Venezuela se queda sin agua en mitad de la pandemia mientras aumenta la polémica por los casos de COVID-19
La escasez de agua en el país ha aumentado durante la cuarentena y la situación comienza a ser desesperante para la mayoría
Despertarse, ¿lavarse la cara? No hay agua. Ir al baño. No se puede tirar de la cisterna. No hay agua. El olor comienza a acumularse. ¿Hacer café para el desayuno? ¿Cocinar? ¿Lavar los platos? No hay agua. ¿Ducharse? Con suerte quedó un poco de agua almacenada en el cubo que dejaron en el cuarto de baño y pueden lavarse un poco las axilas, o la cara, o algo más necesario. El cabello puede (debe) aguantar un poco más.
Hace diez días, quince, treinta, sesenta, noventa días que no llega una gota de agua a casa. ¿Se lo imaginan? Esta situación es rutina en Venezuela.
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¿Se han parado alguna vez a pensar cuántos actos cotidianos de su día a día conllevan tener agua? ¿Abrir un grifo y que salga el vital líquido? Un gesto que parece tan sencillo como ese es inaccesible para más del 80% de los venezolanos y se está convirtiendo en un drama que está adoptando dimensiones catastróficas en todo el territorio nacional.
La crisis del agua no es una novedad. Durante los últimos años, el servicio de abastecimiento ha empeorado considerablemente debido a la falta de inversión y mantenimiento de la infraestructura, pero con la cuarentena la situación comienza a tornarse dantesca.
Según datos aportados por la antigua directiva (anterior al chavismo) de Hidrocapital, la empresa pública hidrológica encargada de suministrar agua a la capital venezolana, la demanda de agua en Caracas sería de unos 20.000 litros por segundo y actualmente solo estarían recibiendo la mitad, 10.000 litros por segundo.
Los motivos de este deterioro del servicio radican en diversas causas según José María de Viana, ex presidente de esta empresa. “En primer lugar, la infraestructura está completamente dañada. Casi todas las fuentes están entre 50 y 70 kilómetros de distancia y requieren, además, de grandes tuberías y de importantes estaciones de bombeo. Las estaciones de bombeo, como en el caso de Caracas, constituyen una potencia instalada muy importante, que en esta ciudad se acerca a los 600 megavatios de potencia instalada para poder traer el agua de la fuente, y que necesitan periódicamente mantenimiento, reparaciones y renovación tecnológica. Algo que no está sucediendo”, aseguró recientemente el ingeniero en una entrevista a la cadena alemana Deutche Welle.
El abandono del chavismo a la infraestructura, sumado a la fuga de capital humano capacitado al frente de Hidrocapital, y sustituido por puestos políticos elegidos a dedo completarían el cuadro del desastre que aparece en la estampa cotidiana del país, y que se ha agravado durante el confinamiento, paradójicamente cuando más agua (y de mejor calidad) debería haber, y mejor debería funcionar el servicio para mantener las condiciones de higiene requeridas por la OMS frente a la pandemia del coronavirus y evitar contagios.
De hecho, los casos positivos de COVID-19 han aumentado exponencialmente en los últimos días alcanzando los 1.370 contagiados y 14 muertos según cifras oficiales, aunque esta semana Human Right Watch y la Universidad John Hopkins aseguraron que el gobierno de Maduro miente respecto a las cifras aportadas sobre la pandemia. Ambas instituciones las consideran “absurdas” y estiman la cifra de fallecidos en 30.000 y no en 11 como asegura el gobierno chavista.
El agua, o la falta de ella, se ha convertido en la conversación (y en la preocupación) recurrente de la cotidianidad en cualquier barrio de Caracas, sin distinción de clase social o color político. La escasez afecta a todos por igual, algo, esto sí, extraordinario en Venezuela, donde el nivel económico suele ser determinante a la hora de sufrir mejor o peor la crisis.
La familia de Niurka Faneytten, una comerciante de 52 años, lleva tres meses sin que entre una gota de agua por las tuberías de su casa. En la vivienda son siete personas: tres adultos (Niurka y sus dos hijos, uno de ellos con un retraso mental leve) y cuatro niñas (sus cuatro nietas) de entre 11 meses y 13 años; y todos viven en el barrio de La Concepción, una zona popular cerca del centro de Caracas.
“¿Cómo se hace para vivir sin agua durante tres meses?” Suspiro. “Ay, hija”, exhala Niurka sentada en el salón de su casa, justo delante de una especie de altar improvisado lleno de una mezcla de estampas de vírgenes católicas y santos de la religión yoruba (santería de origen afrocubana y tradicional en algunos sectores de Venezuela). El salón parece limpio y pulcro, ordenado, con vistas al barrio de casitas color ladrillo.
“Es muy rudo. Todos los días nos toca buscar agua en la calle y cargar con ella hasta aquí caminando kilómetros con los bidones encima. Salimos todos. Hasta las niñas. A veces salimos en la madrugada para hacer cola en los llenaderos (así se han denominado los espacios públicos donde sale agua de una tubería en la calle y los vecinos acuden para llenar sus recipientes)”, explica.
