Bilbao ya no es lo que era, ha superpuesto una ciudad a otra a base de declinarse sobre una nueva apariencia de luz y arte moderno. El Guggenheim (en el momento de esta visita, en vísperas de cumplir su 25º aniversario) mutó la ciudad de colores grises a pátinas mucho más estimulantes.
En un hermoso documental, “Lugares vacíos, palabras llenas” (J. Ángel Arbelaitz, 2012), el escritor Bernardo Atxaga afirma que “Bilbao que no era una guapa a primera vista, fue una ciudad en la que entré poco a poco pero de la que no he salido”.
Bajo esta premisa llegamos al atardecer de un viernes Amparo, Tati, Juan y yo, atraídos por dos promesas: la de abrazar a nuestros amigos Marta y Salva, a quienes tantos queremos, a los que la distancia impuesta por los tiempos recientes no ha alejado de nuestros pensamientos ni nuestros corazones. Y cumplir con el compromiso de cenar en Azurmendi, que establecimos con Eneko hace ya tiempo y que renové en el transcurso de nuestra conversación durante el pasado Palabra de Vino.
El crepúsculo va cayendo al bies, y pese a su leyenda lluviosa, la ciudad se muestra a esta hora con un “azul Matisse”, como un espejo mediterráneo. Tras dejar nuestras pertenencias en el hotel nos echamos a la calles, a esas que, como decía Unamuno, van “de arriba y abajo, de la ría al monte”, a recorrer su arteria principal, la Gran Vía, de apellido noble: López de Haro, en donde se suceden los escaparates y las calles adyacentes como renglones bien escritos. Hay aquí una pleamar de almas que forman una coreografía limpia y armoniosa, que parecen llevar en la mirada el lenguaje secreto de la transmisión. Bilbao y su semblante de ciudad abierta, cosmopolita, habitada también por otros venidos de otras tierras y eso se nota enseguida.
Nos acercamos a la Alhóndiga, ese antiguo almacén de vino construido a principios del siglo XX y hoy (reformado por Philippe Starck en 2010) convertido en un moderno centro cívico cultural, abrigado, amplio y acogedor que lleva desde hace unos años el nombre de Iñaki Azkuna, el que fue alcalde de Bilbao en varias legislaturas. A esta hora el local está también muy concurrido por gente que mira, observa, se hacen fotos, deambulan por esta atmósfera modernista de la ciudad.
Es la hora de cenar, tenemos reserva en el NKO de Eneko Atxa, instalado en la parte superior del Hotel Radisson, ubicado en pleno centro. El local es elegante y emana una paz reparadora. Un refugio encantador.
En la cocina de NKO, lo japo y lo vasco se abrazan. Optamos por el menú de degustación y disfrutamos de los niguiris, la tempura de bacalao pil-pil, el ramen y la robata de parpatana y marmitako. De postre un kakigorri de cuajada con miel. Quería acompañar la comida rememorando mi encuentro con el chef en el Palabra de Vino, con el vino que él eligió para aquella ocasión, Ama, un txakolí de la Bodega Gorka Izaguirre que solo se elabora en añadas excepcionales, de producción muy limitada y que se comercializa siempre tres años después de ser cosechado. Es elegante, diferente, emocionante.
Escribió el periodista Germán Yanke que “toda la poesía de Bilbao es mirar al cielo”. Amanece nublado y con temperatura agradable. Nos hemos citado a media mañana con Marta y Salva, ansiamos encontrarnos. Llegan a pie del Euskalduna, el encuentro es jovial y emotivo, con nuestros abrazos la felicidad se prolonga, es como si se cuadraran las cuentas de la vida.
Paseamos por la ribera de la ría y cogemos el tranvía para llegar a Portugalete, a la contemplación de esa maravilla de la ingeniería que es el Puente de Vizcaya, construido a finales del XIX para unir los dos márgenes de la ría: Portugalete y Las Arenas. Fue el primer puente transbordador del mundo. De una estructura espectacular. Una obra impresionante, pura prosa metálica. Declarado Patrimonio de la Humanidad en el año 2006.
El tranvía nos devuelve a las inmediaciones del Palacio Euskalduna, la modernidad es el trazo rebelde de este espacio que en otro tiempo era un reducto de almacenes y muelles y hoy es un delicioso paseo escoltado por obras de Chillida, Dalí o Tucker, por esa pieza maravillosa de Dora Salazar, “Las Sirgueras”, un grupo escultórico de bronce que simboliza y recuerda a las esforzadas mujeres que en el siglo XIX remolcaban gabarras varadas en la ría con la única ayuda de una cuerda, una sirga. Una labor penosa en la que las mujeres reemplazaban a los bueyes y hacían este trabajo para sacar a sus familias adelante mientras sus maridos combatían en los frentes carlistas. Tiene algo de sobrecogedor esta imagen que reivindica también la tarea de las estibadoras, cargadoras, rederas y bacaladeras, mujeres todas ellas de un valor inenarrable.
