Las pérdidas que Estados Unidos sufrió tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron incalculables. Mas allá de las 3.000 personas que murieron en el momento que los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York, el suelo de Pensilvania o el Pentágono en Virginia, la sociedad estadounidense al completo experimentó un dolor y una vulnerabilidad nunca antes conocidas.
Volar ya nunca fue lo mismo debido a las medidas de seguridad y temor que surgió a coger un avión. La lucha contra el terrorismo adquirió una dimensión diferente que impregnó no solo la política nacional sino también la internacional. La vigilancia de la ciudadania, gracias al desarrollo tecnológico, se implanto en el día a día sin grandes protestas. Y las justificaciones incluso para invadir otros países, también.
Hasta tal punto que 20 años después, la sociedad estadounidense asiste atónita a la retirada de sus tropas de Afganistan con el cuerpo de Bin Laden, el autor ideológico de los atentados, en el fondo del océano pero sin ningún otro objetivo cumplido tras haber gastado mas de un billón de dólares y dilapidado la vida de 2.400 estadounidenses en el intento.
Y si bien la captura del dirigente de al-Qaeda, el grupo terrorista que llevó a cabo el atentado, sirvió de catarsis colectiva, las imágenes del atentado siguen resultando tan duras para los neoyorquinos que cuando en estos momentos pasan por delante de la pantalla que las reproduce con motivo del próximo aniversario, a escasos metros de donde un día estuvo el World Trade Center, muchos de ellos giran la cabeza.
El agujero que esa jornada ha dejado en el alma de los norteamericanos es demasiado profundo para limitarlo a lo que supuso a nivel económico. Y sin embargo, las pérdidas provocadas por los 19 hombres que secuestraron los aviones con diferentes destinos, en este sentido, son cuantiosas. Aunque ha quedado eclipsado por el drama personal y sociológico, se estima en 123.000 millones de dólares el desembolso económico que el país tuvo que hacer, solo durante el primer mes, tras el impacto los aviones contra las Torres Gemelas.
Al coste de la desaparición de uno de los centros financieros mas destacados de Manhattan y los daños en las infraestructuras adyacentes (60.000 millones), hay que sumar el paquete antiterrorista de emergencia aprobado por el congreso inmediatamente después (40.000 millones), el monto de ayuda económica para rescatar a las aerolíneas (15.000 millones) y el dinero reclamado a las compañías de seguros (9.300 millones), según recoge un informe del Congreso de 2002.
Pero todo se dio como bien invertido si garantizaba la seguridad de la ciudadanía estadounidense, amenazada principalmente desde el exterior, razón que hizo que se apostara por dedicar una gran parte de los recursos de la Oficina Federal de Inteligencia (FBI) a esta tarea.
Como consecuencia, hasta el 80% de los agentes antiterroristas fueron destinados a trabajar en el ámbito internacional a pesar de que desde 2001, la mayoría de los ataques perpetrados en suelo estadounidense provienen de ataques de grupos nacionales extremistas, según declaró ante el Congreso en 2019, el entonces subdirector de la división antiterrorista del FBI, Michael McGarrity.
Para aumentar la protección de los estadounidenses, tras el 11 de septiembre también se crea el Departamento de Seguridad Nacional. A partir de ese momento, 22 agencias gubernamentales como el Servicio de Inmigración, la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias o la Guardia Costera de los estados Unidos, entre otras, quedan fusionadas en una sola.
Además, se crea el Sistema de Asesoría de Seguridad Nacional y el Sistema Nacional de Información sobre Terrorismo (NTAS), que sustituyen al Sistema de Asesoramiento de Seguridad Nacional, con lo que una gran parte de la lucha e investigación de las agencias gubernamentales queda focalizada en la batalla contra el terrorismo, en detrimento de otras necesidades.
A todo ello se unió la seguridad extrema en los aeropuertos, con la instalación de todo tipo de dispositivos, escáneres y registros dedicados a evitar la introducción de líquidos que pudieran dar lugar a métodos explosivos, armas blancas o elementos que pudieran utilizarse como tal (cortauñas o tijeras, entre otros).
También, como se aconsejaba en el informe que realizó la comisión oficial para la investigación de los atentados, se desarrolló el uso de aparatos de reconocimiento facial, de herramientas electrónicos y de detención de explosivos, lo que ha mermado la libertad individual y aumentado la vigilancia de elementos personales de los viajeros. Por no mencionar la proliferación de videocámaras de vigilancia cuyo uso se asume como si fuera normal, en cualquier ámbito de la vida cotidiana, incluso en la vía publica.
Pero la mayor pérdida para la ciudadanía, a lo largo de estos 20 anos, ha sido la de su inocencia. Estados Unidos nunca volverá a ser la potencia invulnerable que ellos creían en la que Superman rivalizaba con Spiderman y tantos otros en la lucha contra el mal. Porque el próximo 11 de septiembre, en el aniversario del mayor atentado sufrido en suelo norteamericano, los ciudadanos tendrán poco que celebrar. Tan poco, que ni siquiera tienen ya un supervillano en el que focalizar su enfado. Bin Laden no está pero sus seguidores sí, más vivos que nunca y lejos del control del ejercito del país que un día creyó poder ganar la guerra contra el terror.