Salvini y el virus de los "desheredados" italianos

  • Un rebrote en el sur de Italia destapa la tensión entre temporeros búlgaros y la población local

  • La extrema derecha trata de sacar partido de un cóctel de inmigración, mafia, pobreza y falta de integración

Deborah se acerca a la reja con un par de botes de gel de ducha y unas cremas. Llama por teléfono a su prima, que está del otro lado, y se efectúa el intercambio. Una patrulla de militares custodia la zona desde dentro, aunque no se inmutan ante el estraperlo. “Llevamos toda la semana así, ellos no pueden salir y para mí ya es el tercer viaje del día, pero no digáis que lo único que hay aquí son disturbios”, pide Deborah. Su reclamación tiene rápida fecha de caducidad, porque tras la visita este lunes a Mondragone del líder de la Liga, Matteo Salvini, ha vuelto la tensión entre dos mundos enfrentados.

Desde el pasado lunes los cinco edificios del otro lado de la valla se encuentran confinados por varios casos de coronavirus. La única comunicación que tienen con el exterior se produce a través de familiares y amigos, que ejercen de correos, y la ayuda básica que descarga la Protección Civil. El orden lo mantienen medio centenar de soldados que fueron desplegados aquí el pasado jueves por el Gobierno.

Los 43 positivos por Covid-19, que se encontraron casualmente en Mondragone después de que una mujer embarazada acudiera al hospital para dar a luz, no fueron suficiente para que los residentes permanecieran en sus casas. Son, en su mayoría, búlgaros de etnia gitana que trabajan en el campo. El teletrabajo no existe para ellos y se resistieron a perder el jornal, la única vía de supervivencia. Algunos burlaron el confinamiento y otros salieron en procesión porque lo consideraban un acto de racismo. La tensión tras décadas de difícil convivencia explotó entonces con la llegada de grupos radicales de italianos. Llovieron sillas desde los balcones, un agente resultó herido y un coche con matrícula búlgara apareció quemado la mañana siguiente.

Salvini busca pescar en río revuelto

El cóctel de italianos empobrecidos compitiendo con inmigrantes aún más desamparados era demasiado jugoso como para que Salvini lo dejara pasar. En septiembre hay elecciones regionales y, tras un periodo aciago durante la pandemia, el líder ultraderechista se proponía recuperar el brío agitando el mensaje antiinmigratorio, su tema preferido. Se encontró, sin embargo, con un grupo contestatario que le impidió realizar su desfile.

"Aquí lo que hay es una situación de ilegalidad, relacionada con la explotación y la Camorra, y la dificultad de muchos ciudadanos que se sienten prisioneros en su propia casa", fue de lo poco que se le entendió. El resto del mensaje fue sepultado por gritos y abucheos que le obligaron a suspender el sermón. Una parte de la población local lo recibió como el único capaz de poner orden, mientras que la otra no olvida los insultos recibidos desde el norte, sobre todo ahora que el problema sanitario lo tienen allí. Le recordaron los momentos en los que bromeaba deseando que el Vesubio arrojara fuego contra los napolitanos. Le tiraron agua, impidieron su habitual festival del selfie y le impidieron cumplir con el programa. Un boicot en toda regla.

Mientras, con el Ejército, Carabinieri, Policía y los focos de las cámaras encima, los ciudadanos búlgaros sólo se asoman a la ventana cuando llega el rancho de la Protección Civil, el único movimiento que altera sus 14 días de cuarentena. Ninguno de ellos quiere hablar. Sólo Sara, una italiana que también vive en estos edificios, asegura desde la otra parte del cordón que les han hecho a todos las pruebas y que ella ha dado negativo. La Cruz Roja ha colocado clínicas móviles por el pueblo para que toda la población pase los test. De los cerca de 3.000 efectuados, sólo unos pocos han dado positivo. Los 43 búlgaros ya localizados y trasladados a un hospital constituyen el problema. Más que el sanitario, el social.

