lo viese venir, le espeté un cariñoso e inocente: '¿Sabes qué, Juan? Me caes bien'. A lo que Juan me contestó con un fuerte bramido: '¡Quieres hacer el favor de dejarme tranquilo un rato, chaval!'. Por aquel entonces ya entendí que esa era su manera de decirme que el cariño era mutuo”. Un día escribió Benedetti: “Es lindo saber que usted existe”.
Al poco de terminar en Cuéntame, nos citamos, “de mantenimiento”, en un restaurante de sabores infinitos, Membibre, y hablamos de la firme posibilidad de poder volver a trabajar juntos (nos habíamos encontrado en Un paso adelante unos cuantos años atrás) y así llegamos a la serie Desaparecidos, producida por Plano a Plano para Mediaset y estrenada recientemente en Amazon Prime Video.
Juan da vida a un enigmático responsable de la Brigada Central de esta especialidad en la policía. Uno de los directores de la serie y también director de cine, Miguel Ángel Vivas (La Casa de Papel, Vivir sin Permiso o las películas Secuestrados, Tu hijo), se incorpora a esta conversación para hablarme de Echanove: “¿Qué puedo decir de Juan que no sepa ya todo el mundo, que no se haya dicho ya? ¿Que es un maravilloso actor? ¿Mejor persona? ¿Gran cocinero y gran amante de la cocina? ¿Gran conversador? Así que no, no voy a repetir lo que dice todo el mundo; y tampoco voy a hablar sobre lo grande que ha sido el poder trabajar con él -eso queda entre nosotros-. Viendo que me quedo sin argumentos para seguir hablando, voy a contar cómo fue la vez que lo conocí. Un restaurante, con muchos más actores, y productores, y guionistas... nos presentamos, nos saludamos y nos sentamos. Al momento, todos hablando a la vez, y él, sentado en una esquina, callado, escuchando, mirando... y, en un momento, dijo algo, nada importante, pero todo el mundo calló para escucharle y mirarle. Luego volvieron todos a hablar a la vez; y él volvió a abrir la boca y todos volvieron a callar. Podría pensar que lo hacían por respeto, pero yo era el primero que callaba para escucharle y mirarle. Hay actores buenos y malos y regulares, pero hay muy pocos que transmitan tanto carisma como para que no puedas dejar de mirarle y no tengas más remedio que callar cuando él habla. Pensé mucho en esa anécdota los días siguientes, si sería el tono de su voz, la expresión de su cara o sus gestos lo que nos hacía a todos callar para escucharle, pero no supe entenderlo hasta que empecé a trabajar con él. Juan es una persona que escucha y observa a las personas que tiene delante, así sabe perfectamente cuándo tiene que hablar y qué decir en cada ocasión. Y eso es lo mejor que se le puede decir a un actor, que sabe escuchar y sabe observar. El resto, es técnica. Yo no soy actor, así que no tengo claro si sé escuchar o sé observar, pero te aseguro que siempre que tengo a Juan cerca aprendo un poco más a escuchar y a observar. Juan, gracias por ayudarme a ser un poco menos torpe en esto de la dirección. Un abrazo, se te quiere”.
El teatro es la constante en la vida de Juan Echanove, sus interpretaciones llenarían días de esta publicación y sus mejores recuerdos vienen de la obra El Cerdo, un texto basado en el monólogo Estrategia para dos jamones, de Raymond Cousse. Era un verano abrasador de 1993 en Sevilla mientras le concedían la Concha de Plata a la mejor interpretación por Madregilda en el Festival de Cine de Donostia. Una ejemplar soledad escénica.
“El teatro me gusta porque no te puedes mirar, solo sentir. La búsqueda de esa sensación me mantiene en pie. Si pudiera verme no me soportaría”, me cuenta Juan en un alarde de sinceridad. En el teatro ha interpretado, adaptado, producido, dirigido... Ha recorrido textos de Cervantes, Arthur Miller, Dostoyevski, Borges, Quevedo, John Logan o su trabajo más reciente: La fiesta del Chivo, del Nobel Vargas Llosa.
Hace más de veinte años, un día en las oficinas de Canal+, Eduardo Haro Tecglen me dijo: “Echanove tiene toda la emoción del teatro. Lleva su misterio en sus baúles de cómico”.
“A los 15 años daba clases particulares y eso me permitía ahorrar un dinerillo que me gastaba a gusto yendo a restaurantes. Recuerdo de aquel entonces el bacalao de Casa Labra, los cocidos del Charolés”, me cuenta Juan, que sigue su confesión: ”Me encantan los restaurantes con esa coreografía única de sala donde todo se produce ante tu vista. Ese ceremonial me hace muy feliz. No hago distinciones entre clásicos y modernos, solo reparo en que la comida y la estancia sean placenteras, generadores de felicidad”.
“Mi afición por cocinar se despertó un día que acompañé a Víctor Manuel a un Salón del Gourmet cuando se celebraba en la Casa de Campo. Había allí un puñado de artistas de la cocina y entendí su compromiso, su dedicación, su estudio y me contagié”.
“No puedo entender la cocina sin el conocimiento, sin la exploración del producto, tocar, ver de cerca la verdad de todo: vidas hipotecadas, sacrificadas en pos de sacar una leche única, un queso extraordinario, el cultivo de una huerta especial, la pesca artesanal, la cría de unos animales con rasgos de singularidad”. Caminar para probar, para conocer, para perderse.
“Las dos cosas que más amo son el teatro y la gastronomía y eso me exige viajar, y me ha permitido enamorarme de este país. España es formidable. Única. De norte a sur, de este a oeste. He aprendido a conocerla y por tanto a amarla. Solo se ama lo que se conoce. Soy muy español”.
Su último trabajo de entretenimiento para televisión es también un viaje emocional por ocho restaurantes extraordinarios condensados en De la vida al plato, producido por Unicorn para Amazon Prime Video (estrenado hace poco más de un mes) y Mediaset. La vida, los orígenes, el esfuerzo, la excelencia bien contada. Ahí están bajo su mirada atenta, en la conversación de sus mesas: El Celler de Can Roca, El Corral de la Morería, Lera, Noor, Casa Solla, Echaurren, Etxebarri y Ricard Camarena. Es éste, su amigo, quien me apunta: “Es un tipo extremadamente generoso con los suyos, intenso en sus intenciones y por encima de todo amigo de sus amigos. Siempre sin reproches y sin condiciones. Siempre Echanove. Solo puedo quererle”.
“El vino tiene algo que desata lo mejor de nosotros mismos. Es un contenedor de felicidad, a veces un bálsamo para las penas, un compendio de brindis de alegrías. Y sobre todo un extraordinario compañero de conversaciones”. Esto me dice mientras descorcha la botella que nos vamos a beber. Le apunto que Cunqueiro sostenía que el vino es el mejor amigo del hombre.
La botella viene del sur, La Bien Pagá, una manzanilla muy pasada, 19 años en rama, de las Bodegas Delgado Zuleta de Sanlúcar de Barrameda. Algo exclusivo, muy escaso, que parieron hace seis años los que dicen llamarse Hijos de la Albariza, Xavier Saludes, Pedro Hernández y el propio Juan. Solo 940 botellas de 50 cl., y 4 ó 5 magnum. Desprende madurez, elegancia, sabor marcado de aquella tierra, de ese aire atlántico y tan personal, sanluqueño. Una joya.
Me despido, y mientras regreso a mi casa pienso en que es Juan un tipo de paso corto, mirada larga, que busca horizontes humeantes, chimeneas en las que pararse para escribir, contar y cantar que no hay país como este para comérselo y para bebérselo. Palabra de vino.