Fernando Romay soñaba sabe Dios con qué en aquella A Coruña de finales de los sesenta. A veces “el pasado es un país extranjero”, decía el escritor británico L.P. Hartley. Con 14 años, a comienzos de los setenta, se vino a Madrid en busca de un horizonte infinito. Madrid era frecuentemente un cuento que te iban contando, una promesa que siempre se escribía en infinitivo: irse a Madrid. De alguna manera los gallegos siempre nos estamos yendo. Y volviendo.
Aquí en la capital fue donde Fernando supo que su vida sería el baloncesto: “Me vine a hacer una prueba por el Real Madrid de baloncesto y cuando la pasé me fui a vivir en una pensión de la Ciudad Universitaria, donde había un jugador vasco, que luego jugó en el Oviedo, y que me dijo: Ves a todos esos que están por ahí (estaba incluso Beirán padre, que ya había debutado con el primer equipo), pues de todos el que más posibilidades tiene de triunfar en esto eres tú. Las cosas así explicadas las entendía muy bien y desde aquel momento me creí que podía llegar al primer equipo”.
“Para que sucedan las cosas primero hay que soñarlas”, decía Eduardo Berizzo cuando entrenaba al Celta de Vigo.
Fernando se convirtió en un histórico de la sección de baloncesto. Llegó a coincidir con Santiago Bernabéu: “Sí, además con Bernabéu tengo una historia que demuestra lo que era el Madrid de aquella época: empezaba a jugar en el primer equipo y como había llegado tarde al baloncesto me sometieron a entrenamientos intensivos, mañana y tarde, e incluso si podía me quedaba un poco más, también recurrentemente solía llegar antes. En esto se iba a jugar una copa, no sé si la última del Generalísimo o la primera Copa del Rey y aparece Santiago Bernabéu por la pista. Según le veían aparecer todos se colocaban de manera marcial: el capitán, los veteranos…, al llegar a mí le dice Lolo Sáinz, el entrenador: 'Este es Fernando Romay, está empezando, tenemos grandes esperanzas depositadas en él', y Bernabéu le dice: 'Lo he visto jugar con los juveniles y le noto un tanto descoordinado, como sabéis a mí me gusta mucho el boxeo y los boxeadores para coger coordinación saltan mucho a la comba; a este chaval le podría ir muy bien la comba -Fernando se ríe recordándolo-'. ¡Qué gracioso! Pues al día siguiente cuando llegué a a entrenar me dijeron que la primera media hora no iba a hacer tiro. Ves esa comba que hay ahí, cógela y ponte a saltar. ¿Por qué?, pregunté. Porque lo dijo Bernabéu. Bueno, lo tendrá que decir el preparador físico, repliqué. Si dice Bernabéu que saltes a la comba, tú saltas y ya está… Y así estuve durante un año y medio”.
Por tu estatura deduzco que debía ser una comba enorme.
“Sí, sí era un maroma de cuidado”, -vuelve a reírse-.
Todo fruto tiene su raíz. Dice Luís Landero en “El huerto de Emerson” que “en nuestro pasado está todo aquello que necesitamos”. Mucho se ha hablado en estos últimos años del espíritu de familia de la selección española de baloncesto que hace un par de años se proclamó, por segunda vez, campeona del mundo. Ese convivir juntos tiene su espejo en un tiempo atrás, en aquella otra generación de los 80, aquellos que consiguieron el primer gran triunfo en 1984, la medalla de plata en los JJ.OO. en Los Ángeles: Fernando Martín, José María Margall, Beirán, Arcega, Iturriaga, Epi, Solozábal, Llorente, Corbalán, De la Cruz, Jiménez y Romay. Ellos a su vez seguían la senda de quienes les precedieron, aquellos que fueron subcampeones de Europa en el 73, en una final tan épica como inolvidable. Allí estaban: Luyk, Brabender, Buscató, Vicente Ramos, Rullán, Flores, Santillana, Cabrera, los hermanos Sagi-Vela, Estrada y Enrique Margall.