Problemas arrastrados durante décadas

Mondragone era en los setenta una meta turística para italianos. E incluso se dejaban ver por aquí los dólares de algún militar estadounidense procedente de una base cercana de la OTAN. Por la Via Domiziana, la carretera que atraviesa el pueblo, una hilera de esos hoteles que vivieron una época mejor perdura como testimonio de aquella época. El asfalto sirve, a su vez, para sesgar kilómetros de un mar celeste y los campos en los que se ordeñan las búfalas para producir la mozzarella más famosa de Italia.

Pero en esta zona del sur del país, a 60 kilómetros de Nápoles, el terremoto de Irpinia de 1980 lo cambió todo. Miles de evacuados de la zona fueron realojados en los pueblos limítrofes. En Mondragone cayeron en estos edificios, conocidos como Cirio, el nombre de la empresa conservera de un ex presidente del equipo de fútbol del Nápoles que los construyó para sus empleados.

“Digamos que no todos los que vinieron eran ciudadanos modelo, algunos formaban parte de la ‘mala vida’. La política se olvidó del riesgo de degradación urbana y más tarde eso se convirtió en abandono ambiental”, sostiene Marco Pagliaro, de la asociación para la tutela del territorio Resistenza Democratica. Por abandono ambiental se entiende unas casas que se caen a trozos. Mientras que cuando en esta parte de Italia se habla de ‘mala vida’, la traducción es mafia. Ocurrió aquí y unos kilómetros más allá de la Domiziana, en Castel Volturno, uno de los epicentros de los clanes nigerianos en Europa.

Mondragone era, mientras tanto, uno de los bastiones de los Casalesi, una de las familias más sanguinarias de la Camorra. Pero, como el abandono y la dejadez institucional llaman a mayor degradación, la cosa sólo podía empeorar. Con los noventa, llegaron los flujos de inmigración masiva que venían a trabajar en el campo. En el pueblo hay comunidades de ucranianos, albaneses o polacos, que llegaron en esa primera ola.

“Lo que ocurre con los búlgaros es que son de etnia gitana y con ellos la población local no ha digerido nunca la convivencia. En ausencia de intermediación cultural o una política que favoreciera la integración, se crearon guetos. Ahora esta gente trabaja por dos euros a la hora, en jornadas de diez horas diarias y en los apartamentos pensados para una familia, viven 10 o 15 personas”, explica Marco Pagliaro. Los pisos son, a menudo, subarrendados a italianos, algunos siquiera sin agua corriente. El runrún que circula por el pueblo, que ahora se airea sin rubor, es que estos edificios componen un gran supermercado de la droga para la zona.

El fantasma de la mafia

Los Casalesi dejaron su última gran huella en la llamada ‘masacre’ de Castel Volturno, en 2008, cuando mataron a un empresario de una sala de juegos y a seis inmigrantes ghaneses, en un gesto por marcar su campo de acción. Ahora nadie aquí quiere oír hablar de mafia. Dicen que lo suyo sigue siendo la venta de droga, pero no el control del territorio. “Los problemas en el pueblo están más ligados al caporalato”, asegura al teléfono el consejero regional Giovanni Zannini. Se refiere a un fenómeno de explotación laboral, muy arraigado en Italia. La pregunta sin respuesta es: si la Camorra ha dominado siempre la zona, ¿quién controla a los latifundistas que explotan a los temporeros?

Las redes de la criminalidad organizada siempre terminan construyendo monstruos. En las manifestaciones contra los jornaleros búlgaros aparecieron individuos tatuados con camisetas de ultras de los equipos de fútbol, ligados a partidos de extrema derecha. “Había varios miembros del Hermanos de Italia -un partido de ultraderecha, cuyas bases se nutren de colectivos neofascistas- que se dedicaron a instigar el fuego”, añade Zannini.

En los carteles que sus críticos habían preparado para recibir a Salvini lo calificaban como "chacal". El problema siempre ha estado ahí y sólo cuando se acercan elecciones vuelve a emerger. También en este caso ha hecho falta una pandemia para sacarlo de los sumideros de la crónica italiana y ponerlo en primer plano.