Yirli no debería ser pobre. Pero lo es. Y seguramente no lo sería si no viviese en Venezuela. Un país con un contexto económico crítico, marcado por la inflación galopante y con un salario mínimo mensual que apenas llega a los 4 dólares; y eso que Nicolás Maduro lo acaba de subir un 66%. El Banco Mundial considera que es pobre una persona que vive con menos de 1,90 dólares al día.
Yirli tiene tres carreras: es licenciada en educación, biología y además es administrativa. Y tiene dos trabajos. Es profesora en un Liceo donde imparte clase a muchachos de secundaria. Los que le quedan, porque el absentismo es la tónica últimamente en las aulas venezolanas. Por ese trabajo, Yirli recibió en la nómina de su última quincena 90.000 bolívares, medio dólar, aproximadamente.
Sin embargo, continúa yendo a trabajar por dos cosas. La primera, porque gracias a ese empleo puede acceder al comedor del colegio donde cada día le dan un plato de arroz con frijoles. El segundo, por sus alumnos, porque no quiere sentir que les deja en la estacada.
Su segundo empleo es público. Trabaja en la alcaldía de Caracas como administrativa “haciendo de todo”. Su salario mensual es el mínimo estipulado por el gobierno. Lo conserva porque la nómina de los funcionarios en Venezuela se complementa con algunos beneficios como la caja CLAP (una caja de comida no perecedera mensual subsidiada por el gobierno de Maduro que llega a millones de famlias) y algunos bonos económicos que llegan de vez en cuando a través del denominado Carnet de la Patria y que dan un poco de oxígeno paliativo a sus receptores.
Yirli vive en una casa del popular barrio de La Concepción de Caracas con su hija Adriana, de 10 años. Su rancho está al final de una calle larga y estrecha que asfaltaron los propios vecinos. A un lado de esta calle han levantado un muro de concreto que tapa las vistas al barrio de enfrente, un conjunto de casas hechas a mano de color ocre agasajado con cemento. Es color ladrillo de barrio humilde pero resiliente a la temporada de lluvias.
La Concepción ocupa una colina privilegiada de la capital y los atardeceres son su mejor momento. Los vecinos salen de sus casas con tapabocas durante la pandemia y se juntan en el mirador para charlar y buscar agua potable de un grifo improvisado en la calle.
La casa de Yirli está a medio hacer, aunque lleva tres años y medio viviendo allí después de que su anterior rancho se quemara. Comprar los materiales para terminar la estructura es demasiado caro y ahora no es una prioridad. El coronavirus ha empeorado su precaria situación económica. Como más del 60% de los venezolanos, Yirli sobrevive gracias a su “rebusque”, a vender lo que sea para complementar un salario que no alcanza para nada. Ese rebusque no se hace metido en casa. Se hace saliendo a la calle.
La profesora vende ropa usada, “ganchitos” para el pelo que fabrica y decora a mano, o artesanías con cajas de cartón que inventa y reinventa una y otra vez. Pero el confinamiento no le permite salir y su situación comienza a ser desesperada.
“Siento frustración”, dice. “No me avergüenzo de mi vida porque le doy gracias a Dios cada día por ella, pero me siento frustrada. No entiendo qué he hecho mal para llegar a los 37 años y no haber conseguido absolutamente nada”.
Carga sola con su hija, que es una niña feliz de ojos azules rodeada de juguetes rotos que su madre repara una y otra vez. Y su (buena) alimentación es su principal obsesión. La niña no puede comer cada día lo que come ella: arroz, pasta y caraotas (frijoles), que son los productos que le regalan en el comedor del colegio o que vienen en la caja CLAP. La niña necesita proteínas: pollo, huevos, leche, queso.
Pero un salario mínimo en Venezuela equivale a un cartón de huevos con 30 unidades. O a un kilo de pollo o a un kilo de queso duro blanco, el más popular en el país, el que las familias venezolanas rallan y usan a diario para todo, pero especialmente para rellenar las arepas, alimento por excelencia de su gastronomía y típicas durante el desayuno. La leche en polvo es todavía más cara. El kilo llega hasta los 6 dólares.
“Ella (la niña; su hija) siempre es primero”, dice Yirli. “Si compro pollo lo come ella. Si compro un huevo, lo come ella. Yo no como si no se puede, pero ella sí. Ella no puede pagar por mis errores, por haberla traído al mundo en un momento como este”.
El pasado 30 de abril, el Ministerio de Comercio Nacional publicó la lista de “precios acordados” para 27 rubros básicos de la cesta alimentaria. Son precios presuntamente “acordados” con los empresarios para combatir la inflación y la subida especulativa de precios. No es la primera vez que el gobierno de Nicolás Maduro fija los precios de los productos; y en la práctica nunca ha funcionado. La historia reciente ha demostrado que la regulación y fijación de precios siempre ha conllevado desabastecimiento y escasez, así que los venezolanos están a la expectativa de lo que pueda pasar durante las próximas semanas en los mercados del país.
Los precios acordados de la lista, a pesar de que se consideran “justos” por parte del gobierno chavista no se corresponden proporcionalmente con el monto del salario mínimo mensual que el mismo gobierno ha fijado por ley. Es decir, con el salario decretado por Maduro apenas puedes conseguir uno o dos productos “acordados” de la canasta. Según varias estimaciones, se necesitarían, al menos, 22 salarios mínimos para poder adquirir varios de los rubros imprescindibles para una familia.
Según la firma venezolana Ecoanalítica, se estima que durante el mes de abril, la inflación se disparó en un 58%, algo que su director, Asdrúbal Oliveros, calificó como “una cifra extremadamente alta, impulsada por la variación del tipo de cambio”. Si lo dividimos por sectores, la agencia calcula que en abril solo los alimentos tuvieron una inflación del 80%. El aumento de la salud fue del 52% y para el transporte, restaurantes y hoteles la cifra llegaría hasta el 90%.
Según Oliveros, “esto es una muy mala noticia para todos porque buena parte de la población solo genera ingresos en bolívares”, la moneda nacional, que está completamente devaluada frente al dólar.
En el salón de Yirli, que está lleno de cosas que son recuerdos destartalados por una mudanza con prisas, conviven las plagas ocasionales de ratas con electrodomésticos rotos por los apagones continuos en el sistema eléctrico. Hace un año que su nevera sólo sirve como alacena para amontonar cosas. Dentro guarda los paquetes de arroz chino, los de spaguettis turcos, o los de harina de trigo mexicana que consigue con “la caja” (CLAP), y cuando puede comprar algo de comida fresca se lo guarda un vecino. En la puerta del frigorífico alguien escribió a mano: “Le saqué una foto a lo que tengo en la nevera. Por favor, no comerse la comida de la niña”.
En el centro de la sala principal de su casa hay también muchos libros, un viejo hornillo eléctrico y una pared a medio hacer debajo de un techo de uralita que no protege ni del sol ni de la lluvia caribe.
Pero nada de eso importa cuando comer es cuestión de supervivencia, cuando es sencillamente una prioridad; lo más importante y lo único en lo que Yirli gasta el poco dinero que ingresa. Comer es una gota de agua diaria y continua que cae en el entrecejo de Yirli y en el de tantos venezolanos como ella; cada día más arrugado, hundido y hambriento. Como aquella tortura china de los cuentos medievales.
“Yo digo que esto va a cambiar pronto”, dice Yirli antes de decirle a su hija Adriana que se ponga el tapabocas. Es hora de la flexibilización para el paseo de los niños durante la cuarentena.