"Captar ese instante, el centelleo de una mirada del pasado, solidificarlo. Este es uno de los puntales de El Celler. Permitir que abra la puerta y que entre quien esté dispuesto a emprender este viaje. La infancia es paraíso solo en la medida en que lo podemos recuperar con la mirada del adulto” (Josep María Fonalleras).
Érase una vez una barriada humilde de Girona, Taialá, a la que llegaron, a comienzos de los 60, una joven pareja de recién casados, Montserrat y Josep, que como otras, por estas épocas, buscaban cielos más estrellados en los que cobijarse. En esa latitud se sabe que en cada titilar de las estrellas hay una canción para aquellos que la buscan, una especie de madrigal encantado que solo pueden escuchar algunos. La música, como la poesía de Neruda y su cartero, no es para quien la escribe sino para quien la necesita.
En esta tierra que cada día se yergue frente a la luz “azul Patinir” del amanecer y se duerme con el reflejo pálido de la luna sobre el río Ter, forjaron su hogar, y al poco nació su primer hijo, Joan, que lleva el nombre de su abuelo paterno; y un par de años más tarde, en la víspera de San José, llegó Josep con su nombre como el de su padre bajo el brazo, aunque desde siempre es Pitu.
En 1967 abrieron Can Roca, la casa de los Roca, la casa de todos los pobladores de aquel territorio periférico: gentes de diversas procedencias, emigrantes andaluces, intérpretes de cantares como lamentos a garganta rota, de músicas de guitarras desgastadas que sonaban con el idioma del viento del sur…
Montserrat se agarra entonces a su hermana María y de su mano se lanza a los fogones, al recetario tradicional: “Empecé con los calamares a la romana, que todavía los sigo haciendo, será el plato que cocinaré hoy, y qué buenos están”. Se prodigó también en los canelones, el arroz a la cazuela, los riñones al jerez, y otros guisos… Y así la historia se deslizaba en el alfabeto invisible de los afectos, en un morse telegrafiado: trabajo, constancia, esfuerzo.
A los 12 años, Joan decide ser cocinero y emprende el camino que también sigue Pitu al ver la felicidad de su hermano, impulsados quizá por ese deseo expresado de su madre: “Desde que nacieron pensaba en buscar algo para que mis hijos nos tuvieran que marcharse de casa para buscar el pan como yo tuve que hacer”.
En 1978 nació Jordi, “un jubileo, una celebración, una felicidad -palabras de Pitu-, cambió mi forma de comprender la familia al saber que yo ya sería un hermano mayor”.
El 'Palabra de Vino' de hoy lleva un trazado distinto, las cosas dentro de las cosas, el talento concentrado de una madre y sus tres hijos en un concierto para instrumentos bien afinados. Como las cerezas un plato traerá a otro en este menú a ocho manos: primero, segundo, postre y tres vinos destinados para ser su escolta. Un Can Roca dentro de otro Can Roca.
Le pido a Montserrat que alce el telón, interprete la obertura de esta ópera gastronómica:
“Los calamares a la romana. Quizás sea una receta clásica, probablemente, una de las tapas más servidas en Can Roca desde los años setenta y una receta que nos enlaza con nuestra más esencial vivencia en la cocina, con nuestro bar y que ahora mis hijos homenajean en su nueva apuesta: el restaurante Normal. Son calamares que nos recuerdan a la familia, mi manera de recordar a María, mi hermana mayor, que en paz descanse. Fue mi maestra, un símbolo, un culto a quien adorar. Ella me enseñó lo que sé de cocina y los calamares a la romana fueron su gran legado: sencillo, lleno de maestría, generosidad y bondad. Una mirada sofisticada en aquellos tiempos de revolución industrial y de crecimiento de las ciudades por las periferias donde los domingos eran de fiesta. Manzanilla, finos de Jerez, Montilla-Moriles y quinas. Los calamares los baño en una receta que durante tiempo mi marido no me dejaba compartir, como un bien preciado, como algo secreto. Durante unos años, solo sabíamos la receta mi suegra, Angeleta, mi marido y mis hijos. Sara, después de más de 15 años conmigo en la cocina tuvo el permiso para realizar la fórmula. El secreto de la mezcla era simple, un poco de brandi jerezano, unas cucharadas de bicarbonato, un golpe de soda al último momento y la textura en la pasta que levantara levemente toda la mezcla con las varillas de remover la base de agua, yema de huevo de gallina y la harina”.
