Visto desde afuera y aireado desde dentro, el vínculo entre China y Rusia parece “sólido como una roca”, tal y como manifestó hace un mes y medio el ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi. Sin embargo, esta “amistad sin límites”, expuesta al mundo por Xi Jinping y por Vladimir Putin justo antes de los Juegos Olímpicos de Invierno en Pekín y del comienzo de la invasión de Ucrania, tiene una resistencia similar a la porcelana o a una de esas botellas vacías de vodka, como las que quedaron atrás en Bucha, tras ser estampadas contra una pared. Aunque tengan visiones e intereses similares, la relación entre ambos regímenes es frágil y sus destinos llevan derroteros divergentes. En común tienen su antiamericanismo, entiéndase a Estados Unidos y no a La Pampa Argentina, su fuerte relación comercial (en 2021, el comercio entre ambos creció un 36 por ciento), su autoritarismo y toda la parafernalia relacionada con sus regímenes. En contra tienen varios aspectos y uno fundamental: Pekín no está dispuesta dejarse llevar por la pasión de Moscú y poner en riesgo un ecosistema global en el que encajan sin necesidad de usar calzador. La inmediatez de Putin al atacar Ucrania no va en consonancia con la visión a largo plazo de Jinping. Al menos desde el prisma de dos expertos a los que ha tenido acceso NIUS.
“La asociación entre China y Rusia no es tan fuerte como parece en la superficie”, nos cuenta Wen-Ti Sung, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Nacional Australiana de Taiwán. “China tiene un conflicto. Los países occidentales suponen para China su billete al aperturismo en cuanto a formar parte de la sociedad internacional. Necesita intercambios económicos y tecnológicos, relaciones diplomáticas en la medida de lo posible con Occidente.
Al mismo tiempo, debido a todos los retos que China tiene como resultado de su ideología y de su régimen, también necesita a Rusia como garantía, como certeza de seguridad. Básicamente, quiere a Occidente a su lado en los días despejados y a Rusia en los lluviosos. China juega con esa dualidad, especialmente desde que la crisis en Ucrania comenzó”, explica.
Pekín está bailando con soltura entre Tchaikovsky y Bernstein. Promete lealtad a Rusia sin apoyar su campaña bélica, mientras defiende la soberanía de Ucrania como país. Se abstiene de condenar la invasión en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas y niega asistencia militar a Moscú. Sirve de red de seguridad ante el batacazo económico de los rusos tras las sanciones (incremento en la importación de trigo y cebada, acuerdos energéticos…) aunque no cruza los límites que pondrían en riesgo su relación de mínimos con EE.UU. y Europa, e incluso les concede algunos guiños como la restricción por parte de los bancos estatales chinos a créditos para la compra de productos básicos rusos o la suspensión de las actividades con Rusia del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, que está respaldado por China. El toma y daca de Jinping no contenta a todos pero tampoco enfada a nadie.
“La situación en Ucrania ha exagerado la manera en la que percibimos la extensión de la relación entre China y Rusia”, agrega Hugh White, profesor de Estudios Estratégicos en la Universidad Nacional de Australia. “Creo que el alineamiento entre ambos es más frágil y temporal. No lo veo como una alianza a largo plazo para transformar el orden mundial. Y aunque lo fuera, no creo que juntos representen la amenaza que se está sugiriendo. De hecho, creo que es una visión poco beneficiosa del problema. Cuanto más percibamos esto como una confrontación entre el bien y el mal, más difícil será encontrar una solución a largo plazo a las tensiones que estamos viendo ahora. La realidad en Asia es que el poder de China existe y seguirá existiendo siempre, así que es mejor que aprendamos a vivir con ello. Eso será doloroso y complicado. Es similar a lo que sucede en Europa: Rusia está ahí y hay que lidiar con la situación. De alguna manera hay que encontrar un modus vivendi con Rusia en Europa igual que con China en Asia”, sostiene White.
