Me gusta llegar a La Rioja por Pancorbo, porque al alcanzar la rotonda del desvío a Santo Domingo de la Calzada y Ezcaray y dejar a un lado Cuzcurrita del Río Tirón estoy ya en la amplitud de este valle paradisíaco que va desde Sierra Cantabria a la Sierra de la Demanda. El paisaje ondula entre oteros, lomas y pequeños promontorios. Un mirador de infinitos horizontes. Los colores se enseñan dulces y golosos en una postal cromática donde el viento y la luz perfilan su identidad reposada.
Lo he dicho en más de una ocasión: que si La Rioja tuviera un dios se llamaría Agustín Santolaya. No conozco a nadie que quiera tanto a esta tierra y que la enseñe mejor.
"Tiene el punto justo de la belleza imaginable. Hay aquí un gran juego climático: sube el Mediterráneo por el curso oriental del Ebro, baja el Atlántico por su entrada encañonada en la zona occidental. Y para que no nos olvidemos en dónde estamos soplan cierzos redundantes". Define Agustín.
Y prosigue: "Siete ríos descienden desde La Demanda en busca del río padre y los barrancos hacen lo propio desde Sierra Cantabria". El agua aquí es camino y durante muchos años fue frontera natural. Hay también otro Camino, el de Santiago, que deja su rastro en la llamada de Occidente, de la Compostela indulgente. En virtud de ello y como decía el poeta Gonzalo de Berceo, "los monjes levantaron monasterios y plantaron viñas", quizá para enseñarle al peregrino que el final del camino más que una meta es una energía.
Agustín nació en Villamediana, con Logroño rendida a sus pies. Y en sus orígenes respira el vino: su abuelo, Agustín Santolaya también, tenía tarjeta de visita y ponía 'cosechero', ahí era nada. Vendía vino a otras bodegas y en la puerta de su casa calmaba la sed de sus paisanos. El paisaje de aquel entonces era un sembrado de viñedos, olivares y cereales.
El padre de Agustín tenía una explotación agraria y continuaba la tarea antigua del vino, esto hizo que su hijo entrara en contacto con la bodega y sus esfuerzos a la temprana edad de 13 años. Ese enraizamiento le dio a Agustín una especie cátedra popular que despliega en su conversación: "Solo se podía tocar el vino en menguante. Con la excepción de los viernes, porque la luna se para en viernes". La prosa sencilla, la sabiduría acumulada durante años.
En el año 92, se produjo el encuentro decisivo, mágico diría yo: se topó con el empresario Mario Rotllant y sus ganas de hacer vino. Mario no tenía prisa, quizá sabía ya que esta era enemiga de la precisión y no quería cometer errores. "Quería hacer vinos de gama alta que se pudieran beber pronto pero que también alcanzaran una proverbial longevidad en botella". Todo encajaba, ambos creían en la misma viticultura, y buscaban convertir sus convicciones en certezas. Así nació el verdadero espíritu de Roda en una confluencia de ideas, de sensibilidades, de las mismas ganas, de desprendidas bonhomías: la del propietario, su director general y sus más estrechos colaboradores: Isidro Palacios y Carlos Díez.
Descorcharon entera la añada del 91, la volvieron a tapar y vendieron el vino a granel. Corregir es aprender. La añada del 92 fue clave, salió al mercado en el 96 y la revista Gourmet lo eligió como el mejor reserva de España. Roda emprendía un vuelo de cometa, encontraba su lugar en el mundo. "Es difícil tener paciencia cuando tienes ambición, pero a la larga la recompensa es mucho mayor", afirmaba Daniel Benzali, el protagonista de la serie Murder one.
Le refiero a Agustín la anécdota de una curiosa competición que cada año se da en Garrucha (Almería), en Casa Escánez. Una iniciativa de nuestro querido Mikel Zeberio, que prorrateando diferentes guías de vinos concitó con los mejores una comida en este restaurante con una cata a ciegas y una puntuación que proclama un ganador. Celebrada 12 veces, en nueve ocasiones la ganó Cirsion, el vino de gama alta de la bodega. Senderos de gloria.
En Villamediana, por San Mateo (patrón de Logroño), se escucha la voz del amanecer y riman los pájaros con el cielo en su vuelo alto. La casa de los Santolaya hierve en la espera de sus invitados, los fuegos van al compás de su llama, de la cocina tradicional riojana. Se despliegan los manteles y la luz inunda la galería con la mesa puesta.
La hospitalidad está en el ADN de la casa y de la familia, hasta el punto de que de septiembre a septiembre la mirada se fija en el calendario y la espera lleva nombre de afecto. Las sobremesas permiten además disfrutar del magisterio del anfitrión, de su poso en esta tierra. En esta zona la cocina humilde se enseñorea y adquiere un tono imperial, se reivindica desde el sabor concentrado y cautivador. Se enorgullece Agustín: "La casquería se viste de largo en La Rioja. Es impresionante ver hacer alta cocina con estos ingredientes y colocarlos en la primera línea culinaria".
La conversación la hemos acompañado de una botella elegida por él, un Roda I del año 97. Un emblema. "No fue una añada muy bien considerada. Llovió mucho, hizo frío... un año complicado". El vino enseña su finura, su profundidad. Enorme. "Al beberlo atravesamos un hayedo con flores silvestres de fondo". "Los riojas, dependiendo de la calidez de sus añadas, tienen una cierta proximidad bordelesa o borgoñona. Esta es una añada emparentada con la Borgoña". Sostiene Agustín.
"El vino es la única manera dinámica de embotellar el tiempo". Este es uno de sus mandamientos. No es una foto fija que establece la instantánea del momento y nos permite contemplarla en perspectiva. En la botella permanece el reflejo de lo sucedido y al abrirla compruebas su evolución y te habla de todo ese tiempo.
El vino cuando viaja se ofrece, también cuando se abre y se comparte en conversación con un viejo amigo. Palabra de vino.