El tablero geopolítico que representa el pulso entre la República Popular de China y Taiwán cuenta con las mismas fichas desde hace décadas. Una de las que más peso tienen es Estados Unidos, aliado histórico de Taipéi base fundamental de su crecimiento armamentístico. Sobre la mesa, la constante amenaza de una invasión por parte del gigante asiático y la necesidad de la antigua Formosa a defenderse, fundamentalmente con armas ‘Made in USA’.
Esta semana, la Administración de Joe Biden ha aprobado la posible venta de material bélico a Taiwán por valor de 100 millones de dólares para “sostener, mantener y mejorar” el sistema de defensa antimisiles de la isla autogobernada, la cual reclama como provincia China. La operación, anunciada por la Agencia de Defensa por la Seguridad y la Cooperación (DSCA), es uno de los legados heredados de la legislatura de Donald Trump. Se trata de una actualización del sistema aéreo Patriot descrito por la agencia estadounidense como una mejora que servirá para “mantener la estabilidad política, el equilibrio militar, la economía y el progreso en la región”.
Los intereses de EE.UU. en Indo-Pacífico tienen una explicación diplomática y otra menos cortés. Ambas versiones sobreviven en una atmósfera de contradicciones constantes. La primera, la expresó el secretario de Estado estadounidense Anthony J. Blinken durante un discurso titulado ‘Indo-Pacífico libre y abierto’ llevado a cabo en Yakarta durante el mes de diciembre.
“Cuando decimos que queremos un Indo-Pacífico libre y abierto, nos referimos a que, a nivel individual, las personas sean libres en su vida cotidiana y vivan en sociedades abiertas. Queremos decir que, a nivel estatal, los países podrán elegir su propio camino y sus propios socios. Y queremos decir, a nivel regional, que en esta parte del mundo los problemas se tratarán abiertamente, las normas se alcanzarán de forma transparente y se aplicarán de forma justa”, afirmó Blinken.
La segunda explicación sobre qué intereses tiene EE.UU. en la región es simple y llanamente el frenar la curva de expansión china en la zona, tanto económica como militar, y la dependencia de los países más pequeños en la gran potencia. La financiera se está notando incluso en Europa con la reciente suspensión de las importaciones de carne de vacuno procedente de Lituania por haber estrechado lazos diplomáticos con Taiwán. Esa misma estrategia, de coerción desde el punto de vista occidental y de honor desde el punto de vista chino, está haciendo que la república popular gane terreno en el Pacífico Sur. Apoyar a Taipéi es ir en contra de Pekín y eso se paga caro.
La dinámica bélica se agudiza con la incursión de aviones militares chinos en espacio aéreo taiwanés, como la llevada a cabo a finales de enero, cuando el Ministerio de Defensa de Taiwán detectó 52 aeronaves de guerra chinas, algunas de ellas con tecnología punta para destruir radares y así facilitar potenciales ataques. Considerada como una amenaza más -similar a la del 4 de octubre, cuando 56 cazas chinos sobrepasaron su espacio aéreo- la última incursión coincidió con las maniobras militares que EE.UU. y Japón llevaron a cabo en el mar de en el mar de Filipinas. Las hostilidades son constantes en ambos bandos y el clima de tensión aumenta mientras los estadounidenses abogan por armar a Taiwán, una estrategia que no es nueva.
El apoyo armamentístico de Washington a Taipéi explica una relación bilateral histórica que está supeditada a la que los estadounidenses mantienen con China. Las crecientes discordias entre las dos superpotencias laten en la antigua Formosa y los capítulos se suceden desde hace décadas. Los lazos entre EE.UU y Taiwán se estrecharon durante la presidencia del estadounidense, Dwight Eisenhower (1953-1961), cuando al llegar al poder levantó el bloqueo de la marina a la isla. Aquel guiño a la Taiwán en la que se instalaron los nacionalistas chinos contrarios al régimen comunista llegó en el contexto de la post Guerra de Corea. La pugna entre dos maneras de ver el mundo (comunismo y capitalismo) ya había alejado las posturas de EE.UU. y China. Cuando el presidente estadounidense levantó el bloqueo y, como consecuencia, el líder taiwanés, Chiang Kai-shek, movilizó miles de tropas en las islas Quemoy y Matsu en agosto de 1954, China se tomó ese acto como un ataque directo al que respondió con bombardeos. Así se gestó la primera crisis del Estrecho de Taiwán en la que Taiwán y EE.UU. firmaron un acuerdo de defensa mutua.
