El año que nació Carlos Mouriño (1943), Alemania encontraba su Stalingrado, Ghandi estremecía al mundo con su huelga de hambre, nacía también el beatle George Harrison, Mengele hacía de las suyas en el campo de exterminio de Auschwitz, el Madrid le endosaba un duro 11-1 al Barca en la Copa, el Celta cerraba la temporada liguera en el quinto puesto de la Primera División y la ciencia encontraba por fin el antibiótico que combatía a la tuberculosis. Vigo olía gasógeno y a cartilla de racionamiento.
Carlos se fue de Vigo a trabajar a Madrid, en donde vivió diez años, y a finales de los setenta emigró a México buscando cielos más estrellados, arropado por su mujer, Geli Terrazo, que había nacido allí. Tras otros diez años en Ciudad de México se trasladó a Campeche para ir construyendo a base de astucia, inteligencia y esfuerzo su grupo empresarial. Cada uno se hace su propio destino.
La memoria le sostenía, le ayudaba a cerrar esperas en el ir y volver. Esos tránsitos entre Galicia y Campeche eran como estrenar el mundo, saber que la saudade, como dijo la actriz y cantante portuguesa María de Medeiros, “es la nostalgia con un punto de esperanza”. Galicia seguía en su rumbo y Carlos diversificaba su trazado empresarial en esa tierra de emprendedores con aire colonial donde el sol, el cielo y el agua emprenden su fiesta diaria del amanecer. En la Península del Yucatán.
Estando allá, estaba aquí: “Nunca dejé de venir, lo hacía con la frecuencia que podía. Aquella era mi tierra de acogida pero aquí estaban mis vínculos, mis raíces, mi verdadera pertenencia”, me cuenta Carlos con su tono sosegado, de voz baja y moderada. Hay un latido en los gallegos que se llevan a la lejanía su alma de cercanía, encaminan lo local a lo universal, un dictado de ida y vuelta, un ojalá, un malo será...
“Nunca quise romper la correa de transmisión: el arraigo, el compromiso. Vigo iba siempre conmigo, aunque Campeche me diera la oportunidad de desarrollarme profesionalmente, de crear un tejido empresarial, industrial. El tiempo de toda una vida”, remata Carlos. “Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando”, escribió Juan Ramón Jiménez. Y se vino.
Pero allí sigue en pie Villa Geli, en homenaje a su mujer, el lugar troncal de la familia, donde se fraguaron sueños y esperanzas. En un patio de esa casa se alza un emblema umbilical con Galicia, un cruceiro de piedra para reafirmar que allá donde Carlos esté siempre habrá un cruce de las dos tierras que han soportado el andamio sentimental de su vida. Ese cruceiro es también el guardián de la memoria de su hijo Juan Camilo. Los recuerdos viven y crecen también en la piedra.
Entrado el siglo XXI se invirtió el proceso. Era más el tiempo en Galicia que en México, aunque nunca se rompió ese hilo invisible de la unión: la memoria, los recuerdos, nuestros tesoros vividos. Los amaneceres yucatecos se iban transformando en lienzos de viento de las tardes en Sayáns, con las Cíes al alcance de la mano. Hay un arte de la melancolía que se cruza en esas dos tierras, es la hora blue que llaman allá, un tiempo de horizontes.
En el 2006 se hizo con la presidencia del Celta, el club de sus amores y enseguida empezaron las dificultades por la situación en la que estaba al club, que pusieron a prueba su vitalidad, su energía, su audacia y su tenacidad. “Es muy minucioso, reflexivo y resistente. Sabe la respuesta cuando te pregunta y esto es siempre una dificultad para su interlocutor. Es amigo de sus amigos. La discreción es su bandera”. Esto me dice mi amigo Antonio Chaves, director general del club.
Continúo la conversación preguntándole a Carlos qué fue lo que le impulsó a comprar el Celta. “No lo pensé mucho, aun sabiendo que el primer mandamiento de un empresario es escuchar al corazón pero pensar con la cabeza y ordenar ese equilibrio. Esta vez pudo más mi corazón, quizá por ese impulso que tenemos todos los emigrantes de hacer algo por lo que te recuerden. Hoy, 14 años después, estoy muy satisfecho de haber tomado esa decisión”.
Carlos se ha ido ganando una gran reputación en el mundo del fútbol. “Le conozco hace ya años", me dice Enrique Cerezo, presidente del Atlético de Madrid. Y me cuenta que, en el transcurso de una entrevista de radio, el locutor le preguntó, a propósito de Mourinho, el exentrenador del Madrid, y Enrique -en un finísimo ejercicio de cinismo- respondió: “Es muy amigo mío, un excelente gestor y un magnífico presidente”. En la radio se hizo uno de esos silencios que Aberasturi llamaba “pausas valorativas”.
Me cuenta también Enrique que cuando compró el catálogo de Suevia Films, propiedad de Cesáreo González, vigués y destacado forofo celtista, se encontró con una placa de plata preciosa firmada por la directiva del Celta de los años cincuenta, con una emotiva dedicatoria para el productor de cine. “Se la voy a regalar a Carlos. Me gustará que la tenga”. Un precioso recuerdo que hilvana celtismos de diferentes épocas.
También mi amigo Miguel Ángel Gil, consejero delegado del Atlético de Madrid, me habla de su aprecio por Carlos: “Es una persona muy íntegra. Le he visto renunciar a cosas que le convenían solo por mantener su palabra y sus principios. Es un tipo que se viste por los pies. Y una suerte encontrarse con personas como él en un mundo tan complicado como el del fútbol”. Carlos y él comparten una afición: los caballos; en su finca de Campeche trotan algunos ejemplares con procedencia de los yerros españoles de Miguel Ángel.
