Cuando Donald Trump ganó las elecciones estadounidenses en 2016, casi todos los conocedores de los entresijos de la política china imaginaron agotadas las reservas de champán -o de baijiu, el aguardiente con el que se brinda en China- en Zhongnanhai, la sede oficial del Gobierno en Pekín.
Las autoridades recibieron la inesperada noticia con optimismo. Tenían ahora a los mandos de su directo competidor a un nuevo dirigente desconocido e imprevisible, pero cuyo descrédito internacional suponía una oportunidad de oro para adelantarlo en la carrera por la hegemonía mundial. Además, tras décadas recibiendo lecciones por parte de gobiernos estadounidenses sobre libertades y derechos humanos, un presidente centrado principalmente en los negocios era bienvenido.
Aunque el explosivo estilo comunicativo de Trump no siempre es muestra de lo que luego se negocia en privado, salta a la vista que las relaciones entre Pekín y Washington se encuentran en su punto más bajo desde que el presidente estadounidense Richard Nixon normalizó los lazos con la China de Mao en 1972.
Trump ha llevado a cabo una política errática respecto a China que ha descolocado a Pekín. El presidente ha intercalado alabanzas al dirigente Xi Jinping con despectivas acusaciones a golpe de tuit. Se embarcó en una guerra comercial que ha llevado a los dos países a aplicar aumentos de aranceles, acusó a China de robo de tecnología y espionaje y prohibió a empresas chinas operar en EE. UU., como a TikTok, o usar tecnología estadounidense, como a Huawei. Ha cerrado consulados, ha puesto trabas a los medios chinos y ha acusado al país de crear el coronavirus. Pekín ha contraatacado a todo con las mismas armas.
Sin embargo, a diferencia de administraciones anteriores, Trump no ha molestado demasiado a China en temas de libertades individuales y derechos humanos, aunque sí ha tocado asuntos sensibles como Hong Kong o Taiwán, último punto de tensión con Pekín por la venta de armas estadounidenses al territorio que China reclama como suyo.
Trump se ha convertido, además, en un activo político para Xi. Si hace unos años era habitual oír alabanzas al norteamericano entre la población china, hoy la opinión más extendida en la calle es que está loco. “Desde la perspectiva del Partido Comunista, Trump es un gran cartel publicitario de lo mala que puede llegar a ser la democracia”, afirmó Kevin Rudd, ex primer ministro de Australia y con buenos contactos en Pekín. La confrontación política estadounidense, el caos en la gestión del coronavirus y las salidas de tono de Trump refuerzan entre la población china las bondades de su propio sistema.
Josef G. Mahoney, profesor de Política en la Universidad Normal del Este de China, cree que uno de los mayores cambios que ha propiciado Trump es que ha virado al Partido Republicano contra China. “Desde Nixon y Kissinger, y luego con Bush, el establishment republicano había sido relativamente amistoso con Pekín. Siempre habían visto las relaciones China-EE. UU. como una gran victoria de la política exterior. Además, muchos de sus apoyos en el sector privado estadounidense se han enriquecido con el comercio con China”, cuenta desde Shanghái.
El Gobierno de Trump ha pintado una visión del panorama internacional liderado por dos potencias antagónicas que se dirigen sin remedio -si no han llegado ya- hacia una nueva guerra fría. Una lucha entre el mundo libre capitalista y el autoritarismo comunista, una analogía simple y poco fina con el enfrentamiento entre la Unión Soviética y los EE. UU. de la segunda mitad del siglo XX. Más allá de los términos, Washington ve con preocupación una China cada vez más poderosa a nivel comercial, tecnológico y militar en la que el crecimiento económico no ha traído consigo, como se creía, un liberalismo político. La opinión general es que Trump ha identificado bien el problema, pero su manera de solucionarlo ha sido equivocada.
Las cosas desde China, sin embargo, se ven distintas. Eric Li, politólogo de la Universidad Fudan de Shanghái, le da la vuelta al planteamiento en el Financial Times y sitúa a EE. UU. en el papel de la URSS, luchando por su supervivencia. “China es lo opuesto a lo que fue la Unión Soviética. Es práctica, está conectada con el mundo y va en ascenso”, afirma.
Tong Zhao, catedrático del Carnegie-Tsinghua Center for Global Policy, responde por correo que Pekín ve grandes ventajas en Trump. “Ha hecho mucho daño a China, pero hace más daño al propio EE. UU.”, asegura. “Con Trump, Washington ha perdido influencia internacional, reputación, soft power y poder en general. Muchos estrategas chinos piensan en la competición a largo plazo. No se fijan tanto en las pérdidas absolutas de China como en las pérdidas relativas del país en comparación con EE. UU.”, afirma Tong.
Aun así, a ojos del Gobierno chino, Trump solo ha acelerado un proceso de declive estadounidense que viene de antes. “La crisis financiera de 2008 convenció a Pekín de que EE. UU. se estaba debilitando”, escribe Rush Doshi, miembro del Paul Tsai China Center de la facultad de Derecho de Yale, en la revista Foreign Policy.
