Los migrantes que nadie quiere: miles de venezolanos esperan en la frontera de Colombia para volver a casa
Casi dos millones de venezolanos cruzaron durante los últimos cuatro años la frontera con Colombia
El confinamiento ha agravado la precaria situación económica de los migrantes venezolanos
Yoandris Vanesa, de 29 años, y su marido Jordan, de 30, se levantaron una mañana de febrero de este año en su casa del popular barrio de La Pastora, en Caracas, y decidieron que se iban a Chile, que no soportaban más su día a día en Venezuela, su precariedad, su falta de todo. Él es albañil y estaba en paro desde no se acuerda cuándo. Ella trabajaba en una empresa de limpieza y cobraba el sueldo mínimo, ni cuatro dólares al mes. Tienen tres hijos de 9, 8 y 3 años. "Vámonos".
"En Chile teníamos unos amigos y nos dijeron que si llegábamos hasta allí nos sería fácil encontrar un trabajo", cuenta Jordan desde la misma casa familiar de la que salieron hace ya casi cuatro meses, el 20 de febrero de este año. Se fueron, les agarró la pandemia maldita, la cuarentena. Tuvieron que volver. Lo suyo ha sido una huida exprés, desde luego.
Se fueron casi con lo puesto, como tantos otros venezolanos que en los últimos años se han ido del país huyendo de la peor crisis económica de su historia reciente (4,7 millones según la Agencia de la ONU para los Refugiados, ACNUR; y más de 760 mil solicitantes de asilo de Venezuela en el mundo); y se fueron a la desesperada, sin pensar en un futuro concreto, porque no tenían pasaporte ni medios económicos para viajar hasta allí. Casi confiando en el destino y en la certeza, un tanto idealizada, de que cualquier cosa sería mejor que su Venezuela actual: sin comida, sin servicios, sin dinero; sin sentirse una lacra para ellos mismos, sin poder dar un futuro a sus hijos.
Llegaron hasta la frontera entre Colombia y Ecuador haciendo dedo, caminando por tramos, hasta un pueblo que se llama Ipiales y donde hay (todavía) una gran concentración de venezolanos en situación de ida y vuelta. "Como íbamos con los niños pequeños muchos carros (coches) se paraban y nos llevaban", cuenta Yoandris. "Aunque teníamos miedo porque por el camino se contaban muchas historias de secuestros a venezolanos. Gracias a Dios no nos pasó nada y llegamos allí en dos semanas, pero ya no pudimos avanzar más".
El coronavirus había llegado a América Latina y desmoronó todo. Los planes de un planeta entero y los suyos propios. Se quedaron atrapados en ese pueblo frío de frontera, "muy frío", dicen, con la cara de quien nunca ha vivido por debajo de los 20 grados centígrados en otra ciudad que no sea Caracas, "la ciudad de la eterna primavera" y con un sol permanente que calienta siempre, pero que no quema, y que alegra la vida a pesar de todo.
Pensaron en cruzar ilegalmente la frontera con Ecuador y seguir avanzando hacia su destino, pero descartaron la idea en seguida porque los trocheros, como se denomina a las personas que se lucran cruzando ilegalmente a los migrantes venezolanos, les pedían 100 dólares, una cantidad completamente imposible para ellos.
Dormían en la calle porque no tenían dinero, los cinco, apretujados contra el frío. "Por las noches envolvíamos a los niños en mantas y así podían dormir, pero yo no soportaba el frío", dice Yoandris. "Tuve que usar hasta guantes", explica como quien descubre una inverosimilitud inexplicable. Se quedaron un mes en Ipiales y en ese tiempo no pudieron trabajar porque no tenían papeles y porque eran venezolanos. "Nos trataban mal porque pensaban que los venezolanos estábamos llevando el virus y contagiando a la gente. Había mucha xenofobia, no nos querían por ningún lado. Allí no valemos nada, y aquí tampoco".
Así que se pusieron a vender chucherías para sobrevivir y así iban ganando para comer en el día, en general pan y más pan para todos. Algún que otro día se permitían comprar un almuerzo para repartir, con prioridad para los niños, claro. Si tenían una buena jornada de venta y conseguían los 15 mil pesos (unos 4 dólares) que costaba alquilar una habitación de hotel, esa noche dormían medio calentitos. La gloria.
Pero la situación se tornó insostenible cuando la policía colombiana empezó a hostigarles y a amenazarles con que les iban a quitar a los niños. "Nos acusaron de explotación de menores porque nos veían vendiendo los caramelos con ellos. Yo vivía muerta de miedo de que un día viniesen y me los arrancasen a los tres, porque otras familias me dijeron que eso ya había pasado y que nunca más los volvías a ver". Yoandris habla y le tiembla la voz recordando el pánico de perderlo todo, que son sus hijos.
Las dos niñas, de 9 y 8 años; y el niño de 3, están sentados en el salón de su casa mientras sus padres recuerdan la historia de su aventura y les miran en silencio como si no recordasen mucho de qué hablan. Solo el más pequeño se alborota de vez en cuando reclamando atención.
El confinamiento ha agravado la precaria situación
La presión, la policía, el frío, la pobreza, y sobre todo, la pandemia y la cuarentena que llegó estricta y que les prohibió hasta vender las chucherías con las que compraban su pan diario, les obligaron a volver a la Venezuela de la que habían salido hacía muy poco. Su viaje fue una frustración de principio a fin y ahora solo quedaba volver a casa. "Al menos allí tenemos nuestra cama y los niños ya no aguantan más", dijeron. "Vámonos". Otra vez.