La cocina entendida en el tono de la confidencia entre hermanas, un código de vida, un tratado íntimo de entender los fogones. Una historia de compromiso entre las cuatro paredes de aquel bar. Un reverso de platos domésticos. Un lienzo sobre el que iban dibujando su historia.
Pitu descorcha el primer vino con la destreza con la que rellenaba frascas en su tiempo de infancia: “El vino que me acerca a esta mirada es de Jerez, concretamente de Valdespino, el Fino Ynocente. Un gran fino, representante único de esa solera de más de 120 años, resguardada hasta hace poco en la calle Ponce del centro de Jerez. Ahora, custodiada por la familia Estévez y por el admirado Eduardo Ojeda, tienen el compromiso de mantener el sistema de sacas. Un fino de terruño de asiento blanquecino en Macharnudo Alto, un montículo al norte de Jerez. Se presenta con todo el rito de la transparencia gracias a la magia de la flor del vino que se aposenta en los toneles del Jerez, en penumbra, flotando sobre su espíritu y su cuerpo. Su recorrido es lento por la bodega, como si descendiera peldaños, pasa un decenio a tientas entre el alma encalada y húmeda de las catedrales del sur. Es un gran vino blanco, punzante y mantecoso, rotundo y placentero, maduro y largo, conservando el duende de los vinos de crianza bajo velo, su ángel. En boca sacia su pálido fuego, permaneciendo fresco y seco. Ofrece vinosidad y densidad de un vino persistente y complejo, capaz de madurar noblemente con los años. Un vino al viejo estilo. El vino es un viaje a los recuerdos y más allá de los matices de manzana asada, almendras saladas y olivas verdes me trasladan a los viajes en autobús vestido de publicidad de Valdespino con el que nuestro padre conducía el coche de línea que llevaba a los vecinos desde nuestro barrio a la zona del mercado de abastos en Girona”.
Mi primera llamada de hoy es para la persona que me presentó a los Roca, que engarzó lo que ya considero una amistad tejida en el tiempo, en el devenir de los años. Al aparato el príncipe de las mejores maneras, Jordi Bosch, presidente de Banijay Iberia y por encima de todo, gironí de provecho: “Entré por primera vez al Celler de Can Roca en septiembre de 1986 durante unas vacaciones en Girona, mi ciudad natal. Entonces yo, veinteañero, trabajaba como periodista político en Madrid. Apenas hacía un mes que habían abierto, en pleno agosto, en un anexo al restaurante familiar, un bar-restaurante muy popular, de menú, en un barrio de trabajadores. El “chivatazo” se lo había dado Vicenç Andreu, el “senyor Andreu”, antiguo profesor de Joan i Josep Roca en la Escola d’Hosteleria de Girona, a un amigo y compañero de almuerzo, Jaume Font, periodista gastronómico y editor de la revista “Girona Gastronòmica” que escribió sobre el restaurante: “Base de cocina catalana muy bien hecha con voluntad de innovación y sofisticación”.
Evidentemente no habían llegado aún a la carta ni el carpaccio de “peus de porc”, ni el parmentier de bogavante, ni el timbal de foie y manzana o el postre Viaje a La Habana. Tampoco Jordi, el pequeño de los Roca, que entonces era pequeño de verdad. Cuando comenzó a circular que en el Celler se comía de maravilla hicimos con Jaume Font un ejercicio de memoria sobre esa primera vez en el Celler y coincidimos en lo sucedido: comimos muy bien y tuvimos una larga charla de sobremesa con Josep Roca padre, “el jefe”, y sus hijos de pie escuchando. Actitud humilde, respetuosa e interesada por la opinión de los otros, por conocer, que hoy continúa siendo exactamente idéntica.