Según esta visión de la relación entre Rusia y China, no hay “amistad sin límites” ni vínculo “sólido como una roca” que desvíe a Pekín de su agenda. En ella, formar parte activa de de una obvia inestabilidad global no se contempla y mucho menos después del bloqueo internacional a Moscú, una realidad que no beneficia al gigante asiático ahora ni en el hipotético supuesto de aliarse militarmente a Putin o, incluso, si se atreviera a invadir Taiwán. “Desde que comenzó la guerra, varios think tankers afiliados con el Gobierno chino describen -en mandarín, ya que no suelen decirlo en inglés- que China debería centrarse en una ‘diplomacia de asociación’, en lugar de una ‘diplomacia de alianzas’”, explica Wen-Ti.
“Es una manera suave de decir: ‘No queremos tomar un partido claro y sin ambigüedades con Rusia. No tenemos ninguna alianza, simplemente somos asociados’. Pongan todos los adjetivos que quieran o llámenlos socios estratégicos, pero China no quiere ser relacionado con otro país como Rusia, que en este punto está viviendo tanta oposición international y económica. China no quiere vivir lo mismo que Rusia, aunque también quiere tener esa opción viva para los días lluviosos”, argumenta.
Existen antecedentes a esta postura histórica de China con respecto a Rusia, de hecho, sin el paraguas ruso, el Partido Comunista y la República Popular no hubieran sido capaces de poner la maquinaria en marcha. En diciembre de 1949, dos meses después de que Mao Zedong formara el partido tras una guerra civil que duró 22 años y que dejó el país en los huesos, el líder comunista visitó a Joseph Stalin para que le asistiera en todos los niveles posibles: el económico, el tecnológico, en su integración internacional… le pidió un tratado de alianza, asistencia militar y hasta le solicitó que editara sus propios escritos, tal y como figura en la transcripción de la conversación que ambos mantuvieron.
En ella se percibe a un Partido Comunista chino verde y a una Unión Soviética tan sabia como altiva. El pacto entre ambos líderes tardó semanas en firmarse y supuso un paquete de ayudas sin precedentes. Pekín, en cambio, tuvo que tragar como subordinada de Moscú, hasta que Stalin falleció y la maquinaria china arrancó. Entonces, la lucha de egos y las diferencias primaron sobre los puntos en común, especialmente durante la Guerra Fría, cuando perdieron una oportunidad de oro para unir frentes contra EE.UU.
Los roles del pasado se podrían haber invertido durante la invasión en Ucrania. La relación entre Jinping y Putin ha sido la mejor que jamás hayan tenido los líderes de ambos países: el presidente chino ha visitado Moscú más de 30 veces, han catalogado su vínculo como de “mejores amigos”, han comido helados juntos, se han intercambiado regalos, como el ‘collar gigante de oro’ con el que Jinping agasajó a Putin en 2018, el líder ruso celebró su 61 cumpleaños junto a Jinping con vodka y sandwiches, han compartido caviar… sin embargo, por encima de la camaradería están los intereses propios; o quizás el compadreo sea por conveniencia.
“China quiere a una Rusia que sobreviva pero que no se desarrolle. Por eso China está haciendo lo mínimo que pueda para salirse con la suya, para ayudar a Rusia a mantenerse a flote pero al mismo tiempo no hacerlo de una manera más profunda, con asistencia militar, por ejemplo”, apunta Wen-Ti. “Por esta razón estamos viendo tantas contradicciones en China, porque reflejan la ambivalencia, una postura que quieren procrastinar al máximo”, agrega el taiwanés.
El gigante asiático seguirá navegando entre dos aguas, y mientras la atención global permanece en Ucrania y su postura veleta sigue virando según el viento, sin mojarse, Jinping continúa ganando terreno en Indopacífico y el Pacífico Sur en concreto. Acaba de sellar un acuerdo con las Islas Salomón en el que podría construir una base militar a tan solo 2.000 kilómetros de la costa australiana. Es la evidencia de una estrategia estadounidense, australiana o británica en la región que está en horas bajas y una evidencia de cuál es la agenda y el modus operandi de China. Nada, ni siquiera su relación con Rusia o la fuerte amistad con Putin, cambiarán su rumbo.