El éxodo migratorio de vuelta que están haciendo los venezolanos comienza a desbordarse en Colombia, que ha sido el principal país receptor de los que decidieron irse en busca de una vida mejor. Según datos ofrecidos por Migración Colombia, 1,8 millones de venezolanos cruzaron durante los últimos cuatro años por algún punto de los 2.200 km de frontera que separan a los dos países y se instalaron en territorio vecino.
Ahora, Colombia tiene un problema grave porque la precaria situación económica en la que vivían estos migrantes venezolanos se ha agravado con el confinamiento, y ante la imposibilidad de seguir viviendo de sus trabajos informales, han decidido volver a casa, pero muchos no tienen los medios para hacerlo, así que los campamentos improvisados de chabolas en las afueras de Bogotá, en la carretera o en algunas ciudades del camino de vuelta a casa como Bucaramanga, son cada vez más grandes.
El hacinamiento en estos campos de caminantes atrancados preocupa cada vez más a organizaciones sociales y de derechos humanos, que por el momento son las únicas que parecen llamar la atención sobre la situación de un colectivo ignorado por unos y otros. Orlando Beltrán, de la fundación colombiana El Banquete del Bronx, que cada día lleva comida, útiles de aseo y agua a estos venezolanos, explica a NIUS por teléfono la dramática realidad que están viviendo: "Si las autoridades no hacen algo pronto, esta situación va a explotar. Es insostenible. En los campamentos hay mujeres embarazadas y niños y no tienen alimentos ni agua potable".
Los corredores humanitarios abren tres días por semana
Cerca de 75.000 venezolanos ya han vuelto a casa, según cifras oficiales del gobierno de Nicolás Maduro. Sin embargo, el mandatario chavista, que ha llegado a calificar a los connacionales que están regresando como "armas biológicas" y como "irresponsables" por volver a casa como "personas contaminadas" (por el virus) enviadas a propósito por el presidente colombiano Iván Duque, ha endurecido recientemente las medidas para ingresar al país por la frontera de Cúcuta, al norte del Departamento de Santander, y también por la de Arauca.
Hasta hace poco más de una semana, a través de corredores humanitarios, se permitía el paso a Venezuela de 500 retornados por día (eso en la práctica. La realidad es que, según cuentan muchos de los venezolanos que ya han regresado, muchos días, la policía colombiana no les permitía pasar y se veían obligados a cruzar ilegalmente por las denominadas trochas o caminos verdes). Ahora, tras la nueva medida anunciada por Nicolás Maduro, estos corredores solo se abrirán tres veces por semana (lunes, miércoles y viernes) y solo se permitirá el paso de 300 personas por la frontera de Cúcuta y 100 por la de Arauca.
Esta nueva situación ha provocado que en pocos días cientos de venezolanos se acumulen en la frontera desesperados por cruzar y las autoridades colombianas ya han advertido de que no podrán gestionar esta situación por mucho más tiempo.
La odisea para regresar a casa
El camino de vuelta de Yoandris, su marido Jordan y sus hijos, no fue mucho mejor que el de ida. Otra vez hicieron dedo, otra vez durmieron en la carretera o en la calle de algún pueblo donde caían cuando se hacía de noche. Otra vez sin bañarse, malcomiendo, otra vez pensando en llegar a un destino que siempre se torna mejor en su imaginario. Pero la vuelta fue incluso peor que la ida por cansancio y por otros motivos que duele recordar. Cerca de Armenia, la capital del Departamento de Quindío, al oeste de Colombia, les robaron los zapatos mientras dormían.
"Caímos agotados y nos robaron los zapatos, también los de los niños. Cuando me desperté y me di cuenta de lo que había pasado el mundo se me fue a negro y me eché a llorar", cuenta Jordan sentado en una silla vieja de madera en su sala de estar, con los brazos cruzados y la mirada perdida, como al que le da vergüenza reconocer una debilidad que no registra como propia.
Así que el resto del camino lo hicieron en chanclas, los niños incluidos. Cuando llegaron a Cúcuta todavía el gobierno de Venezuela no había impuesto las medidas de restricción para el paso fronterizo, pero aún así no quisieron arriesgarse a cruzar por el puente Simón Bolivar, que separa a los dos países, de manera legal "por si nos agarraba la Guardia venezolana". Miedo que no explican ante unas autoridades poco amadas en casa.
Pidieron dinero en la calle hasta que consiguieron juntar los 50 mil pesos colombianos (unos 13 dólares) que los trocheros les pedían por cruzarles ilegalmente a su propio país; y así lo hicieron. Fueron 40 minutos de caminata a través de un río y de una montaña bajo la tensión de la advertencia de no mirar a nadie por el camino. Aquello es territorio comanche de paramilitares, guerrilleros y autoridades de uno y otro lado que hacen la vista gorda ante una de las fronteras más porosas del mundo, donde el contrabando de alimentos, gasolina, droga y casi cualquier cosa que se pueda comprar y vender es el sustento de casi todos.
La familia entró en San Antonio del Táchira, el primer pueblo de Venezuela al otro lado de la frontera, y se sintió aliviada por estar en casa. Jordan llamó a su madre para pedirle que le hiciera una transferencia bancaria y poder comprar así los billetes de autobús que les llevarían de vuelta a Caracas. No hicieron la cuarentena obligatoria de catorce días en los refugios habilitados por el gobierno en la zona. Nadie les dijo que debían hacerla y ellos tampoco preguntaron cuando se cruzaron con los militares venezolanos desplegados en el territorio. Solo querían irse.
Veinticuatro horas después estaban entrando por la puerta de la casa familiar que dejaron atrás apenas tres meses antes. Volvieron igual de pobres y más cansados. Arrepentidos de haber pensado en Chile. "Aquí, ya sea con la nevera vacía, tenemos casa", dice Yoandris, con la amargura de una resignación demasiado joven.
"¿Y ahora qué?" Esperar.