Como todo fenómeno global, el mejor restaurante del mundo al que peregrinan gentes de muchos países, la moneda tiene un reverso local. Para mí el Celler es la evolución de esa casa de comidas a la que nos llevaban nuestros padres para hacer el vermut después de bañarnos con mis hermanos en una piscina próxima siempre, siempre, siempre con los fundacionales calamares a la romana sobre la mesa. El mejor momento del día.
El pasado septiembre cené en el Celler con unos amigos gallegos. Luego, tomando café en la terraza, Josep “Pitu” Roca nos explicaba emocionado que los hermanos habían comprado y restaurado la casa en que nació su madre, Montserrat, Can Batista, un modesto hostal en la cercana Vall del Llémana, que estaba abandonada. Entonces le interrumpí, repentinamente estaban aflorando mis recuerdos y comencé a describirle con detalle cómo era la casa, las estancias, su paisaje... por tantas horas que pasé ante el fuego de la cocina cuando acudíamos, de niño, un grupo de familias para una merienda/cena los domingos por la tarde. Unos días después, Josep me invitó a visionar Sembrando el futuro, documental en el que la memoria ejerce un papel central: las semillas que han desparecido, los alimentos que ya no se cultivan y Montserrat regresando de nuevo a Can Batista, donde cocinaron sus nietos Marc y Martí. La memoria de todos”.
Dice la poeta y ensayista Beatriz Villacañas: “Acaso la memoria sea la melodía secreta del origen”.
El salto sobre la curva de la experiencia. Sobre esa piedra humilde de periferia se escribió la historia más grande jamás contada: 3 estrellas Michelin, 3 soles Repsol, números uno en Fifty Best, Premios Nacionales de Gastronomía, un sinfín de galardones y distinciones… El clamor de la excelencia.
La cocina de los Roca ha ido hilándose a sí misma, emparentada instintivamente, sin dobleces, veraz, inquebrantable. Un saber que tiene algo de sagrado, de conocimiento telúrico emanado en ese hogar con aroma de regazo materno. Mirar, indagar, evolucionar sobre los pasos aprendidos como un acto de afirmación. Una hoja de ruta propia.
Joan se hace cargo del segundo plato de hoy: cordero lechal con pan con tomate. La cocina de la memoria -puntualiza-. Los recuerdos de un cordero tradicional, como el de las meriendas en Can Roca de costillas de cordero con pan con tomate que servíamos los domingos. Fue la parte de inspiración de la cocina de nuestra abuela Angeleta. Lo servía con ensalada de escarola y alioli, siempre acompañado de pan con tomate. Mi intención es crear un plato con la cocción del costillar del cordero a fuego lento para conseguir una pieza cocida pero hidratada y regenerada, deshuesada y en la plancha a fuego controlado dorar la parte exterior para conseguir una piel crujiente, tostada, firme. Se conforma un bocadillo a la inversa. El pan con tomate será el relleno, aliñado en tomate y aceite de oliva, en forma de cuadrados con el tamaño para coger con los dedos de escribir, recubiertos de dos piezas de cordero para hacer de corte con el pan con tomate en el interior. En un plato, colocamos una lágrima de puré de ajos asados al horno de leña, puntos de sofrito de tomate y el bocadillo de costillar de cordero lechal con pan con tomate. La escarola es ese guiño de las ensaladas de merienda-cena en Can Roca, evocación familiar, costumbrismo de un tiempo que permanecerá indeleble en el edificio enorme del recuerdo”.
La casa como centro del mundo, un lugar hecho de costumbres, la representación del cobijo y el mundo de los sentimientos.
Pitu pone el vino con la armonía de una voz de acompañamiento: “Pícaro del Águila, como un claro clarete, un tinto con alma de blanco o un blanco con cuerpo de tinto. El destello naranja que predomina en la gama cromática del vino da síntoma de sosiego. Ante este vino el reto es cerrar los ojos. Entrelaza aromas típicos de bollería y los posos finos de los grandes blancos borgoñones junto a notas de fresones cocidos, cereza ácida salteada y la golosa sensación frutal de una chuche de fresa que sobresale. Regocijarse durante 20 meses en cubillos de roble le permite alcanzar la templanza aromática y fijar la persistencia gustativa. Sabores amables, fundidos, de crianza cálida con su poso fino, sin filtrar, aportando una estructura ancha y sequedad táctil. Coquetea con el cuerpo de un chassagne montrachet y con una golosa garnacha castellana, siendo un vino de predominio fino de tinto con guiño blanco de país.