En ambas proezas estaba al timón una leyenda del baloncesto español, su entrenador, Antonio Díaz-Miguel. Le pido a Fernando que comente qué supusieron este par de impulsos y qué incidencia cree que han tenido en los “junior de oro”: “Si algo tiene sobre todo nuestro equipo nacional actual es mucha innovación pero sin perder la filosofía de la tradición. Mira, a Antonio Díaz-Miguel le decías que era seleccionador y te pegaba un corte del 30. Él decía siempre: “Soy el entrenador del equipo nacional, en sus polos tenía el escudo de España y un círculo en el que decía eso, “Entrenador del equipo nacional”, porque demandaba ese espíritu de equipo. Y un equipo se basa en la tradición, en lo que han aportado los anteriores, en lo que aportamos nosotros y en lo que aportan los actuales. Si nosotros teníamos ese concepto de equipo, los de ahora han dado un paso más y se hacen llamar 'La Familia', que ya es el equipo de los equipos, capaz de conjugar la excelencia de la innovación con lo profundo de la tradición. Y eso es increíble”.
Cruzo en esta conversación el testimonio de un buen amigo de Fernando, Juan Antonio Corbalán. Él le conoce demasiado bien y por tanto se me antoja primordial su aportación: “Hace ya muchísimos años, llegó a Madrid un chaval, alto, desgarbado, curioso, simpático y familiar, que no era consciente de lo que iba a suponer para el baloncesto español. Su gran estatura puso en guardia a todos los resortes deportivos y no deportivos del Real Madrid, su club, y de la Federación Española de Baloncesto, su potencial beneficiada de cara a las citas internacionales. Todo lo que se movía en el baloncesto parecía tener que ver con el proyecto humano y deportivo que suponía aquel chaval de dos metros trece centímetros, que aparecía ante nosotros como el primer gigante de producción propia.
Estábamos acostumbrados a otros gigantes, pero casi todos ellos venían de Rusia o los países del Este y por estos lares no era frecuente su presencia. En mi carrera, siendo muy niño recuerdo a Fede Alonso, con el que coincidí en la playa, en Bilbao, y a Segundo Azpiazu, guipuzcoano, otro vasco que parecía estar hecho con otros moldes.
En España, éramos tan orgullosamente enanos como cerrados estábamos al mundo que nos rodeaba. Sólo los deportistas teníamos contacto con otras nacionalidades y otras realidades muy por delante de la de España, que aún se desperezaba de la posguerra, e incluso nuestros pivots más preciados en ese momento, que se movían entre los dos metros y los dos siete u ocho centímetros, parecían de otro planeta.
El valor de cinco centímetros se convirtió en diferencia con la llegada de Fernando Romay desde su Galicia natal. Una Galicia que parece no tener un modelo fijo a la hora de echar ilustres al mundo, sean altos y bajitos. Todo en esta vida ocurre por una causa y ya Mendel dedicó su vida a definir los entresijos de la herencia, eso sí, con guisantes. De verdes, salen verdes, y de amarillos, amarillos. Los padres de Fernando eran muy altos. Pero cuando todo se mezcla, y eso es la vida, de vez en cuando el modelo estalla y aparece un fenómeno. La evolución se produce como una rampa en la que de vez en cuando nos encontramos un escalón, un peldaño. Fernando es ese escalón.
Fernando tardó en darse cuenta de lo importante que fue para el baloncesto español e incluso, después de retirado, tampoco parecía querer aceptar ese papel protagonista que le ofrecieron la biología y el baloncesto. Ese protagonismo que yo revindico desde estas páginas fue el que nos permitió mirar a los ojos a los grandes equipos y selecciones con los que perdíamos casi siempre, aunque no jugáramos peor que ellos. Tardamos mucho años en sentir el poderío de jugadores altos que te dieran muchas posesiones de balón. Gracias a Fernando algunos afortunados pudimos tener esa sensación y aquella generación catapultó el baloncesto español a lo más alto. Lo dije hace casi hace casi 20 años y lo he repetido en muchas entrevistas. Fernando fue el jugador más decisivo de aquel equipo nacional, que explicara el acontecimiento que supuso el baloncesto de los ochenta.
Como he dicho anteriormente, él pareció no querer darse cuenta nunca, o quizás no se lo dijimos suficientemente. Fernando hablaba de sí mismo como en un segundo nivel de lo que nos tocó vivir juntos. Se dejaba ver como un accesorio de más o menos valor en un conjunto bien estructurado y de mucho talento. Ése era su discurso: ellos eran los buenos, yo era el alto y el gracioso. Su humildad llegaba a ser incómoda a veces para mí.