En los márgenes de la ría están dibujadas las huellas de esta ciudad y todas las emociones nuevas que ahora la asisten; todas tienen su trazado, su estilo, su significado. Y ahí alzándose como un símbolo está el Guggenheim, deslumbrante, totémico, siempre rodeado de una multitud, con su destello metálico alumbrando la ciudad. Él lo cambió todo, en estos 25 años se ha convertido en una de las ofertas culturales más consolidadas de España, de Europa, del mundo. Como bien afirma Atxaga, “el Guggenheim ha dado la idea de que todo es posible en Bilbao”. De él dice también el periodista y poeta Antonio Lucas que “se entiende como un parteaguas entre dos tiempos. Una necesidad. Mantiene el asombro sin extrañeza alguna”. Ya no se entiende esta ciudad sin esta construcción de Frank Gehry.
Las calles del casco viejo conservan su espíritu jovial y animado. Esta zona tiene algo de hechizo, de magnético. Hoy la vivimos de manera especial asaltada por los cánticos de las aficiones del Athletic y el Atlético de Madrid que preludian la confrontación liguera de esta noche en San Mamés. Cada calle, cada rincón es una página de la historia de la ciudad: La Plaza Nueva, Catedral de Santiago, el Teatro Arriaga, la Iglesia de San Nicolás y esa preciosidad de basílica de Nuestra Señora de Begoña, se mezclan con un racimo de bares muy concurridos a la hora del aperitivo.
Junto al Teatro Arriaga se encuentra un edificio de lo más llamativo, la Biblioteca Municipal de Bidebarrieta, construido a finales del siglo XIX, en el interior el silencio es un espectador mientras los libros nos observan quietos, enmarcados, esperando el tiempo. Su contemplación permite casi escucharlos. Una maravilla.
Continuamos el recorrido establecido y vamos acudiendo una a una a las citas gastronómicas: las rabas de Sorginzulo, unos pintxos de cabeza de jabalí de Xukela, una de las mejores tortillas de barra de BIlbao en el Monterrey, entramos en el Mercado de la Ribera, continuamos en la Hambueyseria del Amaren y terminamos recorrido con un café en el ensanche, en el Abando. Nos despedimos a paso lento de Marta y Salva, queremos que nuestros abrazos sean el eco de todo lo compartido y con ese compromiso de esperanza que siempre requiere la hermandad que exige confraternizar alrededor de una mesa.
El anochecer nos sorprende en la entrada de Bodegas Yzaguirre, situada en Larrabetzu , en lo alto del valle de Asúa. En la entrada aparece Bertol afable y sonriente, relajado, después de la vendimia. Este bodeguero y su familia son firmes impulsores de los txakolís de guarda. Su pasión se centra en las variedades locales y en el deseo de recuperar una variedad tinta casi desaparecida, hondarribi beltza. Su filosofía es la de una bodega adaptada a la uva y no al revés, nos cuenta Bertol. En ese espacio amplio y luminoso con aromas de mosto y vinos fermentando Bertol nos insiste en que “es una suerte poder hacer los vinos que nos gustan. Es una forma de comprometernos con el territorio y con la recuperación de una parte de la cultura de este lugar”. Probamos varios vinos y terminamos con un Arima, vendimía tardía de un dulzor agradable fresco y con una acidez que lo hace goloso.
Llegamos a la hora convenida a Azurmendi. Un templo. Es una gozada volver a encontrarse con Eneko: dijimos que vendríamos y las promesas siempre en pie.
La arquitectura moderna del espacio se ensambla a la perfección con el paisaje. El lugar está pensado para la buena acogida, para la comodidad y creado para una formidable experiencia gastronómica. Este restaurante bien podría llamarse “el sueño de Amagoia y Eneko”.
Los preámbulos del menú son espectaculares, un paseo por las nubes: picnic de bienvenida, mesa de la trufa e invernadero. En la mesa empieza el desfile de la gloria, una sinfonía del buen gusto, una maravillosa autopista gastronómica: txipirón, erizo, ostra, quisquilla, tarta de bacalao, bogavante, atún, cerdo ibérico… Un elenco de platos a gran altura, historias íntimas desplegadas a lo largo de la mesa, sensaciones palpitantes. La armonía líquida llevaba acento gallego: un Nana 2019 de Bodegas Attis, Robustiano Fariña. Un vino elaborado con albariño de las cepas más antiguos de la familia, denso, fresco, vibrante, elegante, una delicia. El tinto es un Roda 2018, fresco, sedoso y de largo recuerdo; una de esas añadas que pone aprueba al bodeguero. Espléndido. Todo está vivo en Azurmendi.
La sobremesa se extiende en animada charla a la que se incorpora Eneko, repasamos afectos y paseamos las palabras por Larrabetzu, Amorebieta, por sus nuevos proyectos que anuncian su llegada al centro de Madrid. Eneko es sensibilidad en estado químico puro y de una generosidad imbatible. Un duende de la cocina que sabe desnudarla, vestirla, volcarla en el plato. Tiene la genialidad del equilibrio.
Al despedirnos recuerdo los versos de Kirmen Uribe: “Las nubes huyen, los coches van y vienen quedémonos más”.
Es domingo y momento de irnos. Bilbao es cómoda, moderna accesible, culta y desde hace tiempo colorista. de un tamaño perfecto para recorrerla a pie como hemos hecho estos días. Una ciudad de la que sus habitantes se sienten orgullosos.
Nos vamos, Madrid nos espera: “Cuánto Bilbao en la memoria”, escribió uno de sus poetas, Gabriel Aresti. Ahí nos la llevamos.