Los grandes viñateros comparten algo de ellos cuando producen un vino. En la textura de sus vinos se insinúa el entendimiento transmitido en la Borgoña. Una tierra que le permitió a Jorge Monzón crecer durante tres años laboreando cerca de la Cruz más mítica de Vosne Romanée. De la zona de grandes pagos míticos a su tierra donde lleva una labor de ganar tiempo con viñedo viejo para todos sus vinos. Los 10 años dedicados a atesorar grandes 'crus' le convierten en uno de los más prometedores viñateros de la Ribera de Duero. Sigan a ese hombre, búsquenlo detrás del Dominio del Águila, en la Aguilera, entre tintos y claretes picarones y riberas de terruño. Allí estará al acecho labrando historia en su propia tierra”.
Decido sumar a este encuentro a una de las periodistas más influyentes del mundo gastronómico, Cristina Jolonch, a quien le he leído las cosas más bonitas que se han escrito sobre los Roca. La pillo en un tren camino de la ceremonia de entrega de las estrellas Michelin y me atiende con inusitada rapidez, con su extraordinaria amabilidad: “Una vez pregunté a un cocinero de El Celler qué era lo mejor de su trabajo y me respondió sin pensarlo: “Lo mejor de la cocina de El Celler es Joan”. Yo añadiría que lo mejor del que sin duda es uno de los mejores restaurantes del mundo son los tres hermanos. Con su complicidad y su respeto mutuo, con el profundo amor a sus padres (no dejen de ver el homenaje a su madre que es el nuevo documental “Sembrando el futuro”) y su sensibilidad hacia el producto, hacia la herencia culinaria, hacia el entorno y hacia su equipo y los comensales. Lo mejor de El Celler, más allá de su talento creativo y su búsqueda de la excelencia, son los Roca y su hospitalidad sincera”.
La cocina es como un partitura, guarda los dones de la música. El postre compone el compás final, cierra y sintetiza el sueño.
Se incorpora Jordi para culminar esta pieza coral. Una caja de música en la que la bailarina no deja nunca de danzar, con la cadencia de una polonesa de Chopin. Dice Gustavo Martín Garzo: “Haz dulce tu camino y recibirás la melodía”. Aquí está: Gran bombón de chocolate.
“Mi familia vivió siempre entre cazuelas -describe Jordi-, en un bar animado y con la suerte de nuestros tíos Pere y Florentina que nos llevaban de paseo. Ellos trabajaban en la fábrica Nestlé, situada a pocos minutos de nuestro bar. Tenían la posibilidad de comprar los chocolates y la famosa caja roja era nuestra perdición en aquel tiempo. Quiero recordar esos momentos de júbilo al recibir esas cajas llenas de bombones. Con la creación de este postre quiero homenajear a nuestra tía Florentina, ofreciendo el más grande bombón posible, con la máxima dificultad técnica, con el virtuosismo de los artistas soplando el cristal de los orfebres pero con azúcar especial, isomal. Una esfera pintada en cacao, relleno de shots de praliné, shots de chocolate, coulis de chocolate, sorbete de chocolate y espuma de bombón. Un baño de papel de oro le da el guiño de un regalo, de un papel envuelto que contiene un recuerdo de dorado y dulce recuerdo”.
Pitu aporta el último recodo de este camino de memoria, de generosidad impagable. Lo dulce quiere dulce: Un vino de la edad entre la de Joan y la mía. Un PX Toro Albalá 1965 envasado en octubre del 2014. Aromas intensos a dátil, pasas, pan de especies, cuero, goma, alquitrán, tabaco negro, cap d’ase y regaliz. El color es más pálido, huye de la opacidad extrema habitual, con un reflejo ambarino, abierto a los caobas, más que al yodo apegado en el centro. La causticidad se presenta como un hilo directo, tubular, con pocos elementos arropándose. Sólo la piel de naranja, la ceniza y la quina se enrocan en la parte más elevada del vino. Un PX que se mueve bien en los laterales del paladar. Se desliza hacia los ácidos y amargos, repudiando la parte confortable del dulce y el astringente. Es un PX raro, diferente, vivo, a contra corazón de su espíritu y de su historia. Entre los pliegues del vino, entre las texturas caobas, se entrevé un rocío, una pizca de vino vecino, quizás un amontillado lo festejó en noches espesas para acercarle la sal de la vida, la luz de la vida, ésa luz genial que ilumina a Jordi, ése mago responsable de generar sonrisas dulces, sensibles, mágicas”.