Después de unas charlas organizadas en Logroño por la FEB, en las que compartimos mesa, y después de intervenir, creo que Lolo Sainz, y con toda seguridad yo, habló Fernando con el discurso más excesivo, en la poca valoración que hizo de él mismo, que nunca le había oído. Y me sentí mal, casi ofendido. Al acabar la mesa, le llamé y con discreción hablamos durante unos minutos. Aproveché para decirle:
Fernando es la última vez que comparto una mesa redonda contigo, si vas a hablar así. Tú tienes muchas cosas que contar de todo lo bueno que has hecho por nuestro baloncesto y tienes la obligación de saber contarlo. Le ofrecí trabajar unas semanas en crear un contenido para una conferencia que fuera reflejo de la verdadera realidad, de lo que de verdad Fernando Romay había aportado a su club y a su país, que fue mucho.
Aquella conferencia la titulamos “El valor de la diferencia”. No sé cuantas veces la habrá dictado como tal, pero estoy seguro de que muchas de las ideas expresadas en ella sirvieron para que Fernando se valorara un poquito más. Aún hoy cuelga esa conferencia en algún archivo de mi ordenador.
En la actualidad, me alegra verle en sus nuevas facetas profesionales convencido de lo que hace y sobre todo reconocido por la gente como una persona y no como un personaje. Alguien que hace bien su trabajo, que está siempre cerca de los demás y parece estar dispuesto para tener una palabra amable para todo el que lo necesite. Como decía el poeta, “en el buen sentido de la palabra bueno”.
Desde estas páginas de un libro que sólo hablará de él, le deseo que no cambie en sus cosas buenas y que las ponga en práctica muchas veces. Pero como las virtudes y defectos se mezclan al azar, que esté atento para descubrir sus cosas malas, que las habrá, que no las haga nunca y que las corrija.
En esto consiste la vida, mi querido Fernando, en mejorar y tú lo has hecho”.
Decía Bertold Brecht que “a la buena gente se la conoce en que resulta mejor cuando se la conoce”.
Como en toda carrera deportiva, la de Fernando Romay está contada en victorias y en derrotas que alimentaban esperanzas de nuevas primaveras. Le pido que me cuente qué es lo que le hubiera gustado ganar que no ganó: “Muchas cosas. Me hubiera gustado ganar aquel partido que acabamos cuatro en el campo con Petrovic, con el arbitraje más polémico de Neyro, que se la tenía jurada al croata porque un par de años antes cuando jugaba en la Cibona le había escupido. Aquel partido merecimos ganarlo”. “Me hubiese gustado ganar unos Juegos Olímpicos porque es la competición de competiciones y porque soy muy proolímpico por los valores e ideales de esa competición”.
“Y muchos partidos que he perdido, pero sobre todo tengo una espina clavada de cuando jugaba en el Tempos (una especie de filial del Real Madrid, a imagen y semejanza del Castilla de fútbol). El partido fue en Mollet, iba muy igualado, tenía que tirar un tiro libre y estoy seguro que lo iba a meter. Estaba muy concentrado, me pongo a tirar y el árbitro pita, lo para y me dice: Ten cuidado porque si pisas la línea te tengo que anular el tiro. A partir de ahí se me fue la concentración al carajo y me mangué un castañazo que no maté a una anciana de entre el público de milagro. Ese partido me hubiera gustado haberlo ganado”.
Fernando vivió el baloncesto con un sentimiento romántico, un sentido práctico, sus manos se convirtieron en un muro, un tapón de botella que defendían a la manera numantina su canasta. Iniciaban el camino de recuperación y de partida hacia el territorio adversario. Ese sentimiento y esa manera de vivir el baloncesto le ha llevado a seguir trabajando en la Federación Española de Baloncesto. Le pido que me cuente cuál es su tarea: “Me ocupo de todo ese baloncesto que no es competitivo sino de valores para intentar ayudarlo. La Federación Andaluza tiene un programa de actuaciones que se llama Valorcesto para intentar extraer valores. El baloncesto no es un solo un deporte que mola sino que es un deporte que te enseña cosas de vital importancia y ayuda a mucha gente a formarse, a disciplinarse y a competir”.