Esta decadencia envalentonó a China, que ha pasado de una estrategia de espera discreta a lanzarse a reclamar por fin el lugar que cree merecer en la cima del poder regional y mundial. A esto se une que el país tiene al frente desde 2013 a un líder, Xi Jinping, más autoritario y nacionalista que sus predecesores y decidido a alcanzar el “sueño chino de la gran revitalización nacional”, primo hermano del “Make America great again”.
La elección de un presidente proteccionista en EE. UU. terminó de convencer al Gobierno chino de su oportunidad. “Pekín no podía creer que la democracia más poderosa del mundo se estuviera autoexcluyendo del orden internacional que había ayudado a crear”, afirma Doshi. Todo un regalo para China que, de puertas para afuera, trata de combatir su mala imagen internacional enfundándose ahora en un papel de líder moderado y defensor del medio ambiente, el multilateralismo, el libre comercio, el desarrollo inclusivo y el hermanamiento de los pueblos.
“Aun así, Pekín preferiría que Washington transitara la decadencia de su hegemonía de forma elegante”, asegura Doshi, que ve cierto exceso de confianza propagandístico en la visión de sí misma que describe China.
“Históricamente, el Partido Comunista chino recela más de los demócratas, pero hay preocupación con la política desestabilizadora de Trump”, afirma Josef G. Mahoney. Y el Gobierno chino valora la estabilidad por encima de todo.
Trump ha convertido a China en protagonista de la campaña electoral de EE. UU., algo que el Gobierno chino mira con distancia y con cuidado de no mostrarse favorable hacia ningún candidato.
Trump, además, ha acusado a su rival demócrata de ser el favorito de Pekín. “Si gana Biden, gana China”, “Si no gano yo, China será dueña de EE. UU.”, “Vais a tener que aprender a hablar chino”, ha llegado a decir. Los seguidores del republicano mueven mensajes en Twitter con los hashtags #ChinaJoe y #BeijingJoe, acusando a Biden de compadreo con Pekín.
Joe Biden conoce de cerca la política china desde los años setenta y trató en numerosas ocasiones durante sus años de vicepresidente de Obama con el entonces líder chino en ciernes. “He pasado más horas en reuniones privadas con Xi Jinping que cualquier líder mundial”, afirmó en 2018. Y el ahora mandatario chino describió a Biden como su “viejo amigo”.
“La opinión del público estadounidense hacia China ha pasado un punto de no retorno. Es realmente negativa para la mayoría de los ciudadanos, indistintamente de su ideología”, relata el profesor Jeff G. Mahoney. “No creo que Biden se pueda permitir suavizar la postura estadounidense de manera sustancial”, pronostica.
“La retórica dura con China se ha convertido en la nueva corrección política en EE. UU.”, lamenta el analista Wei Zongyou en el diario nacionalista chino Global Times. Esta opinión es uno de los pocos puntos que unen a republicanos y demócratas, que se han convencido también de la gravedad de la amenaza.
Sin demasiados cambios en el fondo, los analistas coinciden en que sí podría haberlos en las formas. Para muchos, Biden rebajaría el tono si llega a la Casa Blanca, evitaría polémicas superfluas e intentaría lograr acuerdos en economía o cambio climático, en la línea de lo que hizo Obama.
El expresidente demócrata intentó mejorar sus relaciones con los países asiáticos en su “giro a Asia” para frenar la influencia de China en el continente. Obama aceleró acuerdos como el Tratado de Asociación Transpacífico (TPP), que buscaba crear una zona de libre comercio en el Pacífico y excluir a Pekín. El tratado generó críticas a derecha e izquierda y Trump lo abandonó al llegar a la presidencia, lo que benefició en última instancia a China.
“Una Administración Biden podría hacer la vida más fácil a China en el primer par de años, pero supondría un mayor reto a largo plazo”, afirma Chen Zhiwu, profesor de la Universidad de Hong Kong, en el Financial Times.
Las autoridades chinas temen que un gobierno estadounidense más efectivo y abierto al multilateralismo recomponga sus alianzas internacionales, recupere el liderazgo y ponga de acuerdo a una mayoría de países para frenar a China, a pesar de que la retórica dura de Trump gustara en ciertos gobiernos asiáticos que ven al ejército chino como una amenaza.
“Biden volvería probablemente al Acuerdo de París, al TPP y mejoraría sus relaciones con la OTAN y Europa contra China. Intentaría restablecer la hegemonía estadounidense a través de las organizaciones internacionales”, afirma Mahoney. Además, los demócratas redoblarían la presión sobre Pekín en derechos humanos.
Xi Jinping aprovechó este viernes el aniversario de la entrada de China en la Guerra de Corea (1950-1953), en la que Pekín se enfrentó a EE. UU., para lanzar varios mensajes velados a pocos días de las elecciones a aquellos que intenten frenar a China.
“La nación china nunca se acobardará ante las amenazas”, afirmó Xi, con un tono marcadamente más nacionalista y belicista que en ocasiones anteriores. “El unilateralismo, el proteccionismo y el egoísmo extremos no llevan a ninguna parte. El acoso, el bloqueo y la presión no funcionarán”, exclamó.
Cuatro años después de las elecciones de 2016, la mayoría de analistas no augura una noche de brindis en la sede del Gobierno chino el próximo 3 de noviembre. “Es difícil decir qué candidato le vendría mejor a China” finaliza Tong Zhao. “Ambos van a significar problemas”.