Los Roca son de alta cilindrada, para ellos servir es sentir amor por los demás, desprenderse de un pedazo de sí mismos, de su sabiduría, para entregarla a sus comensales. La amabilidad la entienden como algo innegociable.
Llamo al periodista gastronómico Alberto Fernández Bombín, autor del libro “De la vida al plato” y guionista también del programa de televisión: “Imaginen que Pelé, Messi y Maradona jugaran en el mismo equipo de fútbol, imaginen que en vez de darle patadas a un balón estas tres estrellas mostraran al mundo su talento dentro de las cuatro paredes del mejor restaurante del mundo. Y ahora dejen de imaginar: Joan, Jordi y Pitu Roca son los equivalentes gastronómicos de los jugadores de fútbol más grandes de la historia. Cada uno de ellos es el mejor en su zona de juego, pero sus méritos no se limitan a la cocina, al vino o a los postres.
Además de sus innegables aportaciones técnicas, todo el mundo quiere a los Roca. En un ecosistema tan competitivo y lleno de egos hipertrofiados como el de la alta gastronomía esa rara unanimidad entre profesionales y aficionados es más difícil de conseguir que las tres estrellas Michelin que adornan la fachada del Celler de Can Roca.
Las claves de este afecto universal hunde su raíces en las mejores virtudes que cualquiera podría esperar de un amigo o de un hermano: empatía, generosidad, talento…
Cuando algún compañero de profesión tiene un problema, estos tres hermanos ejemplares siempre están en primera línea de fuego, cuando un cliente anónimo tiene la suerte de sentarse a su mesa será tratado como si no hubiese nadie más importante en el restaurante.
Conozco a los hermanos Roca desde hace más de veinticinco años, y creo poseer el privilegio de llamar a Pitu Roca mi amigo. A lo largo de todos estos años no dejo de frotarme los ojos cada vez que salgo del Celler de Can Roca para comprobar que no estoy soñando y que en Gerona hay un lugar mágico, un cuento de hadas comestible en el que cada día tres elfos bajan de su mundo mágico para hacer felices a 55 personas en horario de comida y cena”.
La verdad no se encuentra en un solo sueño sino en muchos sueños (“Las mil y una noches”). Este es uno colectivo, que ha ido de padres, tíos a hijos, nueras, nietos… Desarrollándose en otros espacios: Mas Marroch (el sitio de los eventos, el remanso de las felicidades), Rocambolec (el paraíso de los helados), Hotel Casa Cacao (una chocolatería y un hotel, donde depositar todos los sueños) y Normal (donde la memoria avanza a la manera del remero ampliando la perspectiva sin perder de vista el origen).
Quisiera que este momento no se terminara nunca pero cada quién ha de volver a su oficio. El frío silba melodías de invierno, bajo este “sol, como escribió Quevedo, que a diciembre vuelve mayo”.
Los recuerdos están hechos de palabras, de sabores, de un diálogo con los lugares, las luces, los espacios… Un recorrido vital. Antes de regresar a nuestro cada día, para la despedida, convoco a los versos de Neruda: “En vuestro abrazo yo abrazo lo que existe, la arena, el tiempo, el árbol de la lluvia y todo lo que vive para que yo viva”.
Palabra de vino.
P.D. Mi profundo agradecimiento por su encarecida ayuda a Eduardo Ojeda de Bodegas Valdespino (Grupo Estévez), a Jorge Monzón (del Dominio del Águila) y Paco Muñoz de Bodegas Toro Albalá.
* Palabra de Vino se despide hasta el próximo 8 de enero
¡Salud y felices fiestas!