Vale también para este deporte el axioma de presión sobre el contrario y ayuda al compañero y continúa Fernando: “La labor de equipo es fundamental, con talento se puede ganar un partido pero si quieres ganar un campeonato has de tener constancia, sacrificio y trabajo en común. Recuerdo cuando vino Petrovic al Madrid: para nosotros lo importante era el club, el Real Madrid, y él quería utilizar al Real Madrid como un trampolín para llegar a la NBA y por ello chocó con todos nosotros, especialmente con Fernando Martín, que se fue a la NBA, sí, pero volvió al Madrid para aportar todo lo que había aprendido, para aportar una enorme madurez”.
Dice un viejo proverbio popular que “si quieres ir rápido ve solo, si quieres llegar lejos ve acompañado”.
Hace casi una treintena de años Romay se aventuró por ciertos caminos de la televisión, desde entonces ha practicado el entretenimiento, ha sido comentarista de encuentros y hasta se marcó un cameo en '7 Vidas', un par de ellos en 'El Comisario' , ambas en Telecinco, y en otra ocasión en 'Gym Tony' (FDF). Hace unos años estuvo también con Bertín Osborne en 'Mi casa es la tuya'.
Antes de proseguir la charla llamo a Emilio Aragón, él le hizo debutar en el medio: “A veces la vida te da sorpresas que llegan para quedarse. Corría el año 1992 e iniciábamos una andadura en la nueva Antena 3 con un programa semanal de entretenimiento: 'Noche, Noche'. Éramos jóvenes, atrevidos y con ganas de comernos el mundo. Pretendíamos hacer algo diferente y alternativo. Le dedicamos muchas horas y pusimos todo nuestra buen hacer e ilusión. La idea era hacer un programa muy ágil y divertido. Entre todas las personas que teníamos en mente, destacaba una: Fernando Romay.
Había sido fan de Fernando como deportista y en esta nueva etapa, le propusimos participar en el proyecto. Era un programa que, aunque tenía una estructura, era lo suficientemente abierto como para permitirnos improvisar y probar secciones. Tras el estreno, que no tuvo los resultados de audiencia que esperábamos, el programa se convirtió en una montaña rusa. Ideas iban y venían, nuevas propuestas eran lanzadas cada día, en busca de aquello que pudiera atraer al público. Todo aquel que haya hecho un programa sabe el nivel de tensión y estrés que eso significa.
Si tu programa no gusta, se cancela. Todo el mundo a casa. Y ahí es donde me viene el recuerdo de Fernando. Su sentido del humor, su cercanía y su apoyo fueron fundamentales en aquellos momentos de incertidumbre. Cuando todo va bien en un barco, es fácil navegar, pero cuando hay tormentas y olas de seis metros, ahí es donde uno mide el nivel y el calado de las personas. Fernando nunca tuvo un pero. Fue amigo y compañero de viaje hasta el final. Algo que jamás olvidaré. Como tampoco olvidaré que he sido la primera persona (y creo que la última) que ha convertido a Fernando Romay en trompetista de jazz por una noche. La vida te da sorpresas, y tener a Fernando como amigo ha sido una de las más bonitas”.
Retoma la palabra Fernando: “Recuerdo con mucho cariño ese programa y en especial a Emilio, que tanto me enseñó. A partir de ahí fui capaz de apuntarme a un bombardeo y como has dicho tuve experiencias varias y en todas me lo he pasado fenomenal, hasta en las series, donde me ha fascinado el trabajo de los actores. La tele es un medio que me encanta, es sumamente divertido”.
Se vino a Madrid muy joven pero nunca dejó de hablar con Galicia, de Galicia, de su Coruña natal a la que vuelve en cuanto puede a envolverse en sus brumas, en esa redoma de vidrio que son las galerías de la Avenida de A Mariña. Cuando habla de ella abunda la nostalgia y sé cuánto hay de gallego en él: todo. “De gallego sí que me queda mucho -me señala- y cada vez más porque no paro de descubrir cosas allí. En A Coruña vive mi hijo y eso me obliga a ir con frecuencia y qué a gusto estoy cuando estoy allí. Esa ciudad es pura recarga sentimental”.