Vicente del Bosque, que también tiene una estrecha relación con el presidente del Celta, me dice de él: “Es muy buena persona. Discreto, amable cercano, generoso. Su familia es un prodigio de hospitalidad”.
Como todos los proyectos, este también le ha procurado felicidades y sufrimientos, y aquí le requiero para que me diga cuál fue el momento más difícil al frente de la entidad. No lo duda: “Lo pasé muy mal cuando tuve que despedir a Paco Herrera. Fue un trago amargo, duro en lo personal. Nos había devuelto a la máxima categoría después de una larga travesía en Segunda. La noticia se había filtrado a los medios y eso lo hizo más complicado. Lo recuerdo como un momento muy desagradable”.
Hubo otros momentos muy adversos con el Celta a punto de desaparecer, pero ahí salió todo el coraje de Carlos, su entereza, su sobriedad, su pulso de gran timonel para los momentos de zozobra.
Le pido que me señale cuál fue su momento más feliz al frente del Celta: “Pienso que lo mejor está por venir. Me gustaría hacer un Celta más grande y lograr algún triunfo que esta excepcional afición se merece”.
Hubo algo muy celebrado, la implantación de la sede social del club en una de las calles más emblemáticas de Vigo, la Rúa do Principe, en un edificio histórico que tiempo atrás fue sede de la Sociedad Mercantil. Le pregunto cómo ocurrió: “La idea surgió por ese sentido patrimonial que tenemos los gallegos de buscar el arraigo y sustentarlo en los bienes. La transacción se puso a tiro y nos hicimos con ese edificio para colocar a la institución en el corazón de Vigo”. Para la última plantada de la edificación se han traído un restaurante de Tui, Silabario, que allí se dejó su estrella Michelin. La comida es también un lenguaje muy directo. El Celta es un equipo muy unido a su ciudad, es un símbolo, una seña de identidad.
Le hablo de mi celtismo militante, curtido desde los años sesenta en la Grada de Río, ese territorio de fraternidades, en el paisaje de azul y verde, de césped y cielo, donde el mundo se llama Balaídos.
Para animar la conversación le cuento de mi complicidad con los guionistas de la serie Vivir sin permiso y de los momentos celtistas en la primera y segunda temporada, con Jose Coronado y Marta Larralde, viguesa y seguidora del Celta. Se ríe. Le divierte la travesura.
Asalto a mi amigo Carlos Núñez. Lo pillo en plena tormenta emocional, ensayando Negra sombra con Luz Casal para el homenaje a las víctimas gallegas del Covid 19, y me cuenta que en el transcurso de una cena con los Mouriño (Carlos y esposa), le dijo: “Con esa marca que tú tienes del Celta de Vigo, con no menos historia que el Celtic de Glasgow o los Boston Celtics, y la música celta se podrían hacer maravillas...”. “El universo celta, lleno de encantadoras canciones, poemas y leyendas que tenemos la suerte de recobrar en nuestros días”, dijo el escritor irlandés Emerald O’Callaghan.
Hace unos seis años, y en su expansión empresarial gallega, Carlos Mouriño decidió involucrase en el mundo del vino a través de su participación en Grandes Pagos Gallegos de Viticultura Tradicional, asociado al enólogo José Manuel Juste. Le pido que me cuente el porqué de esta decisión: “Todos los gallegos tenemos algo de aldeanos, de empatía con la tierra. Me gusta el vino porque lo disfruto, me atrae todo lo que lo rodea y encontrarme con José Manuel Juste ha sido un regalo del destino”.
Todo empezó con la compra de Quinta Couselo en O Rosal, una finca del siglo XII donde se retiraban los monjes cistercienses de Oia, bañada por el río Tamuxe, el último afluente del Miño. Allí se cultivan variedades de albariño, caíño blanco, loureira y treixadura.
Luego vino Finca Viñoa, enclavada en una ladera del Valle del Avia, en pleno Ribeiro. Allí recuperan viñedos ancestrales de treixadura, albariño, godello, loureira en blancos y caiño longo, brancellao y sousón en tintos.
En el 2015 adquirieron Pazo Casanova, en el margen derecho del río Miño, también en el Ribeiro. Tiene orientación sur y un edificio histórico del siglo XVIII que perteneció a los Somoza.
La última adquisición fue en el Val de Monterrei, en Vilaza, Fraga do Corvo, que toma su nombre de un bosque cercano a la bodega. Fieles a la tradición aquí cultivan godello y mencía.
“Estoy muy orgulloso de mi participación en esta faceta empresarial. Nuestras bodegas acumulan 41 premios: desde el mejor blanco de España hasta la medalla de oro de Decanter. Hacemos vinos de pago de gran calidad y acumulamos premios en las tres denominaciones de origen en las que estamos”, señala Carlos, que me habla con emoción de Finca Viñoa, de ese lugar rodeado de aguas puras, en los balcones del Ribeiro, un paisaje de piedras y ríos, y una acumulación de pazos que inspiraron a Emilia Pardo Bazán.
Elige para que nos bebamos un vino de estos pagos: Finca Viñoa Paraje de Penaboa 2014. Me dice que ha elegido este vino porque tiene toda la personalidad de la variedad (90% treixadura), pero también de la climatología y el suelo. Acaban de concederle 92 puntos Parker. Desprende aromas florales, balsámicos, notas cítricas. Es intenso, elegante y cremoso. Un gran vino, una gran elección que dota a mi presidente de un gran gusto por los vinos.
Me gustaría parar el tiempo para que este momento de celtismo no terminara nunca, pero la inexorable ley de los relojes impone despedidas. Le digo que en nuestro brindis no puede faltar la palabra del año del 2017 en Galicia, 'Afouteza'.
"Venga", alza su copa. Y propone: "Afouteza, salud y corazón”. Palabra de vino.