“Hasta hace un mes íbamos a La Toma (un río a una media hora caminando de su casa). Íbamos allí y nos bañábamos, lavábamos la ropa y traíamos agua para la casa, para limpiar los baños y cocinar, pero ya no podemos ir porque dicen que allí hay un foco de coronavirus”.
En el caso de Niurka y su familia, la situación es todavía más calamitosa porque Génesis, una de sus nietas, de 9 años de edad, padece una enfermedad renal crónica de nacimiento que le obliga a extremar el cuidado y la higiene. La pequeña nació con varias malformaciones congénitas que han ido agravándose a lo largo del tiempo y habitar en un ambiente salubre es vital, literalmente, para ella.
“Tengo que ponerle una sonda cada cuatro horas para orinar”, explica Niurka. “A veces, si no consigo el dinero para comprar sondas nuevas, me toca reutilizarlas y eso es un peligro porque la niña se puede contaminar. Cuatro veces ha estado al borde de la diálisis y eso me da terror porque he visto muchos niños que entran a diálisis y no salen”. Habla con la angustia de una abuela que también es mamá porque la madre biológica de Génesis nunca quiso conocerla y además falleció el año pasado. La niña llama mamá a Niurka mientras juega a la pelota con su prima pequeña al otro lado de la habitación.
El agua es más que una necesidad adquirida para ella. No es un hábito ni un capricho. Génesis, además, sufre desnutrición severa acarreada por sus problemas renales. A sus nueve años apenas pesa 20 kilos. Su dieta es un crucigrama imposible de completar en un país que condena a sus familias a no tener recursos para subsistir. Las partes del rompecabezas sencillamente no encajan para enfermos en su situación, prácticamente desahuciados casi antes de empezar. Génesis y los que son como ella son los parias de la Revolución.
Las horas que los venezolanos no pasan en sus quehaceres cotidianos o laborales por la cuarentena obligatoria, las pasan ahora buscando agua. Otra escena que se repite en cada calle, en cada esquina y en cada barrio de Caracas durante estas últimas semanas, es la de las colas que mendigan solidaridad en las puertas de las insuficientes casas privilegiadas que en cada zona sí están recibiendo suministro de agua con más o menos asiduidad.
No saben porqué les tocó la lotería vital, parece un milagro de la providencia (aquí que son tan dados a creer en los milagros y las divinidades), pero tienen agua en sus tuberías y el resto de vecinos lo sabe, así que es habitual que la comunidad se agolpe en la puerta con sus bidones y sus carritos llenos de recipientes de plástico vacíos pidiendo la socialización de la cañería privada que, en general, suele abrirse a todos los públicos.
La señora Lucila está sentada en la calle haciendo una de esas colas a los pies de una casa particular con su hija. Lucila tiene 69 años y dice que hace un mes que no tiene agua en su casa.
“Antes íbamos al cerro del Ávila (como llaman a la montaña que rodea Caracas) a cargar agua. Iba yo con mi hija y mi nieto y me cargaba diez litros a la espalda… Pero ya mis huesitos no aguantan y mi familia me ha dicho que mejor vengamos aquí porque estoy cansada”, explica.
El Ávila es precisamente uno de los principales lugares donde los caraqueños están acudiendo a recoger agua durante esta pandemia. Las colas para abastecerse de los manantiales del cerro, que es un símbolo de orgullo y admiración para los autóctonos de la capital y pulmón inigualable de la ciudad de la furia, comienzan desde la madrugada y no cesan ningún día de la semana.
Hasta cuándo va a aguantar el venezolano esta situación es una incógnita impertérrita. La escasez de agua es solo otra gota punzante más en su cerebelo desgastado por una crisis humanitaria imposible de negar (y de obviar) en estas circunstancias. Las protestas por la falta de suministro comienzan a repetirse cada día con más asiduidad, aunque siempre se producen de manera focalizada, en pequeños grupos y por barrios. No hay grandes convocatorias a nivel nacional como ocurriera en otros momentos puntuales del país.
“¿Por qué no salen a protestar más o de una manera más organizada?” “Tenemos miedo”. Respuesta más repetida ante la pregunta evidente (¿es ingenua?). “Miedo a represalias y a que el gobierno no quite los beneficios”. Es el común denominador del sentir generalizado entre los más vulnerables.
Se refieren a un miedo racional de que el gobierno chavista les retire el CLAP, la caja de comida subsidiada que llega a millones de familias venezolanas con alimentos no perecederos como pasta o arroz, más o menos una vez al mes, y que se ha convertido en un sustento imprescindible para muchos durante la cuarentena; y a los denominados “bonos” económicos que Nicolás Maduro entrega a través del Carnet de la Patria, una especie de carnet de identidad chavista ideado para fiscalizar las necesidades de la población.
No hay información oficial al respecto sobre la sequía acuciante. La desinformación como bandera de gobierno es una rutina imperdonable; como la de que Venezuela sin agua se ahoga en una crisis movediza; en un loop vicioso sin fin y sediento de una meritocracia de derechos humanos que no debería tener que aclararse.