Es amigo intenso, portador de abrazos felices, le encanta estar entre los suyos cuando no se ocupa del baloncesto. Es un disfrutón. “Soy un tipo muy normalito, Manolo, me gusta lo que le gusta a casi todo el mundo: leer, escuchar música y sobre todo cultivar la amistad. Para mi los amigos son algo sagrado. Soy un animal social, me gusta estar en contacto con la gente. El confinamiento me costó muchísimo porque eché mucho de menos a los míos. Ah, y me encanta comer: soy de los que haría una comida al día que durara desde la mañana a la noche. Adoro las buenas sobremesas”.
Uno de sus mejores amigos es Cecilio Alonso, le llamo para redondee esta conversación: “Fernando y yo nos conocimos cuando entrenábamos en el INEF, ahí empezamos a fraguar nuestra amistad. Un tiempo más tarde se dio una buenísima coincidencia: me compré un piso, salgo a la terraza, miro a la derecha, sale una chica alta, rubia, guapa, nos saludamos y justo detrás aparece Fernando. Nos reímos y celebramos tal casualidad. Él es todo bondad, muy positivo y de una generosidad incalculable y resulta fácil quererle. Le quiero mucho”.
“Tiene un gran sentido del humor y te lo pasas genial con él. Un día íbamos por Fitur y nos cruzamos con una expedición capitaneada por el entonces presidente de la Xunta, Manuel Fraga, y Fernando, con su altura imponente, se puso a imitar su andar, balanceándose… Conociendo el genio que tenía Fraga le dije, verás Fernando… Y resulta que nos encontramos con el político partiéndose de risa y celebrando la imitación. Fue un cachondeo”.
El vino de hoy lo ha elegido Fernando, es Pazo de Rubianes 1411. Aprovecho para recuperar el contacto con Guillermo Hermo, director de la bodega al que hace unos años que no veo y le cedo la palabra para que nos hable de la bodega y el vino: “Nuestro viñedo abraza un parque botánico declarado Jardín de Excelencia Internacional. Contiene una enorme variedad de especies botánicas y auténticos monumentos vegetales entre los que destaca la Camelia como la joya e icono del Pazo de Rubianes. Este especial entorno imprime en nuestros vinos un especial carácter que los convirtieron en el albariño de las camelias, como los bautizó el ilustre profesor Stephen Hawking durante su visita en 2015.
El proyecto del Pazo de Rubianes tiene como misión transmitir su compromiso con el patrimonio histórico, botánico y cultural de Galicia, contagiar nuestro amor por el privilegiado entorno, el cuidado y respeto que le procesamos, así como nuestro compromiso con su sostenibilidad medioambiental, con el objetivo de buscar la excelencia que nos haga merecedores del orgullo con el que nos apoyan nuestros colaboradores, embajadores y amigos”.
“Nuestros albariños son el resultado de la máxima expresión de una finca de excepcionales aptitudes para el cultivo del albariño. El viñedo más extenso de la comarca del Salnés, dispuesto en ladera con orientación suroeste, una altitud de entre 100 y 250 metros, proximidad al mar con menos de 3000 metros de distancia a la costa, con predominio de la espaldera como sistema de conducción y una edad de entre 20 y 30 años, son los principales atributos de una viticultura respetuosa con su privilegiado entorno en la que una cubierta vegetal permanente cuidan de un suelo que nos proporciona una calidad única y diferenciadora cada cosecha, que hacen de nuestro viñedo un singular atalaya sobre la Ría de Arousa, desde el que lanzar nuestro discurso de albariños únicos acariciados por el Atlántico”.
El vino que os hoy os ha acompañado, 1411, es nuestro primer vino de parcela, que se elabora a partir de la uva del viñedo más oriental de la finca, la primera en recibir los rayos de sol cada mañana, “El Bacelo”. Parcela de 3 hectáreas de la que seleccionamos 6.000 kg de uva cada cosecha para conmemorar el año de fundación del Pazo de Rubianes, 1.411. Producimos ese mismo número de botellas”.
El vino es frutal, muy aromático, enormemente expresivo. Mineral, cítrico y cremoso. Un vino muy especial.
Me despido de Fernando y nos proponemos quedar un día a comer también con Cecilio. Es de verdad un tipo especial. Pertenece a la eternidad. Como decía Hölderlin, ahí está siempre “con su celestial fuego, enviando felicidad”.
Palabra de vino.