Varios analistas coinciden en que, durante la década de los setenta y tras 20 años de buenas relaciones con Taiwán, a la isla autogobernada le salvó el escándalo Watergate. Durante la presidencia de Richard Nixon (1969-1974), y a pesar de la amistad del líder estadounidense con Kai-shek, el presidente trabajó para acercar posturas con la China comunista de Mao Zedong. La contradicción parecía evidente -no en vano, los esfuerzos de Nixon fueron extremos a la hora de luchar contra el comunismo- aunque sobre sus espaldas pesó más la Guerra de Vietnam, las tensiones en Oriente Medio y la imposibilidad de sentarse a negociar con Moscú para poner freno a la escalada nuclear. Trabajar codo con codo con la ‘China roja’ parecía la única solución y eso no hubiera sucedido sin el abandono de Taiwán a su suerte. Entonces llegó Watergate y ahí finalizó la segunda legislatura de Nixon. Taipéi recuperó el oxígeno, aunque no por mucho tiempo.
Cinco años más tarde, en 1979, Jimmy Carter (presidente desde 1977 a 1981) reconoció el principio de ‘una sola China’, que incluía a Taiwán como parte de su territorio. Se produce entonces una compleja paradoja en la que se cortan las relaciones -no oficiales- entre Washington y Taipéi, mientras los primeros podían seguir vendiéndoles armas para defenderse de potenciales ataques de China. En 1982, Ronald Reagan (1981-1989) también osciló hacia Pekín a expensas de Taiwán. Durante 15 años, EE.UU. no ofreció visados de entrada a su territorio a líderes taiwaneses. Aquello finalizó durante el mandato de Bill Clinton (1993-2001), tras permitir la entrada a Lee Teng-hui, antes de ganar las primeras elecciones democráticas en Taiwán. Aquel episodio fue objeto directo de confrontación diplomática entre las dos superpotencias.
Ya en 2015, durante las dos legislaturas de Barack Obama (2009-2017), su Administración aprobó la venta de armas a Taiwán. La adquisición de fragatas, misiles y vehículos estadounidenses se llevó a cabo a pesar de las advertencias de China. La inversión ascendió a 1.830 millones de dólares. El acercamiento estadounidense a Taipéi se consolidó tres años más tarde con la implantación del Instituto Americano en territorio taiwanés -que viene a ser lo más cercano a una embajada- y con la ejecución de más inversiones armamentísticas que fueron superiores a los 3.000 millones de dólares entre 2018 y 2020, durante el mandato de Donald Trump (2017-2021).
EE.UU. defiende que ha respetado durante cuatro décadas la política de ‘una sola China’, algo impensable para Pekín. Durante estos 40 años, todos los presidentes estadounidenses han seguido manteniendo relaciones no formales con Taiwán en mayor o menor medida. En ocasiones, paralelamente a los intentos de acercamiento con el gigante asiático y en un contexto de total dependencia mutua de las dos superpotencias en lo económico, donde también se libra la batalla. La historia demuestra que Taiwán siempre ha sido una carta fundamental en la baraja estadounidense que usa o esconde según su conveniencia. Con el naipe en la manga o en la mesa, lo único que se mantiene invariable en el tablero geopolítico es esa parte del vínculo entre Washington y Taipéi que más les une: el siempre fructífero fortalecimiento armamentístico.